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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Esperando noticias (27 page)

Y adoraba al bebé. Gabriel. Por supuesto: Gabriel, Gabrielle. Joanna Hunter le había puesto ese nombre al bebé por su madre muerta. Louise no lo había relacionado hasta entonces, probablemente porque ni Joanna Hunter ni Reggie Chase lo llamaban por su nombre. Para ambas era «el bebé». El único bebé, la luz del mundo.

«Chase y Hunter», la caza y el cazador; ¿de qué iba aquello? Sonaba a comedia mala de los años setenta sobre detectives aficionados. O «Hunter y Chase», como una inmobiliaria rural de lujo. Reggie. Regina. No había muchas chicas que se llamasen Regina.

—Encontré esto en el bolsillo del hombre —añadió la chica, tendiéndole con timidez una postal mugrienta.

—¿De qué hombre? —preguntó Louise, cogiendo a regañadientes la postal con el índice y el pulgar.

Como la mantita del bebé, la postal era un peligro biológico; con manchas de barro y sangre, y aspecto de que la hubiese pisoteado una manada de caballos.

—El hombre al que le salvé la vida.

Ah, ese hombre, pensó. El hombre imaginario. La postal era una imagen de algún sitio de Europa. Se esforzó por distinguirlo bajo la mugre.

—Brujas —aclaró la chica—. En Bélgica. Su nombre y dirección están al dorso. No lo he imaginado.

—No he dicho que lo hubieras hecho.

Le dio la vuelta a la postal y leyó el mensaje. Leyó el nombre y la dirección.

—Jackson Brodie —reveló amablemente la chica—. Aunque no sé si está vivo o muerto. Quizá usted podría echar un vistazo y averiguarlo, ¿no?

Louise le devolvió la postal y contestó:

—En este momento estoy muy ocupada.

No salió de la A1 para coger el cinturón. En lugar de ir hacia su casa, se desvió en Newcraighall y se dirigió al hospital, tan obediente como un perro al que el pastor llamara de vuelta.

Nada y después nada

No pensaba volver a Gorgie ni en broma, de modo que menos mal que tenía las llaves de casa de la señorita MacDonald. Musselburgh era en aquel momento el centro de atención de los medios de comunicación nacionales. No imaginaba que aquel par de aspirantes a Terminator anduviesen buscando «a un tío llamado Reggie» en la aburrida calle de la señorita MacDonald, en especial cuando aún estaba a rebosar de policías. Cuanto más tiempo transcurría desde la mañana, más improbable le parecía que los idiotas, rebautizados ahora como «Pelirrojo» y «Pelopaja», estuvieran buscándola realmente a ella. Andaban buscando a Billy. Debería haberles dado su dirección en Inch, pues era obvio que él les había dado la de ella. Debería devolverle el favor.

—¿Vives aquí? —preguntó la inspectora Monroe observando a través del parabrisas la casa de la señorita MacDonald.

—Sí —contestó—. Mi madre no está en este momento.

Una mentira y una verdad. Se compensaban una con otra y no alteraban el mundo. Le pareció mucho más simple no entrar en detalles.

La inspectora Monroe por lo menos la había escuchado, aunque saltara a la vista que no la creía, pero si Reggie hubiese añadido «Y, en un incidente que no tiene nada que ver, esta mañana dos hombres han destrozado mi piso y han amenazado con matarme; ah, sí, y me han dado un ejemplar de la
Ilíada
», en ese punto la inspectora Monroe probablemente se habría marchado a toda prisa del Starbucks. En realidad no tenía pinta de policía; bajo el abrigo de invierno iba vestida con vaqueros y sudadera, la misma ropa de paisano que usaba la doctora Hunter. Llevaba el pelo recogido en una coleta, y como no era lo bastante largo tenía que meterse todo el rato un mechón suelto por detrás de la oreja.

—Aún me lo estoy dejando crecer —dijo—. Me lo dejé muy corto, pero no me quedaba bien.

Mamá solía decir que las mujeres se sometían a drásticos cortes de pelo al final de relaciones que no salían bien. Las amigas de mamá aparecían cada dos por tres con la cabeza casi rapada, en cambio su madre sabía que su pelo era un atractivo que debía valorar. Sin embargo, estaba tan encandilada con Gary, que se lo habría cortado de habérselo pedido él. Habría hecho cualquier cosa con tal de conservar a Gary, aunque gran parte de su atractivo residiera simplemente en que no era el Hombre-que-vino-antes-de-él. Imagínate si él le hubiese dicho a mamá «Me encantaría verte con el pelo corto, Jackie». Le costaba poner palabras en boca de Gary, porque era muy parco con ellas. («Te expresas muy bien, Reggie», le había dicho una vez la doctora Hunter, y ella se lo había tomado como un gran cumplido. «Oh, nuestra Reggie habla por los codos», solía decir mamá.) Y su madre habría acudido entonces al peluquero (Philip, «un poco amanerado pero casado», según mamá) para decirle «Córtamelo, Philip, ya toca un cambio», y Philip le habría dejado una melenita muy corta, justo por debajo de las orejas o, mejor incluso, un corte drástico, como el de Kylie después del cáncer y, tachán, en ese momento mamá estaría revolviendo un estofado en la sartén en la cocina de Gorgie, pendiente del momento en que comenzara la serie
Eastenders
.

