—¿Va a quedarse ahí de pie, mirándome con esa cara hasta que me quede dormido?
—Sí —contestó la enfermera Borrosa. La enfermera Marian Borrosa.
Despertó cuando algo le rozó la mejilla, el ala de una mariposa, o un beso. Más probablemente un beso que el ala de una mariposa.
—Hola, forastero —dijo una voz familiar.
—Borrosa —musitó.
Abrió los ojos y allí estaba ella. Por supuesto. Experimentó un instante de claridad sobrenatural. Estaba con la mujer equivocada. Había estado siguiendo el camino equivocado. Aquel era el camino correcto. La mujer correcta.
—Hola, tú —dijo. Llevaba décadas mudo y ahora, de repente, se le había dado una voz—. Estaba pensando en ti, solo que no lo sabía.
Los ojos de ella eran lagunas negras de agotamiento. Estaba más guapa de lo que la recordaba. Ella le puso un dedo en los labios.
—Chist —dijo—. Me temo que has dado en el blanco y que eso de «borrosa» me describe bastante bien. —Se echó a reír.
Él no supo si la había visto reír alguna vez.
De pronto, todas las piezas encajaron en su sitio.
—Te quiero —dijo Jackson.
Gracias a Dios, no había nadie sentado a la mesa a la hora de cenar cuando llegó. Vio una nota de Patrick, apoyada contra un ramo de azucenas de invernadero que esa mañana no estaban allí. Detestaba las azucenas. Estaba segura de que su perfume se había obtenido especialmente para enmascarar el olor a carne en descomposición, y por eso aparecían siempre en los funerales. «Cenaremos algo antes en Lazio. Únete a nosotros si llegas a tiempo.» «Antes», decía. ¿Antes de qué?
La idea de volver a comer y beber con Bridget y Tim bastaba para hacerla vomitar. Además, ya había cenado. Desde el hospital, había ido derecha a un McDonald's de los que servían en el coche y pedido Happy Meals para los Needler. Los niños ya no podían ir a hamburgueserías, eran sitios demasiado públicos. Habían cenado ante el televisor, viendo el DVD de
Shrek tres
. Louise había picado unas cuantas patatas fritas. Llevaba varios días sin poder comer carne; no podía con la idea de meter carne muerta dentro de su carne viva.
—Happy Meal, la comida feliz —dijo Alison con su sonrisa tensa que no era sonrisa en absoluto—. No hemos tenido muchas.
—¿No tiene una casa a la que volver? —preguntó Alison a media película.
—Bueno… —dijo Louise, percatándose de que en realidad no era la respuesta adecuada.
Se dio cuenta de que se había dejado el permiso de conducir de Decker en el hospital. Había pensado llevárselo. Le pareció que era una prueba, aunque no sabía exactamente de qué.
Por supuesto que había olvidado el permiso de conducir, se había olvidado de todo. Incluso de sí misma durante unos instantes.
Había enseñado la placa y entrado en las salas. Aquella placa te daba acceso a todas partes. Tendrían que arrancársela de las manos cuando dejara el cuerpo de policía. Entonces había recorrido las salas llenas de supervivientes del accidente de tren hasta encontrarlo.
No estaba muerto, aunque se lo veía muy maltrecho. Un médico australiano con el que habló le dijo que no estaba tan mal como parecía. Louise le acarició el dorso de la mano; tenía un moretón negro donde le entraba la vía intravenosa. El médico explicó que había estado «fuera de cómputo» (una expresión médica, al parecer), pero que ahora estaba bien.
Se quedó un rato haciéndole compañía.
