Esperando noticias (20 page)

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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

—¿Soy una adolescente problemática o un ángel de la muerte? —le dijo al perro muerto—. Es como para preguntárselo.

¿Estaría el hombre muerto también? Quizá en lugar de salvarlo lo había matado, solo con estar cerca de él. El suyo no era el aliento de la vida sino el beso de la muerte.

Era el segundo hombre con que se había topado tras deslizarse y caer a medias por el terraplén lleno de barro. El primero fue el soldado. Lo iluminó con la linterna y siguió adelante. Supuso que más tarde tendría tiempo de sobra para pensar cómo había sabido que estaba muerto. El haz de la linterna era fino y vacilante. «Ilumina a la altura de los muslos, no de los ojos.» Mamá había trabajado una vez de acomodadora en el Dominion, pero la echaron al cabo de dos semanas por comer helados sin pagarlos.

El segundo hombre tenía pulso, bastante débil, pero un pulso era un pulso. Tenía el brazo hecho un desastre, sangraba por una arteria y, a falta de otra cosa, Reggie se quitó la chaqueta, enrolló una manga y la utilizó como almohadilla para presionarla contra el brazo herido de la forma en que le había enseñado la doctora Hunter. Trató de gritar pidiendo ayuda, pero estaban en el fondo de una hondonada donde nadie podía verlos u oírlos. Las primeras sirenas habían empezado a ulular en la distancia.

Volvió a comprobar el pulso en el cuello del hombre y esta vez no logró encontrarlo. Tenía los dedos resbaladizos por la sangre de él, ¿se habría confundido? Empezó a invadirla el pánico. Pensó en Eliot, el muñeco para prácticas cardiorrespiratorias que la doctora Hunter había llevado a casa. Eliot no se parecía en nada al hombre cuya vida estaba repentina e inesperadamente en sus manos. No se le ocurría cómo insuflarle aire en la boca —no digamos ya cómo hacer las compresiones cardíacas— sin dejar de ejercer presión sobre la arteria que sangraba. Era como una partida de Twister de pesadilla. Pensó en el camarero español tratando de insuflar vida en los pulmones de su madre. ¿Había tenido la misma sensación de desesperación? ¿Y si lo hubiese intentado un poco más, y si su madre no hubiese estado muerta sino en una suspensión acuática, a la espera de que la devolvieran a la vida? Pensar en eso le dio nuevas fuerzas e hincó una rodilla en la improvisada almohadilla para hacer presión sobre el brazo, tendiéndose luego sobre el cuerpo del hombre como una araña grande y torpe. Si de verdad lo intentaba, podía conseguirlo.

—Aguanta —le dijo—. Por favor. Hazlo por mí si no por ti.

Inspiró tan profundamente como pudo y le hizo el boca a boca. Sabía a patatas con queso y cebolla.

Reggie cogió el autobús para ir de casa de la señorita MacDonald a la suya. Antes de marcharse, había envuelto el cuerpo de
Banjo
en un viejo cardigan de la señorita MacDonald y cavado un agujero para él en los arriates de flores. Un paquetito de huesos. El jardín de atrás de la señorita MacDonald parecía el Somme después de la batalla, y fue horrible tener que dejar el cuerpecito en aquel agujero hostil y lleno de barro. «Nada y después nada», como habrían dicho Hemingway y la señorita MacDonald. Las primeras cosas siempre eran agradables, las últimas no tanto. Como habría dicho Reggie.

También llovía cuando enterraron a mamá, cuando la dejaron en su propio agujero lleno de barro. Hubo bastantes dolientes ante la tumba: Billy, Gary, Sue y Carl, de Warrington (un detalle por su parte, considerando que apenas la conocían), un par de colegas motociclistas de Gary, unos cuantos vecinos, Mary, Trish y Jean, por supuesto, numerosos compañeros del supermercado, con el mismísimo director con traje y corbata negros, aunque el mes anterior hubiese amenazado a mamá con despedirla por «incumplir el horario de forma persistente». Hasta el Hombre-que-vino-antes-de-Gary hizo acto de presencia, acechando en el recinto del cementerio. Billy le hizo un gesto obsceno, haciendo que al párroco se le trabara la lengua en el salmo.

