Esperando noticias (45 page)

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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Joanna Hunter bajó de la escalera y encendió las luces del árbol de Navidad.

—Ahí está. ¿No le parece precioso, inspectora jefe?

—Llámeme Louise.

—Salud —dijo Louise levantando el vaso de zumo de naranja.

—Salud —repitió Alison.

—Me han regalado un perrito por Navidad —les contó a los críos Needler—. Cuando se haga un poco más grande lo traeré para que lo veáis.

—¿Cómo vas a llamarlo? —quiso saber Cameron.


Jackson
—contestó Louise.

—Es un nombre raro para un perro —opinó Simone.

—Sí —admitió Louise—. Ya lo sé.

El acebo y la hiedra

—Feliz Navidad —dijo la doctora Hunter levantando la taza.

La mañana de Navidad brindaron con café ante un desayuno de pastelitos de carne y mantequilla al brandy. («Oh, por el amor de Dios, ¿por qué no?», dijo la doctora.) El bebé tomó copos de avena y un huevo duro. Entonces abrieron los regalos en torno al árbol. El bebé tenía un perro con ruedas que se parecía un poco a un labrador, aunque él estaba más interesado en el papel de envolver.
Sadie
, una perra de verdad, recibió un bonito collar y una pelota nueva que botaba hasta el techo. La doctora Hunter hizo llorar a Reggie regalándole un PowerBook totalmente nuevo que nadie iba a llevarse, cuando lo único que Reggie le había comprado a la doctora era una bufanda de terciopelo. Era muy bonita, de Jenners, y había empleado todo el dinero que le quedaba para comprarla.

Jackson Brodie había insistido en darle un cheque por una cantidad mucho mayor de la que Reggie le había prestado, pese a que ella le dijo: «No, no tiene que hacer eso». Pero cuando fue al banco para cobrarlo y meterlo en su cuenta, el banco dijo que tendrían que «devolverlo al librador», que, según le había explicado el señor Hussain, significaba que lo habían devuelto y que Jackson Brodie no tenía dinero, pese a que le había dicho que era rico. Eso no hacía sino demostrar que creías conocer a una persona y resultaba ser otra. Él todavía le pertenecía, pero ya no estaba segura de querer que así fuera.

Reggie vivía ahora allí, «hasta que encuentres otro sitio —dijo la doctora—, pero es posible, por supuesto, que prefieras quedarte aquí para siempre, y eso sería estupendo, ¿verdad?».

No hablaban de lo que había pasado. Había cosas que más valía no comentar. Nunca hablaban, por ejemplo, de a quién pertenecía toda la sangre de la que estaban cubiertos la doctora y el bebé. Jackson no le permitió a Reggie entrar en la casa («Ni se te ocurra»), de modo que no sabía exactamente quién había dentro o qué le había ocurrido. Algo malo, era obvio. Algo irreversible.

Más adelante, leyó en el
Evening News
un artículo sobre dos hombres sin identificar que habían encontrado en una casa calcinada, y que todo aquello constituía un misterio, y pensó que una persona dispuesta a hacer lo que fuera por proteger a su bebé podía ser alguien a quien la policía relacionara con los asesinatos, pero no lo hicieron. Y no importaba cuántas veces interrogara la policía a la doctora Hunter sobre lo que le había ocurrido; ella siempre les decía que había salido a dar un paseo y sufrido alguna clase de amnesia, lo cual era un poco absurdo, pero no les quedaba más remedio que creerla.

—¿Qué crees tú que ocurrió, Reggie? —le preguntó la inspectora jefe Monroe.

—No lo sé, en serio —contestó, y era la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

La doctora Hunter llevó la bufanda todo el día de Navidad, decía que era la bufanda más bonita que había tenido nunca. Tomaron champán y comieron pato asado y pudin de Navidad, y el bebé tomó helado rosa y se quedó dormido en las rodillas de Reggie mientras veían
Los Teleñecos en Cuento de Navidad
y, en general, fue la mejor Navidad que había pasado nunca y si mamá hubiese estado allí habría sido perfecta.