Reggie se preguntó si a la inspectora Monroe le habrían roto alguna vez el corazón. De alguna manera no parecía de esas.

Sadie
había supuesto un pequeño problema, pero al final la inspectora Monroe la había metido en el asiento de atrás de su coche (junto con la pesada bolsa de Topshop), desde donde la perra las había observado alejarse por George Street, mirándolas con tanta intensidad, que daba la impresión de que tratase de grabárselas en la retina. La inspectora no parecía la clase de persona a la que le gustaban los animales, pero de pronto soltó «Una vez tuve un gato», como si eso significara algo.

Reggie se sintió agradecida por la magdalena, porque estaba muerta de hambre; aparte de las pastillas de menta del señor Hussain y la barrita de Mars (en absoluto una dieta equilibrada), no había comido nada en todo el día, pues la tostada de la mañana había sido expelida antes de haberla digerido. Quería concentrarse en comer la magdalena, de manera que lo soltó todo muy rápido: el coche, el móvil, el retal de mantita verde musgo, los zapatos, el traje de chaqueta, la inverosimilitud general de la ausencia de la doctora Hunter, como si hubiesen descendido unos alienígenas para llevársela. Tuvo buen cuidado de no mencionarle el rapto de la señorita MacDonald a la inspectora Monroe.

Cuando llegó al final de su relato, la inspectora bostezó.

—Perdona —dijo—. Estoy muy cansada. He estado en pie toda la noche.

—¿En el accidente del tren? —aventuró.

—Sí.

—Yo también —dijo Reggie.

—¿De veras? —La inspectora la miró con recelo, como si después de todo, estuviese considerando meterla en la caja de los psicópatas fantasiosos.

—Le he hecho la reanimación cardiopulmonar a un hombre —explicó, metiéndose aún más hondo en la caja—. He tratado de salvarle la vida. —La tapa de la caja se cerró de golpe.

Era la primera vez que le mencionaba el hombre a alguien. Lo había llevado por ahí todo el día como un secreto y sentaba bien sacárselo de la cabeza y soltárselo al mundo, pese a que, una vez expresada, la idea resultara inverosímil. Los acontecimientos de la noche anterior parecían más y más irreales a medida que pasaban las horas, pero entonces recordó haber visto el cuerpo de la señorita MacDonald esa mañana y los sucesos de la noche anterior le parecieron menos irreales.

—¿Oh? —dijo la inspectora Monroe.

Lo cierto era que podría haber jugado la carta del secuestro alienígena, porque la inspectora no podría parecer ya más escéptica.

—¿Cómo te has hecho ese moretón? —había preguntado con la vista fija en su frente.

Se lo tapó con el flequillo y contestó:

—No es nada. No miraba por dónde iba.

—¿Seguro que eso es todo?

La inspectora parecía preocupada. Reggie supo qué estaba pensando, violencia doméstica, etcétera. No pensaba «resbaló en la ducha cuando la amenazaban dos idiotas».

—Se lo juro.

Podría haberle contado a la inspectora Monroe lo de Pelirrojo y Pelopaja, pero eso no iba a ayudar a que encontraran a la doctora Hunter (ni a su condición de psicópata fantasiosa, etcétera). Además, tal vez las amenazas eran reales («No vayas a la policía a hablar de esta pequeña visita, ¿o a que no adivinas qué?»). ¿Y si la estaban vigilando? ¿Y si la habían visto en Starbucks tomando café nada menos que con una inspectora jefe, nada de un humilde agente de uniforme? Jamás creerían que la cosa no tuviera que ver con ellos.

Llegaron ante la casa de la señorita MacDonald.

—Déjeme aquí, por favor —dijo.

Solo entonces la inspectora Monroe pareció dispuesta a creer que no mentía con respecto al accidente de tren.

—Oh, ya veo que ha sido casi en la puerta de tu casa —dijo.

—Bueno, casi.

—Bien, será mejor que me vaya —se despidió la inspectora—. Tengo cosas que hacer, ya sabes.

—Qué me va a contar —contestó Reggie.

Le hizo un ademán de despedida a la inspectora Monroe, que se alejó con el cejo fruncido, sin contestar al saludo.

Reggie levantó todo lo que pudo la reacia ventana de guillotina del dormitorio para dejar entrar un poco de aire fresco. Había hombres trabajando bajo luces de arco en la vía, acompañados por los traqueteos y chirridos constantes de la maquinaria pesada. Una grúa enorme estaba levantando un vagón de la vía. El vagón se mecía en el aire como un juguete. Una luna inmensa de color hueso ascendía en el cielo, arrojando su luz indiferente sobre la insólita escena de abajo.

Había demasiado ruido para dormir en la descuidada habitación de atrás, incluso con la ventana cerrada, y no estaba dispuesta a contemplar siquiera la posibilidad de dormir en la habitación de la señorita MacDonald, en la parte delantera, con su rancio olor a ropa sucia y medicinas a medio usar.

