—Se nos olvidaba decirte —comentó riendo al ver el espanto en su cara— que no vayas a la policía a hablarles de esta pequeña visita, ¿o a que no adivinas qué? —Formó una pistola con el índice y el pulgar y la apuntó con ella. Luego se fue otra vez.
Reggie se sorprendió a sí misma vomitando de repente las tostadas en la taza del váter. Tardó un rato en dejar de temblar; se sentía como si estuviera a punto de coger la gripe, pero supuso que debía de ser el pánico.
Bajó dando traspiés por la escalera del edificio, empapada en un sudor frío y con el corazón desbocado. Se abrió paso de vuelta a la tienda del señor Hussain.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó el señor Hussain.
—Aún me estoy buscando —murmuró ella.
Era un chiste muy malo, de Billy cuando era pequeño. Ni siquiera entonces era divertido. ¿Debería contarle lo ocurrido al señor Hussain? ¿Qué pasaría? ¿Le prepararía una taza de té con azúcar en la trastienda y luego llamaría a la policía, y los hombres volverían para pegarle un tiro con una pistola imaginaria? ¿La matarían con palabras? Tenían toda la pinta de tener pistolas de verdad. Eran exactamente iguales que Billy.
—Tengo que irme pitando, señor H. Voy a perder el autobús.
Ojalá tuviese a
Sadie
con ella, pensó al dirigirse lo más rápido que pudo hacia la parada del autobús. La gente se lo pensaba dos veces antes de meterse contigo si llevabas un perro grande a tu lado.
—Cuando saco a pasear a
Sadie
, es como si se produjera la separación de las aguas del mar Rojo —había comentado una vez la doctora Hunter acariciándole las orejas—. Siempre me siento segura con ella.
¿Necesitaba sentirse segura la doctora Hunter? ¿Por qué? ¿Tendría algo que ver con la historia de su vida?
¿De verdad la andaban buscando a ella? ¿Habían cometido un error de género («un tío llamado Reggie»)? ¿Por qué? No había hecho nada, aparte de ser la hermana de Billy. Quizá con eso bastaba. Trató de llamar a su hermano y le salió el mensaje de «el número al que llama no está disponible». Marcó el número de la doctora Hunter, pero sonó y sonó sin que nadie respondiera. «Tas muerto.» Escrito así parecía no referirse a ella. De todas formas, ya tenía muertos suficientes, no necesitaba más.
Lo raro era que, al hablar con el señor Hunter por teléfono, había oído a
Sadie
ladrar al fondo. Cuando no estaba en el trabajo, la doctora se llevaba a
Sadie
a todas partes, ¿por qué iba a dejarla atrás?
—Su tía es alérgica.
—¿La tía Agnes?
—Sí.
—¿No puede la doctora darle algo para eso? ¿Antihistamínicos o algo así? ¿Por qué no contesta al teléfono, señor Hunter?
—Deja en paz a Jo, Reggie. Está pasando por un mal momento. Ya es suficiente con que el pasado vuelva a acosarla, no necesita que tú andes persiguiéndola, ¿vale?
—Pero…
—¿Sabes qué, Reggie? —dijo el señor Hunter.
—¿Qué?
—Déjalo estar de una vez. Ahora mismo tengo muchas cosas en la cabeza.
—Yo también, señor H. Yo también.
Tiempo atrás, mucho tiempo atrás, cuando el mundo era muchísimo más joven y Jackson también, se había hecho tatuar el grupo sanguíneo en el pecho. Era un truco de soldado, para que cuando te disparasen o te hicieran volar por los aires los médicos pudiesen atenderte con la mayor rapidez posible. Otros tipos con los que estaba en el ejército habían ampliado sus colecciones de grabados cutáneos añadiendo mujeres, bulldogs, banderas de Gran Bretaña y sí, cómo no, la palabra «Madre», pero él nunca había sido fan del arte del tatuaje, y hasta le había prometido a su hija mil libras en efectivo si conseguía llegar a los veintiuno sin sentir la necesidad de decorarse la piel con una mariposa o un delfín o el carácter chino que significaba «felicidad». Él se había conformado con el práctico mensaje en minúsculas «grupo sanguíneo A positivo», hasta entonces poco más que un recuerdo azul y desvaído de otra vida. «A positivo», un grupo sanguíneo bastante corriente, compartido por más o menos el treinta y cinco por ciento de la población. Montones de donantes. Y por lo visto los había necesitado, pues le habían sustituido cada precioso y rojo mililitro gracias a una serie de hermanos y hermanas de sangre que habían impedido que fuera borrado de su propia vida.
—Pensábamos que la hemorragia estaba controlada, pero usted no paraba de sangrar. Nos llevó un par de intentos conseguirlo —le contó un médico risueño—. Soy el doctor Bruce, llámeme Mike —añadió, sentándose al pie de la cama de Jackson como si acabaran de conocerse en un bar.
Llámeme-Mike era demasiado joven para ser médico. Se preguntó si las enfermeras sabrían que un niño de la escuela primaria local andaba suelto por la planta.
