Esperando noticias (19 page)

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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

—Ahora que aquí empieza a amanecer, detrás de mí verán una escena de absoluta devastación —dijo con tono solemne. En la parte inferior de la pantalla se veía cruzar el titular «Accidente de tren en Musselburgh».

En el fondo, iluminado por lámparas de arco, gente con chaquetas amarillo fluorescente se movía entre los restos del accidente.

—Empiezan a llegar las primeras grúas pesadas —anunció el corresponsal—, al tiempo que se inicia la investigación de las causas de este trágico accidente.

Los ruidos de motores que aceleraban y el traqueteo de las máquinas eran los mismos que ella oía desde la sala de estar de la señorita MacDonald. Si se hubiese asomado de puntillas a la ventana del dormitorio, probablemente habría visto al reportero.

Después de la muerte de mamá, una periodista había acudido a su casa. Era mucho más sosa y mucho menos desenfadada que cualquiera de los reporteros que se veían en la tele. Le dijo que se había traído a un fotógrafo, «Dave», señalando a un hombre al acecho en la escalera como si esperase una indicación para salir a escena. El tipo saludó tímidamente a Reggie con la mano como si incluso él, curtido veterano de un centenar de tragedias locales de una u otra clase, pudiese entender que una chica que acababa de perder a su madre quizá no deseara que la fotografiasen a las ocho de la mañana, con los ojos en carne viva de tanto llorar.

—Vete a la puta mierda —espetó Reggie, y le cerró la puerta en la cara a la periodista.

Mamá se habría quedado horrorizada de su lenguaje. Ella misma estaba bastante horrorizada.

La periodista escribió su crónica de todas formas. «Mujer de la zona víctima de una tragedia en la piscina durante las vacaciones. La hija, demasiado afectada para hacer comentarios.»

Banjo
, tendido en el sofá a su lado, como un cojín desinflado, gimoteó en sueños, moviendo las patas como si persiguiera conejos imaginarios. La noche anterior no había querido despertarse ni había mostrado interés por nada, de forma que Reggie lo había dejado en el sofá, tapado con una manta, y, puesto que no podía dejarlo solo, ella se había quedado a dormir en la poco acogedora habitación de invitados de la señorita MacDonald, entre raídas sábanas de nailon y bajo un edredón fino y ligeramente húmedo.

En su casa, dormía ahora en la cama de matrimonio de mamá, sedosa y llena de almohadas, con las sábanas de encaje preferidas de su madre, exorcizadas de todo rastro del cuerpo de ciclista de Gary, sudoroso y velludo. Antes de lo de España, Reggie dormía al otro lado de la pared, con tres almohadas sobre la cabeza, intentado no oír las risas (apenas) sofocadas y los crujidos procedentes de la habitación de mamá. Había sido increíblemente violento. Ninguna madre debería hacer pasar por eso a su hija adolescente.

Cuando estaba tendida en la cama de mamá en la oscuridad, era agradable tener el consuelo de la farola de la calle, como una gran lamparita de noche naranja. Lo único que había ocupado era la cama, porque su dormitorio era una caja de zapatos sin ventanas. El resto de la habitación seguía siendo de mamá, con su ropa en el armario, sus cosméticos en el tocador, sus zapatillas debajo de la cama, esperando pacientemente sus pies.
Milagro
, de Danielle Steel, seguía en la mesita de noche, con la esquina de la página 251 doblada donde mamá lo había dejado para irse a España. Reggie no era capaz de mover el libro de su última morada. Su madre no se había llevado libros para las vacaciones. «Supongo que no tendré tiempo para leer», explicó, riendo por lo bajo.

Mary, Trish y Jean habían desistido de intentar convencerla de que donara las cosas de su madre —le habían ofrecido meterlas en cajas y «librarse de ellas»—, pero la propia Reggie acudía a tiendas de beneficencia y se imaginaba hurgando entre los libros de bolsillo y las piezas de loza de segunda mano y encontrando una de las faldas de mamá o un viejo par de zapatos suyos; peor incluso, que algún extraño revolviera entre las cosas de su madre. «Nos vamos y no dejamos nada atrás», decía la doctora Hunter, pero no era cierto: mamá había dejado un montón de cosas.

Banjo
profirió de pronto un extraño gruñido por lo bajo que Reggie nunca le había oído. El número del veterinario, escrito con rotulador negro, estaba en un papel pegado en la pared, junto al teléfono. Confiaba en no tener que ser ella quien lo llamara. Acarició con gesto distraído la cabeza del perro mientras se acababa la tostada. Aún estaba muerta de hambre, como si se hubiese saltado varias comidas. Tenía la sensación de que había pasado una eternidad desde que se sentó con la señorita MacDonald a comer aquellos espaguetis que eran «su especialidad». Sintió un extraño nudo en el estómago al pensar en la señorita MacDonald. Nunca volvería a sentarse a aquella mesa, nunca volvería a comer espaguetis, ni a comer nada en absoluto. Había tomado su última cena.

