Sin embargo, mientras Jim Baker recitaba su letanía de «no es justo cambiar las reglas y las pautas que rigen el recuento de votos sólo porque un bando concluya que es la única manera de obtener los votos que necesita», él y sus fuerzas operativas se dedicaban justamente a eso.
Una investigación llevada a cabo en julio de 2001 por el
New York Times
demostraba que de los 2.490 votos de residentes en el extranjero que se aceptaron como válidos, 680 eran defectuosos o cuestionables. Se sabe que 4 de cada 5 electores afincados en otros países votaron por Bush. Según ese porcentaje, 544 de los votos obtenidos por Bush tendrían que haber sido anulados. ¿Pillan el cálculo? De pronto, el «margen ganador» de Bush de 537 votos queda reducido a un margen negativo de 7.
Así pues, ¿cómo llegaron a contarse en favor de Bush todos esos votos? Pocas horas después de las elecciones, la campaña de George W había lanzado su ofensiva. El primer paso consistía en asegurarse de que entrara el máximo número posible de votos. Los soldados republicanos mandaron carretadas de frenéticos mensajes de correo electrónico a navíos de la marina pidiéndoles que sacasen votos de donde fuera. Incluso llamaron al secretario de defensa de Clinton, William S. Cohen (un republicano) para pedirle que ejerciera presión sobre los militares destinados en el extranjero. Éste declinó la oferta, pero no importó mucho: se enviaron y contaron miles de votos, a pesar de que parte de los mismos se había emitido en fecha posterior al día de las elecciones.
Ahora, todo lo que tenían que hacer era asegurarse de que la mayor cantidad posible de esos votos acabara en las arcas de W. Y ahí empezó el verdadero atraco.
Según el Times, Katherine Harris había planeado mandar una nota informativa a sus escrutadores en la que aclaraba el procedimiento para contar los votos procedentes del extranjero. En esa misma comunicación se recordaba que las leyes del estado exigían que todas las papeletas hubieran sido «mataselladas o firmadas y fechadas» a más tardar el día de las elecciones. Cuando quedó patente que la ventaja de Bush menguaba rápidamente, Harris decidió no enviar la nota. En su lugar, mandó una circular que especificaba que no era indispensable que las papeletas estuviesen mataselladas «en fecha no posterior al día de las elecciones». Vaya, vaya.
¿Qué es lo que la llevó a cambiar de parecer y jugar con la ley? Quizá no lo sepamos nunca, visto que los archivos informáticos donde constaban datos sobre lo ocurrido han sido misteriosamente borrados, lo que representa una posible violación de las floridas leyes del estado. A toro pasado, una vez que su asesor informático los hubo «comprobado», Harris permitió que sus ordenadores fueran examinados por los medios. Actualmente, esta mujer planea presentarse al Congreso. ¿Se puede tener mayor desfachatez?
Envalentonados por la bendición del Secretario de Estado, los republicanos lanzaron su ofensiva para cerciorarse de que se tuviese la manga más ancha posible en el recuento. «Representación igualitaria» al estilo de Florida significaba que las reglas que regían la aceptación o rechazo de los votos por correo variaban según el condado en que uno residiese. Quizás ése sea el motivo por el que en los condados donde ganó Gore, sólo se contaron 2 de cada 10 votos timbrados en fecha incierta; en tanto que en los condados donde Bush se alzó con el triunfo se contaron 6 de cada 10.
Cuando los demócratas adujeron que los votos que no observaban las reglas debidas no debían contarse, los republicanos orquestaron una cruenta campaña para presentarlos como enemigos de todos los hombres y mujeres que arriesgaban la vida por nuestro país. Un concejal republicano del ayuntamiento de Naples, Florida, se mostró característico en su hipérbole demencial, «Si les alcanza una bala o un fragmento de metralla terrorista, ese fragmento no lleva matasellos ni fecha alguna.» El congresista republicano Steve Buyer de Indiana consiguió (posiblemente de manera ilegal) los números de teléfono y las direcciones de correo electrónico de personal militar con el fin de acumular relatos de militares preocupados por la posibilidad de ver su voto rechazado y ganarse de este modo la simpatía de «nuestros guerreros y guerreras». Hasta el león del desierto Norman Schwarzkopf intervino con la reflexión de que era «un día muy triste para nuestro país» pues los demócratas habían empezado a hostigar a los votantes de las fuerzas armadas.
Toda esa presión desgastó a unos demócratas apocados y sin nervio, que acabaron por asfixiarse. En su aparición en el programa televisivo
Meet the Press
, el candidato a la vicepresidencia, Joe Lieberman, apuntó que los demócratas debían dejar de armar alboroto y de poner en duda la validez de cientos de votos militares por el simple hecho de que no iban «matasellados». Lieberman, como tantos otros de la nueva camada demócrata, debería haber luchado por sus principios en lugar de preocuparse por su imagen. ¿Por qué? Entre otras cosas porque el
New York Times
averiguó lo siguiente:
—344 papeletas no presentaban prueba alguna de haber sido enviadas en fecha no posterior al día de las elecciones.
