No hay una recesión económica. ¿Están ganando las empresas menos que el pasado año? Claro. ¿Cómo podía ser de otro modo? En los años noventa nos vendieron esa bonanza surrealista de beneficios pingües que nada tenía que ver con la realidad. Compare las cifras de cualquier otro año con los de esa década y será como comparar la velocidad con el tocino. El otro día leí un titular en que se decía que los beneficios de General Motors habían bajado un 73 % en el último año. Suena mal, pero la verdad la primera mitad del 2001 el gigante automovilístico se embolsó 800 millones.
¿Las empresas de Internet están cayendo como moscas? Naturalmente. ¿Y qué? Eso es lo que siempre sucede con los inventos revolucionarios: un montón de emprendedores se suben al carro para hacer su agosto y, al final, sólo los más mediocres o despiadados se tienen en pie. La cosa se llama C-AP-I-T-A-L-I-S-M-O. En 1919, veinte años después de la invención del automóvil, había 108 fabricantes de coches en Estados Unidos. Diez años después el número se había reducido a 44. A finales de los cincuenta eran 8 y, hoy día, quedan dos y medio.
Así es como funciona el sistema. Si no te gusta, pues, ya puedes irte a... bien, adónde se puede ir uno en estos días? Ah, sí: a las Bermudas.
No sé por qué será, pero cada vez que veo a un hombre blanco caminando hacia mí me pongo tenso. Se me acelera el corazón y enseguida busco algún lugar por donde escapar o algún medio para defenderme. Siempre acabo recriminándome el hecho de hallarme en esa parte de la ciudad a aquella hora. ¿Es que no había advertido las amenazadoras pandillas de blancos que acechaban en las esquinas, bebiendo su café de Starbuck's ataviados con prendas turquesa y malva adquiridas en Gap o J. Crew?
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¡Qué idiota! El blanco sigue aproximándose y.. ufff, se aleja sin hacerme daño.
Los blancos me dan un miedo terrible. Puede que resulte difícil de entender visto que soy blanco, pero justamente por eso lo que me digo. Por ejemplo, muchas veces yo mismo me doy miedo. Debe creer en mi palabra: si se ve repentinamente rodeado de blancos, mucho ojo. Podría ocurrir cualquier cosa. Como blancos se nos ha arrullado con la cantaleta de que estar entre nuestros semejantes es lo más seguro. Desde la cuna se nos ha enseñado que la gente a quien hay que temer es de otro color. Que ellos te harán pupa.
Sin embargo, volviendo la vista atrás, descubro una pauta inconfundible. Todos aquellos que me han perjudicado en la vida eran blancos: el jefe que me despidió, el maestro que me suspendió, el director que me castigó, el chico que me apedreó la cabeza, el otro chico que me disparó con una pistola de aire comprimido, el ejecutivo que no renovó
TV Nation
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, un tipo que me estuvo acosando durante tres años, el contable que dobló mi contribución a Hacienda, el borracho que me atropelló, el ladrón que me robó el radiocasete, el contratista que me cobró de más, la novia que me abandonó, la siguiente novia, que me abandonó aún más deprisa, el piloto del avión que embistió un camión en la pista de aterrizaje (quizás hacía días que no comía), el otro piloto que decidió volar a través de un tornado, el compañero que me afanó unos cheques y se los hizo pagaderos por valor de 16.000 dólares... Todas estas personas eran blancas ¿Coincidencias? Qué va.
Nunca he sido atacado ni desahuciado por un negro, jamás un casero negro me ha estafado el depósito de alquiler (de hecho, nunca he tenido un casero negro), nunca he asistido a una reunión en Hollywood donde el ejecutivo al cargo fuera negro, nunca vi un agente negro en la agencia que me representaba, jamás un negro le ha negado a mi hijo el acceso a la universidad de su elección, tampoco fue un negro quien me vomitó encima en un concierto de Motley Crüe, nunca me ha detenido un policía negro, jamás me ha intentado engañar un vendedor de coches negro (ni he visto jamás un vendedor de coches negro), ningún negro me ha negado un crédito, ni ha tratado de hundir mi película, ni jamás he oído a un negro decir: «Vamos a cargarnos diez mil puestos de trabajo. ¡Que tenga un buen día!».