—Usted solo sígale la corriente —le murmuró al oído la enfermera borrosa, ahora menos borrosa—. Se cree un adulto.
—Gracias —le dijo Jackson al médico.
—No hay de qué, compañero.
Un niño de primaria australiano.
El joven jefe de admisiones, «doctor Samms, llámeme-Charlie», se parecía a Harry Potter. Jackson no quería que lo tratara un médico que se parecía a Harry Potter, pero no estaba en condiciones de quejarse.
—Parece haberse dado un buen castañazo en la cabeza —dijo el niño-mago—. ¿Se había dado alguno antes?
—Es posible.
—No ha sido una gran idea —lo reprendió el niño-mago, como si golpearse la cabeza fuera algo para lo que uno se ofreciera voluntario.
—Todo está borroso —dijo.
Decididamente era su palabra favorita. Cuando su hija estaba aprendiendo a hablar, su primera palabra fue «gato». La usaba para todo (patos, leche, cochecito), para cualquier cosa de interés en su vida; todo era «gato». Un mundo de una sola palabra. Volvía la vida mucho más simple, tenía que llamarla y decírselo. En cuanto consiguiera recordar el nombre de su hija. O, ya puestos, su propio nombre.
Durmió, y cuando se volvió a despertar había otra enfermera junto a su cama.
—¿Quién soy? —quiso saber Jackson. Sonaba a filósofo aficionado, pero no era una pregunta metafísica. En serio, ¿quién demonios era?
—Se llama Andrew Decker —contestó la enfermera.
—¿De verdad? —En algún lugar del pozo oscuro de sus recuerdos abandonados ese nombre le sonaba remotamente, y sin embargo le parecía que no tenía ninguna relación con él. No se sentía Andrew Decker, aunque la verdad era que no se sentía nadie—. ¿Cómo lo sabe?
—Llevaba la cartera en el bolsillo de la chaqueta —respondió la enfermera—. Contenía un permiso de conducir con su nombre y dirección. La policía está tratando de ponerse en contacto con alguien en esa dirección.
Su arteria ulnar había sido parcialmente cercenada, provocándole «una hemorragia profusa y rápida», según le dijo el doble de Potter. Su presión sanguínea cayó, sumiéndolo en un estado de shock. Se había quedado sin riego en el cerebro.
—¿Fatiga, falta de aliento, escalofríos? —preguntó el australiano Mike, el doctor errante. Tenía pinta de tomar más drogas que sus pacientes—. ¿Náuseas, confusión, desorientación, alucinaciones? ¿Sí?
—Estaba en un pasillo blanco.
—Suena un poco a cliché —intervino el niño-mago.
—No lo descarte hasta haberlo probado —le aconsejó Jackson.
—Quizá no recuerde nunca el accidente —explicó el doctor errante—. Es probable que nunca se vea transferido a su memoria a largo plazo. Pero se acordará prácticamente de todo lo demás. Al fin y al cabo, ya sabe que tiene una hija.
Alguien le había prestado los primeros auxilios, salvándole la vida en el lugar del accidente. Una persona más a la que nunca podría dar las gracias.
Entró una mujer policía, se sentó junto a la cama y esperó pacientemente a que concentrara la atención en ella. Alguien había acudido a la dirección que figuraba en su permiso de conducir y la gente que vivía allí no había oído hablar nunca de un tal Andrew Decker. Era un permiso viejo, no una tarjeta con foto; ¿quizá no lo había renovado al cambiar de dirección?
Jackson la miró con cara inexpresiva.
—No tengo ni idea.
—Bueno, aún es pronto —dijo la policía alegremente—. Tarde o temprano alguien vendrá a reclamarle.
Se hacía extraño estar en medio de las repercusiones de un desastre del que no tenía ningún recuerdo. No conseguía acordarse del accidente de tren, no conseguía acordarse de nada. Era una hoja de papel en blanco, un reloj sin manecillas. Deseó no haber sido tan parco en la información con que se había marcado. Junto al grupo sanguíneo debió haber añadido su nombre, rango y número de identificación.
—Hice castrar a mi gato —le dijo una enfermera—; hace que me sienta más tranquila.
—Me he muerto —le dijo a una nueva doctora.
—Brevemente —respondió ella quitándole importancia, como si uno tuviera que estar muerto mucho más rato para impresionarla. Era la doctora Foster, una mujer que no parecía querer que la llamaran por el nombre de pila.
—Pero técnicamente… —Se interrumpió, demasiado débil para seguir con el tema.
La doctora exhaló un suspiro, como si los pacientes siempre anduviesen discutiendo sobre si estaban vivos o muertos.
—Sí, técnicamente muerto —concedió—. Durante un lapso muy breve.
Él ya había estado allí en una vida anterior. ¿Cuántas semanas hacía?
—Dieciocho horas, en realidad —puntualizó la nueva doctora.
Había hecho un viaje de ida y vuelta al infierno (o a lo mejor de ida y vuelta al cielo) y le había llevado menos de un día. Impresionante. ¿Cuándo lo dejarían marcharse a casa?
—¿Qué tal cuando sepa dónde vive? —sugirió la doctora Foster.
—Me parece justo —respondió Jackson.