—183 papeletas llevaban matasellos de Estados Unidos.
—96 papeletas no tenían la acreditación debida.
—169 votos procedían de personas no inscritas en el censo electoral, venían en sobres sin firmar o fueron emitidos por gente que no había solicitado el voto.
—5 papeletas llegaron después de la fecha límite del 17 de noviembre.
—19 votantes en el extranjero ejercieron su derecho por partida doble, y se les contó el voto en ambas ocasiones.
Todos estos votos contravenían las leyes del estado de Florida aun así, acabaron contándose. ¿Queda suficientemente claro? ¡Bush no ganó las elecciones¡ Las ganó Gore. Esto no tiene nada que ver con los votos aparentemente defectuosos ni con la violación evidente del derecho a voto de la comunidad afroamericana de Florida. Sencillamente, se violó la ley. Todo está documentado, y todas las pruebas disponibles en Tallahassee demuestran que las elecciones se sirvieron en bandeja a la familia Bush.
La mañana del sábado 9 de diciembre de 2000, el Tribunal Supremo tuvo noticia de que los recuentos en Florida, a pesar de todo lo que había hecho el equipo de Bush para amañar las elecciones, favorecían a Al Gore. A las dos de la tarde, el recuento no oficial mostraba que Gore estaba alcanzando a Bush: «¡Sólo 66 votos por debajo y avanzando!», anunció un apasionado locutor. El hecho de que las palabras «Al Gore va por delante» no se oyeran jamás en la televisión estadounidense resultó decisivo para la victoria de Bush. Sin tiempo que perder, los malos hicieron lo que debían: a las 2.45 de la tarde, el Tribunal Supremo detuvo el recuento.
El tribunal contaba entre sus miembros con Sandra Day O'Connor, nombrada por Reagan, y estaba presidido por William Rehnquist, hombre de Nixon. Ambos eran septuagenarios y esperaban poder retirarse bajo una administración republicana para que sus sucesores compartieran su ideología conservadora. Según testigos, en una fiesta celebrada en Georgetown la noche de las elecciones, O'Connor se lamentó de no poder permanecer otros cuatro u ocho años en el cargo. Bush junior era su única esperanza de asegurarse un feliz retiro en su estado natal de Arizona.
Entre tanto, otros dos jueces abiertamente reaccionarios se encontraron ante un conflicto de intereses. La esposa de Clarence Thomas, Virginia Lamp Thomas, trabajaba para la Heritage Foundation, un destacado
think tank
conservador de la capital; sin embargo, George W. Bush acababa de contratarla para que le ayudara a reclutar colaboradores con vistas a su inminente toma del poder. Al mismo tiempo, Eugene Scalia, hijo del juez Antonin Scalia, era abogado del bufete Gibson, Dunn & Crutcher, el mismo que representa a Bush ante el Tribunal Supremo.
A pesar de ello, ni Thomas ni Scalia apreciaron conflicto de intereses, por lo que se negaron a retirarse del caso. De hecho, cuando el tribunal se reunió, Scalia fue quien dio la tristemente célebre explicación de por qué debía detenerse el recuento: «El recuento de votos que son cuestionables legalmente amenaza irreparablemente, a mi parecer, con perjudicar al demandante [Bush] y al país, al ensombrecer lo que él [Bush] considera que es la legitimidad de su triunfo en estas elecciones.» En otras palabras, si dejamos que se cuenten todos los votos y éstos acaban por dar la victoria a Gore, no hay duda de que eso entorpecerá la capacidad de Bush para gobernar una vez que lo hayamos nombrado presidente.
Y no le faltaba razón: si los votos demostraban que Gore había ganado —y eso fue lo que sucedió—, no sería descabellado suponer que los ciudadanos perderían algo de su fe en la legitimidad de la presidencia de Bush.
Para defender su decisión, que justificaba el robo, el Tribunal Supremo echó mano de la cláusula relativa a la protección igualitarla de la Decimocuarta Enmienda, la misma enmienda que había desestimado de manera flagrante a lo largo de los años cuando los negros recurrían a ella para luchar contra la discriminación racial. Adujeron que, dada la diversidad de métodos de recuento, los votantes de cada distrito no estaban siendo tratados por igual y, por tanto, se estaban violando sus derechos. (Resulta curioso que sólo los disconformes en el tribunal mencionaran que el anticuado equipamiento electoral, que se había utilizado sobre todo en los barrios pobres o habitados por minorías, había creado en el sistema una desigualdad totalmente diferente... y mucho más turbadora.)