No creo ser el único blanco que puede hacer tales afirmaciones. Cada palabra venenosa, cada acto de crueldad, todo el dolor y el sufrimiento que he experimentado en la vida tenía facciones caucásicas.
¿Por qué motivo debería temer a los negros?
Echo una ojeada al mundo en que vivimos y, chicos, detesto ser chismoso, pero no son los afroamericanos los que han convertido este planeta en el lugar lastimoso y fétido que hoy habitamos. Hace poco, un titular de la primera página de la sección científica del
New York Times
preguntaba: «¿Quién construyó la bomba H?» El artículo profundizaba en el debate acerca de la del artefacto, que se disputaban dos hombres. Con franqueza me daba exactamente igual, porque ya conocía la respuesta que me interesaba: FUE UN BLANCO. Ningún negro construyo jamás ni utilizó una bomba diseñada para liquidar a miles de personas, sea en Oklahoma City o en Hiroshima. Sí, amigos. Siempre hay un blanco detrás. Echemos cuentas:
• ¿Quiénes propagaron la peste negra? Los blancos.
• ¿Quiénes inventaron el BPC, el PVC, el BPB y el resto de sustancias químicas que nos matan día a día? Fueron blancos.
• ¿Quiénes han empezado todas las guerras en que se ha involucrado Estados Unidos? Hombres blancos.
• ¿Quiénes son los responsables de la programación de la Fox? Blancos.
• ¿Quién inventó la papeleta mariposa? Una mujer blanca.
• ¿De quién fue la idea de contaminar el mundo con el motor de combustión? De un blanco.
• ¿El Holocausto? Aquel individuo nos dio auténtica mala fama. Por eso preferimos llamarlo nazi y, a sus ayudantes, alemanes.
• ¿El genocidio de los indios americanos? Fueron los blancos.
• ¿La esclavitud? Los mismos.
• En el año 2001, las empresas estadounidenses han despedido a más de 700.000 personas ¿Quiénes dieron la orden? Ejecutivos blancos.
• ¿Quién sigue haciéndome saltar la conexión de Internet? Algún coñazo de blanco. Si un día descubro quién es, será un fiambre blanco.
Usted nómbreme un problema, una enfermedad, plaga o miseria padecida por millones, y le apuesto diez pavos a que el responsable es blanco.
Aun así, cuando pongo el noticiario de la noche, ¿qué es un día tras otro? Hombres negros que presuntamente han matado, violado, asaltado, apuñalado, disparado, saqueado, alborotado, vendido drogas, chuleado, procreado en exceso, arrojado a sus niños por la ventana; negros sin padre, sin madre, sin dinero, sin Dios: «El sospechoso es un varón negro... el sospechoso es un varón negro... EL SOSPECHOSO ES UN VARON NEGRO ... » No importa en qué ciudad me encuentre, las noticias son siempre las mismas y el sospechoso siempre es el mismo varón negro. Esta noche estoy en Atlanta y les juro que el retrato robot del negro sospechoso que aparece en la pantalla del televisor es igualito al sospechoso que vi anoche en Denver y al que vi la noche anterior en Los Ángeles. En cada uno de esos bocetos aparece frunciendo el ceño, amenazador, siempre con la misma gorra. ¿Puede ser que todos los crímenes del país los cometa el mismo negro?
Supongo que nos hemos acostumbrado tanto a esta imagen del negro como depredador que se nos ha atrofiado el cerebro. En mi primera película,
Roger & Me
, una mujer blanca mata un conejito a golpes para poder venderlo como carne. Ojalá me hubiesen dado un centavo por cada vez que alguien me ha abordado en los diez últimos años para contarme lo «horrorizado» e «impresionado» que se quedó al ver al conejito con el cráneo aplastado. Suelen decir que la escena les provocó náuseas; algunos tuvieron que dejar de mirar y otros abandonaron la sala. Muchos me preguntan por qué se me ocurrió incluir esa escena. La Asociación de Distribuidores Cinematográficos de Estados Unidos clasificó el documental como no apto para menores en respuesta al alboroto levantado por la masacre conejil (lo que motivó al programa documental
60 Minutes
a emitir un reportaje sobre la estupidez del sistema de clasificación de películas). Y muchos profesores me escriben que se ven obligados a suprimir esas imágenes para no tener problemas a la hora de mostrarlo a sus alumnos.