—El número de asistentes no ha estado mal —comentó Carl como si fuera alguna clase de inspector profesional de actos fúnebres.

—Pobre Jackie —dijo Sue.

Antes, en la iglesia, habían cantado
Permanece a mi lado
, un himno elegido por Reggie; el motivo había sido que mamá siempre lloraba al oírlo, porque lo habían entonado en el funeral de su propia madre. Reggie había organizado el oficio fúnebre con la ayuda de Mary, Trish y Jean. Su madre no iba a la iglesia, así que no era fácil saber qué le habría gustado.

—Bueno, incubada, emparejada y despachada en el seno de la Iglesia, como la mayoría de nosotros —comentó Trish como si dijera algo sensato.

—Tiene que haber algo más allá, si te pones a pensarlo —añadió Jean.

Reggie no veía por qué tenía que haber algo.

—Todos estamos solos —le había dicho una vez la doctora—. Solos y a la deriva en el vasto infinito del espacio. —(¿Estaría pensando en
Laika
?)

—Pero nosotras nos tenemos la una a la otra, doctora H. —contestó Reggie.

Y la doctora Hunter había dicho:

—Así es, Reggie. Nos tenemos la una a la otra.

En el autobús, bastante gente la miró raro por la forma en que iba vestida, y un par de niñas del piso de arriba, que no debían de tener más de doce años, todas brillo de labios con sabor a frutas y secretitos aburridos, se burlaron abiertamente de su ropa. Tuvo ganas de decirles que probaran a hurgar en el guardarropa de una ex maestra cincuentona y convertida a una secta y encontrar algo que ponerse sin hacer el ridículo. Como no le quedaba más remedio, había elegido las prendas más anodinas de la señorita MacDonald que pudo encontrar: un jersey de viscosa color crema, un anorak de nailon granate y unos pantalones negros de poliéster enrollados unas cien veces en el talle y sujetos con un cinturón. Por lo visto, la señorita MacDonald no tenía (no había tenido) una sola prenda que no fuera de fibra sintética. Solo cuando se puso su ropa, comprendió hasta qué punto había sido alta y robusta antes de que se encogiera tanto que las prendas le caían sueltas como si no fuera más que una percha.

«Es una mujer de huesos grandes», había comentado mamá cuando conoció a la señorita MacDonald en una velada para padres. Se acordó de ella, incómoda y fuera de lugar en la espantosa escuela pija, con la señorita MacDonald parloteando sobre Esquilo como si mamá tuviese la más remota idea de quién era. Ahora las dos estaban muertas (por no mencionar a Esquilo). Todo el mundo estaba muerto.

No se puso la ropa interior de la señorita MacDonald: las enormes bragas y los cedidos sostenes grises habrían supuesto llevar la cosa demasiado lejos. Su propia ropa aún se estaba secando en un perchero en el baño de la señorita MacDonald, excepto la chaqueta, tan empapada por la sangre del hombre que ya no tenía remedio.

—«¡Fuera, mancha maldita!» —exclamó ante el contenedor de basura al tirar en él la chaqueta. Habían estudiado
Macbeth
para los exámenes de reválida—. «¿Quién habría dicho que el viejo tuviera tanta sangre?»

En realidad el hombre no era tan viejo. Solo lo bastante viejo para ser su padre. Se llamaba Jackson Brodie. Había tenido su sangre en las manos, sangre caliente en la fría noche. Había quedado empapada de su sangre.

Cuando lo estaban trasladando a la camilla, había buscado en el bolsillo de su chaqueta, confiando en encontrar alguna clase de identificación, y había sacado una postal con una imagen de Brujas, y al dorso, su dirección y una misiva: «Querido papá, Brujas es muy interesante, tiene un montón de edificios bonitos. Está lloviendo. He comido un montón de patatas y chocolate. ¡Te echo de menos! ¡Te quiero! Marlee XXX».