La señorita MacDonald fue enterrada justo antes de Navidad. El sargento Wiseman y el policía asiático acudieron al funeral, lo que a Reggie le pareció que iba más allá de sus obligaciones. Tuvo un sepelio cristiano corriente, porque su estrafalaria religión no daba en realidad para funerales. Casi todos los miembros (cinco de los ocho) de su iglesia se pusieron en pie y dijeron algo sobre el rapto, la tribulación y esos temas, y ella se levantó y dijo «la señorita MacDonald siempre fue buena conmigo» y unas cuantas cosas más que eran un poco más elogiosas de lo que la señorita se merecía en realidad, porque una persona no debía hablar mal de un muerto a menos que fuera Hitler o el hombre que mató a la familia de la doctora Hunter. Nadie mencionó que la señorita MacDonald había provocado el accidente de tren de Musselburgh. La muerte absolvía de muchas cosas, por lo visto.

Reggie había organizado el funeral con la cooperativa, porque ellos se había ocupado también del de su madre. Y eligió el mismo salmo,
Permanece a mi lado
. Fue a ver a la señorita MacDonald cuando estaba en el ataúd. Estaba forrado de satén de poliéster blanco, de modo que, hasta el final, fue fiel a su preferencia por lo sintético. El de la funeraria le preguntó:

—¿Quieres que te deje a solas con ella?

Reggie asintió con expresión triste.

—Sí —contestó, y cuando el hombre salió de la habitación, embutió todas las bolsitas de heroína que había encontrado en los cofres secretos de los Loebs en el ataúd. Estaba garantizado que a la señorita MacDonald la droga no iba a hacerle ningún daño. Después de haberlas sacado de los ejemplares de Loeb, las había ocultado en el estante del garaje de la doctora Hunter detrás de las latas de pintura, porque, como decía la doctora, allí nunca miraba nadie.

No las había en todos los Loeb, pero sí en bastantes. Había pesado las bolsitas de plástico en la antiquísima báscula de la señorita MacDonald y casi llegaban al kilo, lo que representaba un montón de dinero. Supuso que Billy debía de haber estado quedándose con una parte del alijo que pasaba por sus manos y ocultándola, pero no se lo preguntó porque no lo había visto, y ahora la señorita MacDonald había sido pasto de las llamas junto con todas las bolsitas de plástico, y Pelirrojo y Pelopaja no iban a recuperar nunca su droga. Se habían enterado de que Billy escondía la droga en los ejemplares de Loeb, pero nunca sospecharon que había una biblioteca entera de ellos en la sala de la señorita MacDonald.

La señorita MacDonald dejó un testamento en el que decía que había que vender su casa y repartir lo obtenido entre la iglesia y Reggie, de forma que ahora ya tenía fondos para el instituto, así, por las buenas.

—¿Qué hace tu hermano en Navidad? —quiso saber la doctora Hunter.

—No lo sé. Lo pasará con sus amigos, supongo.

Una verdad y una mentira, pues no se podía pasar el tiempo con los amigos si no se contaba con amigos. No tenía ni idea de dónde estaba Billy. Volvería a aparecer, la manzana podrida, la piedra en las lentejas.

Qué raro, ¿cómo sabría la doctora de su existencia? Estaba segura de no haberle mencionado nunca que tuviese un hermano. Un misterio más que añadir al montón de cosas misteriosas que rodeaban a la doctora Hunter y que habrían podido llenar el depósito de basura del desván hasta hacerlo rebosar.

El señor Hunter no estuvo allí el día de Navidad. La doctora le dijo que podía ir el día de San Esteban a desearle feliz Navidad al bebé. Lo habían acusado de prenderle fuego a uno de sus salones recreativos y estaba en libertad bajo fianza, alojado en una pensión de pinta bastante cutre en Polwarth mientras la doctora Hunter «decidía» si lo quería otra vez en su vida, pero estaba bastante claro que había tomado ya una decisión. Por lo visto, iban a declararlo en quiebra, de modo que era una suerte que la casa estuviese a nombre de la doctora.