El caso es que menos de dos minutos después de la escena del conejo, aparece otra en la que la policía de Flint abre fuego contra un hombre negro ataviado con una capa de Superman y armado con una pistola de plástico. Jamás, ni una sola vez, se me ha acercado alguien para decirme: «No me puedo creer la escena del tipo negro. ¡Qué bestia! Me ha dejado hecho polvo.» Al fin y al cabo sólo era un negro, no una monada de conejito. La visión un hombre negro ejecutado no escandaliza a nadie (y menos al consejo de la asociación de distribuidores, que no advirtió nada turbador en dicha escena).
¿Por qué? Porque pegarle un tiro a un hombre negro está muy lejos de resultar chocante. Es algo normal, natural. Nos hemos habituado tanto a ver negros muertos en la pequeña pantalla que lo aceptamos como rutina. Otro negro muerto. Eso es todo lo que hace esa gente: matar y morir. Anda, pásame la mantequilla.
Resulta curioso que, a pesar de que son blancos quienes cometen la mayor parte de los delitos, nuestra idea del «crimen» se refleja casi siempre en un rostro negro. Pregunte a un blanco quién teme pueda allanar su casa o atracarlo, y si es sincero, admitirá que la persona en la que piensa no se parece a él. El criminal imaginario se asemeja a Mookie o Hakim o Kareem, y jamás al pecoso Jimmy.
¿Por qué la mente procesa así los temores, cuando todo apunta que son falsos? ¿Están los cerebros de los blancos preprogramados para ver algo y creer lo contrario por motivos de raza? Si es así la población blanca padece sin duda cierta discapacidad mental. Si cada vez que sale el sol, en un día claro y límpido, nuestro cerebro nos dice que hay que quedarse en casa porque se cierne una tormenta, quizá sea el momento de solicitar ayuda profesional. ¿Los blancos que ven negros homicidas a cada paso son un caso distinto del descrito arriba?
Da igual cuántas veces se diga que es el hombre blanco a quien hay que temer: es un dato que la gente no acaba de asimilar. Cada vez que enciendo la tele y aparece otra ensalada de tiros en una escuela, el responsable de la matanza es siempre un chico blanco. Cada vez que atrapan a un asesino en serie, se trata de un blanco. Cada vez que un terrorista vuela un edificio federal o un chalado envenena el agua de un vecindario o un cantante de los Beach Boys formula un hechizo que induce a media docena de quinceañera a asesinar a «todos los cerdos» de Hollywood, ya se sabe que se trata de otro blanco haciendo de las suyas.
¿Por qué no corremos como alma que lleva el diablo cuando vemos a un blanco? ¿Por qué no solemos decirles a los solicitantes de empleo caucásicos: «Vaya, lo siento, ya no hay puestos disponibles»? ¿Por qué no nos cagamos encima cuando nuestras hijas nos presentan a sus novios blancos? ¿Por qué el Congreso no se dedica a prohibir las terribles letras de Johnny Cash («Le disparé a un hombre en Reno / sólo para verlo morir») o de Bruce Springsteen («Lo maté todo a mi paso / no puedo decir que lamento lo que hice»). ¿Por qué sólo se fijan en las letras de los cantantes de rap? No entiendo por qué los medios no reproducen letras de raperos como éstas:
• Vendí botellas de dolor, luego escogí poemas y novelas. Wu TANG CLAN
• Pueblo, utiliza el cerebro para ganar. ICE CUBE
• Una pobre madre soltera en el paro... dime cómo te las arreglaste. TUPAC SHAKUR
• Trato de cambiar mi vida, no quiero morir pecador. MASTER P
Los afroamericanos han estado en el peldaño más bajo de la escala económica desde el día en que los encadenaron y los arrastraron hasta aquí, y nunca se han movido realmente de ese peldaño. Todos los demás grupos de inmigrantes han sido capaces de ascender desde el fondo hasta el nivel medio y alto de nuestra sociedad. Incluso los indios americanos, que están entre los más pobres, no cuentan con tantos miembros por debajo del nivel de pobreza.