La postal seguía en su bolso, arrugada y manchada de barro y sangre. Ahora tenía dos postales, con sus alegres mensajes teñidos de muerte. Supuso que debería darle a alguien la del hombre. Le gustaría devolvérsela a él. Si seguía vivo. El médico del helicóptero ambulancia le había dicho que lo llevaban al Royal Infirmary, pero cuando había llamado esa mañana no tenían constancia de ningún Jackson Brodie. Reggie se preguntó si eso significaría que había muerto.

Adán yace encadenado

Así pues no estaba muerto, todavía no. Aunque tampoco exactamente vivo, sino en algún misterioso sitio intermedio.

Siempre lo había imaginado, si es que lo había imaginado siquiera, como un sitio parecido al Hilton en el aeropuerto de Heathrow: un limbo anodino y beige en el que todo el mundo estaba de paso. De haber prestado más atención durante su infancia católica, quizá habría recordado las llamas purificadoras del Purgatorio. Ahora lo consumían todo el rato, un fuego sin fin, como si él fuera alguna clase de combustible que durase para siempre. Tampoco recordaba ninguna enseñanza que hiciera referencia al ruido continuo de estática en su cabeza, como el de una radio, y a la sensación de tener montones de ciempiés recorriéndole la piel y, más desagradable aún, a la de tener grandes cucarachas bailando claqué en su cerebro. Se preguntó qué otras sorpresas iba a ofrecerle aquel centro de reinserción de Dios.

No era justo, se dijo con irritación. «¿Quién ha dicho que la vida sea justa?», le había contestado su padre cientos de veces. Hasta él le había dicho eso mismo a su propia hija. («No es justo, papá.») Los padres eran unos cabrones miserables. Debería ser justo. Debería ser el paraíso.

La muerte, advirtió Jackson, lo había vuelto gruñón. No debería estar allí, debería estar con Niamh, dondequiera que fuese, en aquel sitio idílico por donde paseaban las chicas muertas, resucitadas y ensalzadas. Joder. Le dolía muchísimo la cabeza. No era justo.

De vez en cuando, iba gente a visitarlo. Su madre, su padre. Estaban todos muertos, de modo que Jackson sabía que él también tenía que estarlo. Sus siluetas tenían contornos borrosos, y si las miraba demasiado rato empezaban a temblar y se desvanecían. Suponía que él también tenía el contorno borroso.

El listado de muertos parecía lleno de elecciones al azar. Su antiguo profesor de geografía, un tipo hostil y apopléjico que tuvo un ataque fatal en la sala de profesores. La primera novia que Jackson había tenido, una chica simpática y franca llamada Angela, que murió de un aneurisma en brazos de su marido el día que cumplía treinta años. La señora Patterson, una antigua vecina que solía tomar el té y cotillear con su madre cuando él era pequeño. Llevaba décadas sin pensar en ella, hasta le habría costado ponerle nombre si no hubiese aparecido junto a su cabecera oliendo a alcanfor y con una vieja bolsa de la compra de piel sintética. La hermana de Julia, Amelia, acudió una vez (tan recalcitrante como siempre) a sentarse junto a su lecho. Se preguntó si su presencia significaba que había muerto en la mesa de operaciones. La mujer de rojo del tren apareció una tarde, claramente menos vivaz que la última vez que la vio. Los muertos eran legión. Deseó que dejaran de ir a verlo.

Estar muerto era agotador. Tenía más vida social que cuando estaba vivo. No era que conversaran gran cosa, pues lo máximo que les había sacado eran vagos murmullos, aunque Amelia había gritado de pronto, para su perplejidad, «¡Estoy harta!», y una mujer de mediana edad a la que no había visto nunca, se inclinó para susurrarle al oído si había visto a su perro. Su hermano no lo visitó nunca, y su hermana no volvió. Ella era la única persona a la que de verdad deseaba ver.

Lo despertó un pequeño terrier que ladraba a los pies de su cama. Supo que en realidad no estaba despierto, al menos según cualquier definición anterior del término.