—Supongo que lo intentó —dijo Reggie, sorprendida al oírse defender al señor Hunter, que no le había hecho muchos favores que digamos.

—Pero no lo suficiente —replicó la doctora. Dijo que, de haber estado el señor Hunter en su lugar, ella habría hecho lo que fuera por rescatarlo—. Y quiero decir lo que fuera.

Lo dijo con una expresión tan feroz en la cara que Reggie supo que la doctora Hunter sería capaz de ir al fin del mundo por alguien a quien quisiera, y que ella, la pequeña Reggie Chase, huérfana de la parroquia, salvadora de Jackson Brodie, aya del bebé de la doctora Hunter, hija de Jackie, estaba dentro de ese cálido círculo. Y ahora, para bien o para mal, tenía la vida entera por delante.
Vivat Regina
!

Que Dios nos bendiga a todos

Billy echó a andar calle abajo, pasando ante todas las ventanas iluminadas. Un enorme Papá Noel de plástico hinchable colgaba de un balcón en el bloque vecino, como si trepara por él. Inch era una mierda en Navidad. Edimburgo era una mierda en Navidad. Escocia, la Tierra, el universo. Todo era una mierda el día de Navidad. Se había comprado tabaco en los paquis, al menos ellos tenían abierto. Iba a matar a su hermana, había estado a punto de matar a su hermana.

Podría largarse de allí, ir a otra ciudad donde nadie lo conociera. Empezar de nuevo. A Dundee, quizá. «Qué chico tan emprendedor», solía decirle la vieja puta santurrona cuando iba a cambiarle bombillas o desatascarle cañerías o lo que fuera. Cogía un libro de la estantería, metía la nieve en él, lo volvía a dejar. A Reggie no le permitían tocar esos libros y la puta santurrona ya no veía ni para leer, de modo que pensó que era un sitio seguro.

Al menos, tenía el dinero que la querida doctora de Reggie le había dado por la Makarov. No conseguía imaginar para qué la querría. Qué mundo este.

Un viejo borracho pasó a su lado dando tumbos y le dijo:

—Feliz Navidad, hijo.

—Anda y que te jodan, viejo cabrón —contestó Billy, y los dos rieron.

A salvo

Puente de Westminster, al alba. Había un poema sobre eso, y le produjo alivio comprobar que no lo recordaba. Hacía un frío tremendo. La ciudad estaba casi desierta de un modo desacostumbrado. No era así como había esperado pasar el día de Navidad. Solo, pelado como una rata, en el gran quiste purulento que era Londres. Habían planeado sacar billetes de última hora y viajar a algún sitio caluroso y relativamente a salvo del ambiente navideño.

—No me gusta mucho la Navidad —le dijo Tessa—. ¿A ti sí?

—La verdad es que no me lo he planteado demasiado —contestó Jackson.

—El norte de África —había sugerido ella, recorriéndole la columna con un dedo de una forma que hizo que se estremeciera como un gato—. Un vuelo a Egipto. Es probable que pueda instruirte. En antigüedades y otras cosas.

—Es probable que puedas —contestó—. En antigüedades y otras cosas.

Dos jóvenes, aún borrachos de los excesos de Nochebuena, pasaron por su lado y lo miraron raro, quizá porque contemplaba el Támesis con una intensidad que sugería que estaba pensando en sumergirse en el abrazo de sus gélidas aguas. No era así. Su hermano le había hecho eso a él, y él no iba a hacérselo a su hija. Probablemente, los dos jóvenes pensaban que era algún pobre gilipollas sin hogar, sin una familia que lo acogiera con cariño en esas fiestas. Tenían razón.