El hombre seguía hablando en directo desde el lugar del accidente:

—Hay distintas versiones sobre lo sucedido aquí anoche y, por ahora, la policía no ha confirmado ni negado que en el momento del accidente hubiese un vehículo en la vía, a unos quinientos metros de aquí.

En la pantalla apareció una imagen de un puente sobre la vía del tren. Era obvio que un coche se había salido de la carretera, llevándose el muro del puente por delante, y había caído sobre las vías.

El reportero no añadió que el vehículo era un Citroën Saxo azul o que dentro estaba la señorita MacDonald, bien muerta en el lugar de los hechos. Unos hechos que todavía no eran del dominio público; solo Reggie los conocía, porque la noche anterior la policía había acudido a casa de la señorita MacDonald, cuando ella ya estaba de vuelta del accidente del tren, y le habían hecho un montón de preguntas sobre «la inquilina de la casa»: ¿dónde estaba? y ¿a qué hora esperaba Reggie que volviera? Había dos policías de uniforme, uno rubicundo y de mediana edad («Sargento Bob Wiseman»), y el otro, asiático, menudo, guapo y joven, y por lo visto sin nombre.

Por alguna razón, tenían los cables cruzados y pensaban que ella era hija de la señorita MacDonald. («¿Te ha dejado tu madre sola en casa?») El poli asiático joven y guapo le preparó una taza de té y se la tendió con nerviosismo, como si no supiera muy bien qué hacer con ella. Entonces también estaba muerta de hambre, y pensó en el barquillo de caramelo que debería haber estado comiéndose con la señorita MacDonald en ese momento. Supuso que no era apropiado ofrecer unas galletas cuando el policía más viejo acababa de decirle: «Lo lamento muchísimo, pero nos tememos que tu madre puede haber muerto».

Durante un instante, Reggie fue presa de la confusión: mamá llevaba muerta más de un año, de modo que le parecía un poco tarde para que se lo comunicaran. Tenía el cerebro hecho puré. Había vuelto del accidente de tren empapada hasta los huesos y cubierta de barro, mugre y sangre. La sangre del hombre. Se había desvestido y soportado una eternidad bajo la ducha tibia de la señorita MacDonald, para luego ponerse la bata de esta, azul lavanda, que no olía muy bien y tenía manchas donde la señorita MacDonald se había derramado en la pechera la leche de malta que tomaba por las noches. Todavía había sirenas ululando fuera y el ruido de los helicópteros ametrallando el cielo.

Se habían llevado al hombre en un helicóptero. Reggie lo había observado despegar de un campo al otro lado de la vía.

—Has hecho bien —le dijo el enfermero—. Le has dado una oportunidad.

—Ella no es mi madre —le dijo al policía viejo.

—¿Y dónde está tu madre, pequeña? —quiso saber él, con cara de preocupación.

—Tengo dieciséis años. No soy ninguna niña, solo que no aparento mi edad. No puedo evitarlo.

Ambos policías la observaron con cierto recelo, incluso el guapo asiático, que parecía recién salido de sexto curso.

—Puedo enseñarles mi carnet de identidad, si quieren —dijo—. Y mi madre ya está muerta. Todo el mundo está muerto.

—No, todo el mundo, no —intervino el asiático, más como si corrigiera una información errónea que mostrándose amable con ella.

Reggie lo miró frunciendo el cejo. Deseó no llevar puesta la cutre bata de la señorita MacDonald. No quería que pensaran que se vestía así por decisión propia.

—No vamos a revelarle todavía esos detalles a la prensa —explicó el policía de mediana edad.

Aquel poli le resultaba familiar; tenía la sensación de que podía haber acudido alguna vez a su casa en busca de Billy.

—Vale —contestó, tratando de concentrarse en lo que le decía. Estaba cansadísima, hasta los mismos huesos.

—No estamos muy seguros de lo ocurrido —prosiguió él—. Creemos que el coche de la señora MacDonald se salió de la carretera y cayó a la vía. ¿Sabes si últimamente se había sentido un poco deprimida?

—Ssseñorita MacDonald —lo corrigió Reggie en nombre de la maestra—. ¿Creen que ha podido ser un suicidio?

Estuvo dispuesta a considerar semejante idea —después de todo, la señorita MacDonald se estaba muriendo y tal vez hubiera decidido ir por la vía rápida en lugar de por la lenta—, hasta que se acordó de
Banjo
. Jamás habría dejado solo al perro. Si iba a suicidarse arrojándose con el coche desde el puente para aterrizar delante de un tren expreso, se habría llevado consigo a
Banjo
, sentadito a su lado en el Saxo como una mascota.

—No, qué va —concluyó—. Es solo que la señorita MacDonald era un desastre conduciendo.

No añadió que la señorita MacDonald estaba lista para el rapto, que abrazaba la doctrina del fin de todas las cosas y que esperaba vivir eternamente en un sitio que, por cómo lo describía, sonaba parecido a Scarborough.