Cuando se levantó para marcharse, se inclinó para besarlo en la mejilla, y él abrió los ojos como si la hubiese estado esperando. Lo saludó con un «Hola, forastero» y él le dijo «Te quiero», y Louise se sintió completamente desorientada, como si le hubiesen hecho dar vueltas y vueltas en una danza tradicional escocesa para luego soltarla de pronto y hacerla trastabillar por la pista de baile. Trataba de encontrar la respuesta adecuada a esa declaración cuando la enfermera irlandesa irrumpió en la habitación y dijo «No para de preguntar por su mujer, no tendrá idea de cómo podemos contactar con ella, ¿no, inspectora?», y el hechizo se rompió.
Cuando Reggie le había enseñado la postal de Brujas y había dicho «No sé si está vivo o muerto», su corazón se había encogido de miedo un instante, como le habría pasado al recibir malas noticias sobre Archie. Y en ese microsegundo que dejó de latir, se le ocurrió que no habría reaccionado de la misma manera de haberse tratado de Patrick. Había cometido un terrible error. Se había casado con el hombre equivocado. No, no, en realidad se había casado con el hombre adecuado, solo que ella era la mujer equivocada.
—Acabamos de identificarlo —dijo la enfermera—. Pensábamos que se llamaba Andrew Decker.
—¿Cómo ha dicho?
Encontró a Sandy Mathieson cubriendo el turno de noche.
—He hecho un cambio para poder ir al fútbol de mi pequeño.
—El permiso de conducir de Decker apareció en la escena del accidente de tren. Así que es de suponer que está por la zona. De lo contrario, no veo cómo puede haber ido a parar ahí. Haz que alguien emita una alerta general para su búsqueda.
—De todos los bares en todas las ciudades del mundo, etcétera, resumiendo, que parece demasiada coincidencia —contestó Sandy—. ¿Crees que iba en busca de Joanna Hunter? ¿Para acabar el trabajo que empezó hace treinta años? Pero eso solo pasa en las series policíacas en televisión, no en la vida real, ¿no?
—Bueno, si era así, no ha tenido suerte —respondió Louise—. Ella está en Inglaterra, creo. O eso espero.
Porque si no estaba allí, ¿dónde estaba? «La han raptado», había dicho la chica. ¿Y si tenía razón? ¿Y si a Joanna Hunter le había pasado algo? Algo malo. Otra vez. No, se le había contagiado la paranoia de aquella chica. Joanna Hunter estaba con su tía anciana y enferma. Fin de la historia.
—McLellen ha dejado cosas para ti en tu escritorio —dijo Sandy—. Copias de la documentación de como se llame.
—¿Neil Hunter?
—Eso creo.
Comprobó los mensajes telefónicos después de leer la nota. «Vamos de camino al teatro», le informó la voz grabada de Patrick. De modo que a eso se refería con el «antes». Estaba segura de que el amable tono irlandés de la voz de su marido debía de resultar tranquilizador cuando estaba a punto de abrirte en canal en la mesa de operaciones. Mi marido. Esas palabras eran como piedras en su boca, un nombre y un adjetivo que pertenecían a alguna otra, no a Louise. Continuamente la asombraba la facilidad con que Patrick decía «mi esposa». Había tenido años de práctica, por supuesto. ¿Cómo se sentía su otra esposa? La que estaba encerrada en una caja de madera bajo tierra, en el cementerio de Grange. Al cabo de diez años debía de ser un esqueleto. Su accidente de coche había tenido lugar en Nochebuena; la novia de Mistletoe.
«Ha estado preguntando por su mujer.» Jackson no solo se las había apañado para que lo confundieran con un psicópata asesino, sino que el cabrón también se había casado.
«Primero tomaremos una copa en el bar —proseguía el mensaje de Patrick—. Si no has aparecido cuando entremos, te dejaré la entrada en taquilla. Hasta pronto, no trabajes demasiado, te quiero.» ¿El teatro? Nadie había mencionado el teatro. ¿O sí? A lo mejor habían hablado de ello en la mesa del desayuno, después de que ella desconectase cuando Tim revelaba sus trucos para injertar rosas («Utiliza toda la hoja del cuchillo, pues un corte insuficiente siempre tiene como resultado un mal injerto»).