La tenía en la mano. «La encontré en el bolsillo de su chaqueta», le había dicho ella. La bolsita de plástico con el pelo de Nathan. Reggie también le había devuelto la postal, la que Marlee le había mandado desde Brujas. «¡Te echo de menos! ¡Te quiero!» La postal tenía pinta de haber pasado una guerra.

Era raro porque en realidad echaba más de menos a Reggie que a Marlee. Marlee tenía un montón de gente que cuidaba de ella, pero para Reggie ese era un bien escaso. «Todos estamos solos, señor B., y por eso tenemos que cuidar unos de otros.» Supuso que la había afectado el espíritu navideño. Él no le había salvado la vida («Todavía no», dijo ella), no había saldado la deuda que llevaba escrita en la sangre.

Se preguntó asimismo dónde estaría la mujer que había visto paseando por la colina. ¿Despertaría en una cama, en una casa, con el sonido de los villancicos en la radio y el olor del pavo en el horno? ¿O seguía recorriendo los caminos desiertos de las cumbres, bajo la nieve, el viento y la lluvia?

No importaba hacia dónde mirase, en todas partes había asuntos sin resolver y preguntas sin respuesta. Siempre había imaginado que, al morirse, había un último instante en que todo se aclaraba: los asuntos se resolvían, las preguntas encontraban respuesta, las cosas perdidas aparecían, y uno pensaba «Oh, claro, ya lo entiendo» y entonces quedaba libre para sumirse en la oscuridad, o en la luz. Pero no había ocurrido así cuando él murió («Brevemente», oyó decir a la doctora Foster), así que quizá eso no pasara nunca. Todo continuaría siendo un misterio. Lo cual, bien mirado, significaba que uno debería tratar de aclarar todo lo que pudiera mientras siguiera vivo. Encuentra las respuestas, resuelve los misterios, sé un buen detective. Sé un cruzado.

Originalmente, tenía planeado llevar el pelo de Nathan a que le hicieran un análisis de ADN. Nathan, que se estaría despertando esa mañana para pasar la Navidad en el campo, con Julia y el señor Artista de Pacotilla. Movió entre los dedos la sucia bolsita de plástico. Supuso que el gesto noble sería arrojarla al río, dejarla ir, liberar a Nathan. Pero no se sentía muy noble en aquel frío y gris día de Navidad inglés. Lo había perdido todo. A su nueva esposa, a su antigua esposa, su dinero, su hogar. Volvió a meterse la bolsita en el bolsillo.

Tessa no se lo había quedado todo. La venta de su casa de Francia había sufrido un retraso y el dinero llegó a su cuenta justo antes de Navidad. No era la clase de suma a la que uno le haría ascos, de modo que «has vuelto a caer de pie», como comentó Josie.

Era hora de ponerse en marcha, de empezar de nuevo. Tenía la sensación de que era tarde para empezar de cero. Se preguntó si sería un perro demasiado viejo para aprender trucos nuevos.

Se sentía todo lo mal que podía sentirse un hombre, o casi, y entonces pensó en cómo había encontrado a Joanna. Y eso fue como un cálido rayo de sol capaz de alegrar a un hombre incluso en el día más sombrío.

No pensó en la segunda y sangrienta vez, sino en la primera, en aquella noche templada y suave en la campiña de Devon. Recordó haber movido la linterna describiendo un amplio arco a través del trigo y haberla visto justo a tiempo de no tropezar con su cuerpecito inmóvil. Pensó que estaba muerta. En el transcurso de un año de su vida, cuando tenía doce, Jackson había visto morir a su madre en el hospital, había visto cómo sacaban sin ceremonias el cuerpo de su hermana de un canal, había encontrado a su hermano ahorcado. Tenía diecinueve años cuando lo de Joanna, y supo que no podría soportar que la niña estuviese muerta, que eso rompería las amarras de lo que quedaba de su corazón y que dejaría de ser el soldado de primera Brodie del regimiento Príncipe de Gales, en Yorkshire, y se convertiría en un niño pequeño, solo para siempre en la oscuridad.

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