Durmió. Eso fue lo que hizo. Se convirtió en el durmiente, cual traviesa de tren. Durmió durante años. Cuando despertó, volvieron a contarle lo del accidente. Una enfermera le enseñó la primera plana de un periódico. «Carnicería», rezaba. No conseguía recordar qué significaba esa palabra. Y hablaba de un coche en la vía. A él le gustaban los coches. Era un hombre llamado Andrew Decker al que le gustaban los coches, pero que había viajado en tren con destino desconocido. Sin billete, sin teléfono, sin indicios de una vida. Sin nadie que hubiese advertido que se había ido y no había vuelto.
Y ahora ¿cuánto tiempo llevaba allí?
—Veinte horas —contestó la doctora Foster.
—He pensado que podría sacar a la perra a dar un paseo.
—¿A la perra?
—A
Sadie
.
El señor Hunter tenía la voz ronca. No se había afeitado y parecía cansado. («Por las mañanas es como un oso.») Olía a tabaco, pese a que supuestamente lo había dejado «hacía siglos». La cocina estaba hecha un desastre. Por lo visto, iba a dejarla esperando en el umbral, sin invitarla a entrar. Vio una botella medio vacía de whisky sobre la encimera.
—Ahora se aplican normas de soltero. —Soltó una risita—. Cuando el gato no está, el perro se divierte.
Sobre la gran mesa de la cocina había dos tazas vacías, una de ellas con una mancha de lápiz de labios en el borde, de coral pálido, que no era el color de la doctora Hunter. ¿Entraba eso también en las normas de soltero del señor Hunter?
—Como quien suele sacar a pasear a
Sadie
es la doctora —dijo Reggie—, he pensado que podría hacerlo yo mientras ella está visitando a su tía. A la tía Agnes.
El señor Hunter se frotó la barba de tres días como si no se acordara muy bien de quién era Reggie.
Sadie
no tenía el mismo problema, pues apareció junto al señor Hunter y meneó la cola al verla, aunque con menos entusiasmo del habitual.
—¿Ha hablado con la doctora desde la noche del miércoles, cuando se marchó?
—Sí, por supuesto.
—¿Cómo ha hablado con ella?
—¿Cómo? —El señor Hunter frunció el cejo—. Por teléfono, por supuesto.
—¿La ha llamado al móvil?
—Sí. A su móvil.
—Pues yo he estado llamando a la doctora Hunter, a su móvil y no me ha contestado.
—Supongo que está muy ocupada.
—¿Con la tía?
—Sí, con la tía.
—¿Con la tía Agnes? ¿En Hawes?
—Sí y sí. He hablado con ella, Reggie. Está bien. No quiere que la molesten.
—¿Ah, no?
—¿Qué te has hecho en la cabeza? —quiso saber el señor Hunter, cambiando de tema—. Tienes peor aspecto que yo.
Reggie se llevó una mano a la frente para palpar con delicadeza el moretón que se había hecho en la ducha.
—No miraba por dónde iba.
Sadie
soltó un gemido de impaciencia; había oído la palabra «paseo» varias frases atrás y seguía sin ocurrir nada.
—Seguramente no tiene tiempo para sacar a
Sadie
—insistió Reggie—, con la de cosas que tiene que hacer y todo eso.
El señor Hunter miró a la perra como si fuera a responder por él, y entonces se encogió de hombros.
—Ajá, bueno, vale, de acuerdo. —Un montón de palabras para contestar que sí, incluso para un tipo de Glasgow.
—¿Puede darme el teléfono de la tía de la doctora?
—No.
—¿Por qué no? —quiso saber ella.
—Porque su tía necesita paz y tranquilidad.
—¿Puedo dejar la bolsa?
—¿La bolsa? —repitió el señor Hunter como si no viera la enorme bolsa de Topshop que Reggie había arrastrado hasta allí.
Había cogido el autobús hasta el centro y sangrado su cuenta de Topshop. Huyó del piso de Gorgie con lo puesto (la ropa de la señorita MacDonald, por desgracia) y no pensaba volver a recoger sus cosas, que formaban un montón que apestaba a perro en el suelo de su habitación. De hecho, no pensaba volver a aquella casa para nada. Solo esperaba que no hubiesen profanado los libros y cuadernos de deberes para el examen de bachillerato.
En Topshop, había comprado dos pares de vaqueros, dos camisetas, dos jerséis, seis pares de bragas y calcetines, dos sujetadores, unas zapatillas de deporte, dos pijamas, un abrigo, una bufanda, un gorro y un par de guantes. («Nunca vayas menos vestida de lo necesario», solía comentar riendo la doctora Hunter cuando la veía ponerse capas y más capas de ropa de abrigo para irse a casa.) Jamás había comprado tanta ropa de una sola vez, excepto cuando ella y mamá trataron de cumplir con la descomunal lista de prendas de uniforme para la espantosa escuela pija. La visita a Topshop había sido como comprarse lo necesario para una canastilla o un ajuar, términos ambos encantadores y pasados de moda que marcaban el comienzo de una nueva vida. No era que ella tuviera muchas posibilidades de algo así.