Ya tenía suficiente. Iba a largarse de aquel manicomio, aunque eso le costara la vida. Abrió los ojos.

—Vaya, ¿está otra vez con nosotros? —preguntó una voz de mujer.

Alguien apareció en su ángulo de visión y volvió a salir de él. Alguien de contornos borrosos.

—Borroso —dijo Jackson. Tal vez solo lo dijo mentalmente. Estaba en el hospital. La persona borrosa era una enfermera. Estaba vivo. Al parecer.

—Hola, soldado —dijo la enfermera.

Forajida

¿Qué hacían levantados a aquella hora intempestiva? Los cuatro estaban otra vez sentados a la mesa, en esa ocasión desayunando juntos. Patrick había preparado tostadas al estilo francés, servidas con nata fresca y frambuesas fuera de temporada, y espolvoreado los platos Wedgwood con azúcar glas, como si estuvieran en un restaurante. Las frambuesas habían llegado en avión desde México.

Bridget y Tim habían dormido de un tirón, pero Louise había pasado horas en el lugar del accidente de tren. Se sentía como si no le quedara sangre en las venas. Sin embargo, Patrick, que había operado toda la noche a las víctimas que le llevaban en camilla una tras otra, estaba tan alegre como siempre. El señor Todo Puede Recomponerse.

Louise se sirvió una taza de café y contempló las frambuesas rojas sobre el plato blanco, gotas de sangre en la nieve. Un cuento de hadas. Se sentía mareada de puro cansancio. Estaba atrapada en una pesadilla, era como en aquella película de Buñuel en que todos se sientan a comer pero nunca consiguen comida, solo que en ese caso se veía constantemente enfrentada a comida que no era capaz de ingerir.

Antaño, Bridget había sido encargada de compras de ropa de moda para una cadena de grandes almacenes, aunque, mirándola, nadie lo diría. Llevaba un agresivo traje con chaleco, que seguramente sería muy caro, pero que tenía la clase de estampado que se conseguiría si se cortaba en pedazos las banderas de varios países recónditos y luego se los daba a una paloma ciega para que volviera a coserlos.

Tim había sido jefazo en una gran empresa de contabilidad y se había dado «el lujo de una jubilación anticipada».

—O sea que me paso el día sola mientras él juega al golf —explicó Bridget con fingida expresión de pesar.

No explicó qué hacía ella ahora con su tiempo, y Louise no lo preguntó porque sospechó que la respuesta la irritaría. Patrick tenía lo bueno de los irlandeses. Bridget tenía lo malo de los irlandeses.

—Frambuesas mexicanas —comentó Louise—. Qué absurdo, ¿no? Hablando de huella ecológica.

—Oh, es demasiado temprano, Louise —se quejó Tim llevándose una mano a la frente con gesto afectado—. Dejemos la comida bien lejos de la mesa del desayuno.

—¿Y dónde ha de estar entonces? —quiso saber ella. ¿A que no adivinan quién era la radical de izquierdas en esa familia?

—Louise no pasó por la fase rebelde cuando era adolescente —intervino Patrick—. Ahora, por lo visto, lo está compensando.

Soltó una carcajada, y Louise le dirigió una larga mirada. ¿Estaba siendo condescendiente? Aunque lo que decía era verdad: no había tenido una juventud subversiva, porque resulta difícil rebelarse cuando tu propia madre vuelve a las tantas (si vuelve) y vomita hasta la primera papilla, como el más incorregible de los adolescentes. Llevaba más tiempo siendo adulta que la mayoría de gente de su edad. «Ahora lo está compensando.» Por lo visto. Nunca había tenido un padre propiamente dicho —una noche en Gran Canaria difícilmente contaba— y se preguntó si ese sería el atractivo de Patrick; ¿habría visto en él, de forma subconsciente, la figura paterna que nunca había tenido? ¿Era así como había conseguido que ella bajara la guardia y se había metido bajo su edredón? ¿En qué la convertía eso, en una compleja Electra?

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