Imaginaba a la señorita MacDonald asintiendo con serenidad ante el tren expreso 125 que se abalanzaba hacia ella, diciendo: «De modo que esta es la voluntad de Dios». O tal vez fue presa del asombro y miró el reloj para comprobar si el tren llegaba puntual, y dijo acaso «No puede estar ya aquí, ¿no?». Un instante estaba allí, y al siguiente ya no estaba. Qué mundo este, desde luego.

Por supuesto, otra posibilidad era que se hubiese vuelto loca de terror al advertir que se le venía encima el instrumento de su muerte a más de ciento cincuenta kilómetros por hora, demasiado confusa en aquel momento para hacer algo tan sensato como bajarse del coche y correr para salvar la vida. Pero Reggie prefería no pensar en esa posibilidad.

—Además, tenía un tumor cerebral —explicó, tratando de no mirar a los ojos al policía asiático, no fuera a ruborizarse y ponerse en evidencia—. Quiero decir que quizá simplemente, no sé…, explotó.

—Necesitamos que alguien la identifique —dijo el sargento Wiseman—. ¿Crees que puedes hacerlo?

—¿Ahora?

—Mañana estará bien.

Y ahora era mañana.

—Les facilitaremos más noticias a medida que las tengamos —concluyó el reportero mirando a la cámara con seriedad.

El programa volvió a la imagen de la presentadora, cuya sonrisa se había atenuado levemente ante la cercanía del desastre.

—Ahora —anunció—, tenemos el placer de dar la bienvenida al estudio a la huésped más reciente de Albert Square, que está causando ya revuelo en la serie
Eastenders
con su…

Reggie apagó el televisor.

Advirtió que el aire en la casa estaba muy quieto, como si alguien hubiese exhalado y no hubiese vuelto a inspirar. Miró fijamente a
Banjo
. Sus ojos eran dos reumáticas rendijas y la lengua le colgaba a un lado de la boca. No había movimiento en sus antiquísimos pulmoncitos. Muerto. Estaba allí un instante, y al siguiente ya no estaba. La respiración era la cuestión. Lo era todo. La respiración marcaba la diferencia entre los vivos y los muertos. Ella le había insuflado aire a un hombre, ¿debería hacer lo mismo con un perro? No, en realidad, no; de haber sido una persona, habría llevado escrito «No resucitar» en un pedazo de papel, metido dentro del minúsculo barril colgado del collar. Había personas que se iban antes de hora (un montón de gente muy cercana a Reggie), pero otras (perros incluidos) se iban cuando se suponía que les tocaba.

Una gran burbuja de algo parecido a la risa pero que sabía que era pena le brotó del pecho. Había tenido la misma reacción cuando le dieron la noticia de la muerte de su madre con una llamada telefónica de Sue (sin Carl), de Warrington, porque Gary estaba «demasiado disgustado» para hablar. «Lo siento, cariño», dijo Sue, con la voz ronca de porros. Pareció decirlo en serio, pareció sentir más lo de mamá al cabo de un par de días de conocerla que su hermana Linda después de toda una infancia juntas.

Reggie deseaba tener una hermana, alguien que hubiese conocido y querido a su madre como ella, para no tener que mantener vivo su recuerdo sola. Estaban Mary, Trish y Jean, pero en ese último año habían seguido adelante, convirtiendo a mamá en un triste recuerdo, en alguien que ya no era una persona real. Billy no le servía de nada, Billy solo se preocupaba de Billy. Cuando ella muriese, sería el fin de mamá. Y cuando Reggie muriese sería el fin de Reggie, por supuesto. Quería tener una docena de hijos, y así, cuando se fuera, podrían reunirse todos y hablar de ella («¿Os acordáis de aquella vez que…?»), y ninguno de ellos tendría la sensación de que lo habían dejado solo en el mundo.

Le había preguntado a la doctora Hunter si quería tener más hijos, un hermano o una hermana para el bebé, y había puesto una cara rara y contestado «¿Otro bebé?», como si fuera una idea descabellada. Y Reggie entendió por qué. Ese bebé lo era todo, era emperador del mundo, era el mundo en sí.

Reggie visitaba la tumba de su madre todas las semanas y hablaba con ella, y cuando volvía a casa de su peregrinaje, se detenía en la iglesia católica y encendía una vela. Reggie no creía en ninguna de esas estratagemas, pero sí creía que había que mantener vivos a los muertos. Ahora tendría más velas que encender.

Sabía que estaba mal, pero se sentía más afectada por la muerte del perro que por la de su dueña. Acarició las orejas de
Banjo
y le cerró los ojos apagados. El tipo muerto de la noche anterior, el soldado, tenía los ojos entreabiertos, pero ella no se los había cerrado. No había tenido tiempo para esa clase de sutilezas. El policía asiático se equivocaba, todo el mundo estaba muerto. Era como una maldición. Era como estar en alguna película de terror.
Carrie
. Toda aquella gente del tren, quizá debería llevarlos también a ellos en su conciencia.

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