Probablemente usted crea que los negros lo tienen mejor que antes. Después de todo, tras los avances de las últimas décadas en la erradicación del racismo, uno diría que el nivel de vida de los ciudadanos negros ha tenido que subir por fuerza. Un estudio publicado por el
Washington Post
en Julio de 2001 mostraba que del 40% al 60% de la población blanca pensaba que al ciudadano negro medio le iba tan bien o mejor que a los blancos.
Pues bien, según un estudio llevado a cabo por los economistas Richard Vedder, Lowell Gallaway y David C. Clingaman, los ingreso medios de un negro americano están un 61 % por debajo de los de un blanco. Se trata de la misma diferencia que en 1880.
En 120 años no ha cambiado absolutamente nada.
¿Más pruebas?
• Cerca del 20 % de los jóvenes negros comprendidos entre las edades de 16 y 24 años no estudia ni trabaja, mientras que sólo el 9 % de los blancos se encuentra en las mismas condiciones. A pesar del boom económico de los noventa, este porcentaje se ha mantenido a lo largo de los diez últimos años.
• En 1993, las familias blancas habían invertido casi tres veces más en acciones o fondos de inversión que las familias negras. Desde entonces, el valor del mercado bursátil ha aumentado en más del doble.
• Los convalecientes negros de infarto tienen muchas menos posibilidades que los blancos de ser sometidos a una cateterización cardiaca, procedimiento común que puede salvarles la vida, sea cual sea la raza de sus médicos. Los médicos, tanto blancos como negros, mandaron aplicar este tratamiento a un 40 % más de pacientes blancos que negros.
• Los blancos tienen 5 veces más posibilidades que los negros de recibir tratamiento de urgencia por derrame cerebral.
• Las mujeres negras tienen cuatro veces más posibilidades de morir durante el parto que las blancas.
• Desde 1954, la tasa de desempleo entre los negros ha sido aproximadamente el doble que entre los blancos.
¿Se ha indignado alguien aparte de mí y del reverendo Farrakhan?
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¿A qué deben los negros este trato, cuando son tan poco culpables de los males de nuestra sociedad? ¿Por qué son ellos los castigados? Que me aspen si conozco la respuesta.
¿Y cómo han podido los blancos salirse con la suya sin acabar todos como Reginald Denny?
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¡Ingenio caucásico! Lo que pasa es que antes éramos unos atontados. Como idiotas, lucíamos nuestro racismo como una medalla. Hacíamos cosas demasiado obvias, como colgar letreros en las puertas de los baños que decían SOLO PARA BLANCOS, u otros encima de algunas fuentes en los que se leía GENTE DE COLOR. Obligábamos a los negros a sentarse en la parte trasera de los autobuses. Les impedíamos asistir a nuestras escuelas o vivir en nuestros barrios. Desempeñaban los trabajos más cutres (los de SOLO PARA NEGROS) y les dejábamos suficientemente claro que, por no ser blancos, su salarlo sería el más bajo.
Así pues, toda esta segregación descarada nos trajo un montón de problemas. Un puñado de abogados engreídos acudió a los tribunales citando —¡vaya cara!— nuestra propia Constitución. Señalaron que la Decimocuarta Enmienda no permite la discriminación por motivos de raza. Finalmente, después de una larga serie de derrotas judiciales, manifestaciones y alborotos, captamos el mensaje: si no despabilábamos, tendríamos que empezar a compartir la tarta. Y comprendimos una lección importante: si vas a ser un racista como Dios manda, aprende a sonreír.
De modo que los blancos se pusieron las pilas, dejaron de linchar a los negros que se detenían en la acera para charlar con nuestras mujeres, aprobaron un montón de leyes a favor de los derechos civiles y dejaron de decir palabras como «negrata» en público. Llegamos incluso a la magnanimidad de anunciar: «Claro que podéis venir a vivir a nuestro barrio, y vuestros niños pueden ir a la escuela con los nuestros. ¿Y por qué no? Si nosotros ya nos íbamos.» Lucimos la mejor de nuestras sonrisas, le dimos una palmada en la espalda a la América negra y acto seguido nos exiliamos a los suburbios residenciales, donde las cosas están como solían estar en las ciudades. Cuando nos encaminamos a buscar el periódico por la mañana, miramos calle abajo y —hala— todos blancos; miramos en dirección opuesta y —alegría— no hay más
que blancos
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