Finalmente, la prensa se decidió a llevar a cabo su propio recuento, contribuyendo con su granito de arena a la confusión pública reinante. El titular del
Miami Herald
decía: «La revisión de votos que da como ganador a Bush habría superado la prueba del recuento manual.» Pero más abajo se podía leer el siguiente párrafo, perdido en medio del artículo: «La ventaja de Bush se habría desvanecido si el recuento se hubiera llevado a cabo bajo las pautas severamente restrictivas que algunos republicanos defendían [...]. Los encargados de la revisión concluyeron que el resultado habría sido otro si cada panel de escrutadores de cada condado hubiera examinado cada uno de los votos [...]. [Si se hubiese aplicado] el criterio más inclusivo [es decir, un criterio que tuviese en cuenta la auténtica voluntad de todo el pueblo], Gore habría ganado por 393 votos [...]. Si se hubiesen registrado los votos que [parecían indicar] un fallo bien en la maquinaria electoral, bien en la capacidad del votante para usarla [...] Gore habría ganado por 299 votos.»
Yo no voté por Gore, pero creo que cualquier persona justa concluiría que la voluntad del pueblo de Florida le era favorable. Da igual si lo que corrompió los resultados fue el desastre del recuento o la exclusión de miles de ciudadanos negros: no cabe duda de que el pueblo había elegido a Gore.
Es posible que no exista peor ejemplo de la abusiva negación del derecho a un escrutinio justo que la que se dio en el condado de Palm Beach. Se ha hablado mucho de la «papeleta mariposa», que daba lugar a equivocaciones porque en ella los nombres de los candidatos y las casillas que había que perforar están desalineadas respecto de los nombres de los candidatos. Los medios de comunicación no dejaron de señalar que la papeleta había sido diseñada por uno de los miembros de la comisión electoral del condado, una demócrata, y que una junta local de mayoría demócrata le había dado su visto bueno. ¿Qué derecho tenía Gore a quejarse si su propio partido era el responsable del defectuoso diseño de la papeleta?
Si alguien se hubiera molestado en comprobarlo, habría descubierto que uno de los dos «demócratas» del comité —la diseñadora de la papeleta, Theresa LePore— era una republicana que había cambiado su afiliación en 1996. Luego, justo tres meses después de que Bush accediera al cargo, renunció como demócrata y se registró como independiente. En la prensa, nadie se molestó en preguntarse qué estaba pasando en realidad.
Así las cosas, el
Palm Beach Post
estima que más de 3.000 votantes, en su mayoría ancianos y judíos, que creían estar votando por Al Gore, habían perforado la casilla equivocada, dándole su voto a Pat Buchanan. Hasta el propio Buchanan salió en televisión para declarar que esos judíos no habían votado por él ni de coña.
El 20 de enero de 2001, George W. Bush se apostó al frente de su junta en los escalones del Capitolio y, en presencia de Relinquist, presidente del Tribunal Supremo, pronunció el juramento que hacen todos los presidentes al asumir el cargo. Una lluvia fría y persistente cayó sobre Washington durante todo el día. Los nubarrones oscurecían el sol, y el recorrido del desfile hasta la verja de la Casa Blanca, abarrotado en ocasiones similares por decenas de miles de ciudadanos, aparecía inquietantemente desierto, salvo por los 20.000 disconformes que abuchearon a Bush a lo largo del trayecto. Enarbolando pancartas que lo acusaban de haber robado las elecciones, los empapados manifestantes se erigieron en conciencia de la nación. La limusina de Bush no pudo sortearlos y, en lugar de una muchedumbre de partidarios entregados, lo recibió una multitud movilizada para recordar a un gobernante ilegítimo que él no había ganado las elecciones y que el pueblo no lo olvidaría.
En el punto donde todos los presidentes electos, desde Jimmy Carter, se han apeado de sus limusinas para recorrer a pie las cuatro últimas manzanas (como recordatorio de que somos un país gobernado no por reyes, sino por nuestros iguales, al menos en teoría), el vehículo de Bush, con blindaje triple y las lunas tintadas de negro —a la manera de los gánsters—, frenó en seco. La multitud coreaba cada vez más alto: ¡VIVA EL LADRON! Se podía ver a los del servicio secreto y a los consejeros de Bush apiñados bajo la gélida lluvia, tratando de decidir qué hacer. Si Bush salía para caminar hacia la Casa Blanca, lo abuchearían, lo acallarían a gritos y lo acribillarían a huevazos. La limusina permaneció allí durante unos cinco minutos. Seguía lloviendo y, efectivamente, varios huevos y tomates impactaron en el coche, mientras los manifestantes retaban a Bush a salir y encararse con ellos.
De pronto, el coche del presidente se puso en marcha y avanzó calle abajo. Habían decidido darle gas y salir cuanto antes de entre el gentío. Los agentes del servicio secreto que corrían junto a la limusina se rezagaron, y los neumáticos del coche los salpicaron con el agua sucia de la calle. Es una de las mejores escenas que he presenciado jamás en Washington D.C.: un aspirante al trono de Estados Unidos forzado a escabullirse de miles de ciudadanos estadounidenses armados únicamente con la verdad y los ingredientes de una buena tortilla.