Se vio reflejada en el espejo del tocador. El moretón que tenía en la frente se le estaba volviendo negro.

Sadie
se había pasado la última hora rastreando el olor fantasmal de
Banjo
por toda la casa, pero ahora estaba tendida con abatimiento en la sala de estar. Supuso que cuando alguien se iba, a su mascota debía de parecerle que simplemente había desaparecido de la faz de la tierra. Un instante estaban allí, y al siguiente ya no estaban. La doctora Hunter decía que
Sadie
tenía suerte de no saber que un día moriría, pero Reggie contestaba que ella quería saber cuándo iba a morir, porque así podría evitarlo. Nadie podía evitar la muerte, por supuesto, pero sí podía evitarse una muerte prematura a manos de idiotas. («No siempre», según la doctora Hunter.)

Buscando en los armarios vacíos de la cocina de la señorita MacDonald dio con medio paquete de galletitas Ritz reblandecidas, pero consiguió el premio gordo al encontrar el envase familiar de barquillos Tunnock al caramelo que la maestra guardaba para las cenas de su alumna. Compartió las galletitas Ritz con
Sadie
y se comió un barquillo de caramelo.

¿Buscaría realmente la inspectora Monroe a la doctora Hunter? De algún modo, lo dudaba. ¿Por qué habría ido el martes a casa de la doctora?

—Oh, por nada del otro mundo —había contestado—. Tenía que ver con un paciente.

Era buena mintiendo, pero Reggie también. Hacía falta un mentiroso para pillar a otro.

Nada del otro mundo. Esto y aquello. Por aquí y por allá. Desde luego, la gente de su entorno se mostraba muy evasiva.

Decidió dormir en el sofá.
Sadie
se encaramó a una butaca y dio vueltas y vueltas hasta quedar satisfecha y entonces se instaló con un enorme suspiro, como si se liberara de todo el peso de la jornada. El sofá en el que Reggie dormía todavía tenía la leve huella del cuerpo de
Banjo
, pero eso le supuso una especie de consuelo. Había sido un día increíblemente difícil. Corrían malos tiempos, no cabía duda.

En algún momento de la noche,
Sadie
bajó de la butaca y se unió a ella en el sofá. Supuso que la perra también necesitaba consuelo. La rodeó con el brazo y escuchó los fuertes latidos del corazón en su amplio pecho. No olía a mucho más que a perro. Nunca se le había ocurrido, pero
Sadie
solía oler al perfume de la doctora Hunter. La doctora debía de pasar mucho tiempo abrazándola para que fuera así. Si la doctora Hunter estuviera bien, habría llamado por teléfono, si no para hablar con ella, sí al menos con
Sadie
(«Hola, cachorrita mía, ¿cómo está hoy mi preciosa?»).

¿Dónde estaba la doctora Hunter?
Elle revient
. Pero ¿y si no lo hacía?

¿Por qué se había quitado la doctora Hunter los zapatos y desaparecido dejando atrás su vida? Había muchas preguntas y ninguna respuesta. Alguien tenía que salir en busca de la doctora Hunter, a darle caza. Ja.

«Ad lucem»

Jackson sintió una punzada de algo que se parecía mucho a la soledad. Deseó que alguien conocido supiera que estaba allí. Josie, por ejemplo. (Cualquier esposa en una tormenta.) No, Josie no («Pero bueno, ¿qué has hecho ahora, Jackson?»). Julia, quizá. Ella se mostraría comprensiva («Oh, cariñito»), pero, probablemente, no de forma que lo hiciera sentirse mejor.

—¿Qué hora es?

—Las seis en punto —contestó la enfermera Borrosa. («En realidad me llamo Marian.»)

—¿De la mañana?

—No.

—¿De la tarde?

—Sí.

Tenía que comprobarlo, por si había otro momento del día en que pudieran ser las seis en punto. Todo lo demás estaba patas arriba, por qué no iba a estarlo también el tiempo.

—¿Puedo usar el teléfono?

—No. Va a descansar aunque sea lo último que haga —respondió la enfermera.

Era irlandesa. Establecido este extremo, le recordaba a su madre.

—Si es su mujer lo que le preocupa, estoy segura de que conseguiremos ponernos en contacto con ella mañana. Siempre hay mucha confusión en las horas posteriores a un accidente, así son las cosas.

—Ya lo sé. Antes era policía —dijo.

—No me diga. Entonces haga lo que le dicen y vuelva a dormirse.

Jackson se preguntó cuándo aparecería la gratitud. Todo eso de «he estado a punto de morir, pero me han dado una segunda oportunidad». ¿No era lo que supuestamente se debía sentir tras una experiencia de muerte inminente? El miedo se disipaba de pronto, la determinación de sacarle el mayor partido a cada día a partir de entonces. Un nuevo Jackson que salía de la cáscara del viejo y renacía para disfrutar lo que le quedara de vida. No experimentaba nada de eso. Se sentía dolorido y cansado.

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