Miró el reloj; las nueve y media. Ya era tardísimo para el teatro. Además, ni siquiera le decía qué teatro. ¿El Lyceum? ¿El King's? Se suponía que debería saberlo, claro. Comprobó el segundo mensaje, dejado poco después del primero. «Después vamos al Bennet's Bar, ve para allá si puedes.» Antes, después; desde luego, tenía muchas ganas de que se uniera a ellos. El Bennet's Bar significaba probablemente que habían ido al King's. Podía llegar si lo intentaba.
No lo intentó. Abrió en cambio una botella de burdeos que había sobre la encimera de la cocina y se la llevó a la sala de estar, donde se lo sirvió en una de las copas de Patrick y Samantha, se instaló en el sofá con los pies encima y pescó una reposición de un antiguo episodio de
CSI
en el canal Living TV. Sintió que sus huesos empezaban a exudar poco a poco la jornada. Era como estar soltera otra vez. Le gustó.
En
CSI
, Stokes estaba a punto de que lo enterrasen vivo. Louise sacó el resto del helado del congelador y hundió la cuchara en el envase. Ni siquiera le gustaba el helado, pero al menos no contaba, puesto que iba derecho a su estómago del postre (gracias, doctora Hunter). Vino tinto y Cherry Garcia, una combinación temeraria como pocas. Ya sentía los comienzos de la borrachera.
Grissom estaba blandiendo su placa y gritándole a alguien «Laboratorio Criminalista de Las Vegas». Todo lo que Louise había encontrado en su escritorio eran copias de pólizas de seguros, ni cuentas ni nada que tuviese que ver con Neil Hunter. Le gustaba la forma de caminar de Grissom, como un oso que llevase un pañal.
—Echémosles un vistazo a los hechos —le dijo a Grissom—. Neil Hunter tiene pólizas de seguros, no solo de sus negocios, sino también de su mujer, por la friolera de medio millón.
(No estaba mal, lo único que Patrick tenía era un pedazo de carbono reluciente que cobrar por otra esposa.) Medio millón haría mucho por amortiguar los problemas de Neil Hunter. Ya sospechaban que había destruido una propiedad por dinero, ¿y si era capaz de deshacerse de su mujer por el mismo motivo? Pero necesitaría un cuerpo que intercambiar por la póliza, ¿no? Y un cuerpo era sin duda lo que no tenía. Porque Joanna Hunter estaba con una tía enferma, se recordó. No había nada sospechoso, a excepción de los nervios alterados de Neil Hunter y una muchacha empeñada en imaginar cosas.
La última vez que vio a Joanna Hunter, dijo Reggie, llevaba un traje de chaqueta negro, camiseta blanca y zapatos de salón, el uniforme, en distintos grados de chic, de la mujer profesional en el mundo entero. El atuendo de la propia Louise. Hermanas bajo el traje. Joanna Hunter aún llevaba el suyo, según Reggie. ¿Por qué no se habría cambiado? Hasta qué punto podía suponer una tía anciana una emergencia médica como para no ponerse algo cómodo e informal para conducir. Llegó a casa desde el trabajo, despidió a Reggie en el umbral; después fue al piso de arriba, donde llegó a quitarse los zapatos y las medias, y luego, ¿qué?
El sospechoso con que Grissom estaba hablando se hizo volar de pronto por los aires.
Aquel episodio de
CSI
tenía dos partes y la primera acababa con una situación límite: Stokes seguía enterrado vivo y se estaba quedando sin aire. Louise se sirvió otra copa de vino, del color de la sangre coagulada.
Despertó un par de horas después, cuando volvieron los que habían ido al teatro. Irrumpieron con estrépito en la sala de estar y ella volvió a cerrar los ojos y fingió que dormía.
—Está dormida —dijo Patrick sin bajar la voz.
Oyó el tintineo de la copa contra la botella de burdeos cuando él las cogió de la alfombra. Se preguntó si le daría un beso, o si la taparía con una manta, o si la despertaría quizá y la convencería de que fuese a la cama, pero lo único que oyó fue la puerta al cerrarse y las pesadas pisadas de Bridget en la escalera.
Por supuesto, la respuesta correcta era «Yo también te quiero», y había estado a punto de decírselo a Jackson.
Y luego, nada. El tiempo se había perdido para siempre en algún terrible y oscuro abismo del cerebro de Joanna al que esta no quería descender nunca más. Supuso que ese tiempo perdido lo habían llenado de sobra las decenas de personas, si no centenares, con tareas que hacer: gente que le pedía que describiera los acontecimientos, que le enseñaba fotografías, que le dibujaba cosas. Una pregunta tras otra, hurgando con implacable gentileza en una herida abierta.
Lo primero que recordó después fue haberse despertado una mañana, sola en una cama extraña, en una habitación extraña, convencida de que todo el mundo estaba muerto. La luz que entraba a través de las cortinas era rara, brillante y sobrenatural, y solo cuando Martina entró en la habitación, las descorrió y dijo: «Hola, cariño. Mira, ha nevado, ¿no es precioso?», Joanna comprendió que todo el mundo estaba vivo menos la gente que más le importaba.
Y era invierno. «En lo más crudo del invierno.»
—¿Por qué no bajas y desayunas algo conmigo? —preguntó Martina con una sonrisa—. ¿Unos copos de avena? ¿O huevos? ¿Te gustan los huevos, cariño?
Así pues, Joanna se había levantado obedientemente de la cama y había permitido que comenzara el resto de su vida.
Martina se había criado en Surrey, pero su madre era sueca, de un pueblecito cerca de la frontera con Finlandia, y Martina llevaba la melancolía norteña en la sangre. Luchaba contra ella lo mejor que podía, pero mientras que la sonrisa con las comisuras hacia abajo de la madre de Joanna había indicado felicidad, la alegre sonrisa de Martina significaba muchas veces lo contrario. Martina la poetisa. («Zorra-hijadeputa-fulana-poetisa.») Martina, con su cabello liso y rubio y sus facciones anchas, con su carga de penitencia. Martina, que ansiaba tener un hijo propio y a la que el gran Howard Mason había convencido de abortar dos veces. «Mi musa escandinava», la llamaba él, pero en un tono que no era amable.
Ahora ya no quedaba nada de Martina. Su único volumen de poemas editados por Faber,
Sacrificio sangriento
, se había olvidado hacía mucho («Los fantasmas en la mesa, sus pálidos rostros iluminan nuestro festín. / No permitiremos que apaguen nuestra luz. No, jamás»). Hasta mucho tiempo después Joanna no comprendió que los poemas hablaban de su propia familia perdida. Durante años, conservó un ejemplar con muchas páginas con la esquina superior doblada, pero en algún momento había desaparecido, como suele pasar. Escrito en agua. Martina se había acostado con dos botellas, una de somníferos y otra de brandy.
Detuvieron al hombre el mes siguiente a los asesinatos. Era joven, aún no había cumplido los veinte, se llamaba Andrew Decker y era aprendiz de delineante. Martina lo llamaba «el hombre malo», y cuando ella tenía uno de sus repentinos ataques de histeria, la abrazaba y murmuraba contra su cabello: «El hombre malo está encerrado para siempre, cariño». Resultó que para siempre no, solo durante treinta años.
Decker fue juzgado la primavera siguiente y se declaró culpable. «Al menos ella se librará de comparecer en el juicio», le dijo su padre a Martina. Joanna siempre fue «ella» para su padre; no lo decía con malicia, era solo que parecía resultarle difícil pronunciar su nombre. Para él había sido la menos favorita de los tres, y ahora que era la única seguía sin ser su favorita.