Empecé a protestar. Mis padres se habían equivocado, le aseguré. De hecho, no eran mis verdaderos padres...
Durante los siguientes doce años me senté en clase e hice mi trabajo, constantemente preocupado por hallar el modo de escapar. En cuarto, fundé un periódico clandestino. Lo cerraron. Lo volví a intentar en sexto. Lo cerraron de nuevo. En octavo no sólo empecé otra vez, sino que convencí a las hermanas de que me dejaran escribir una obra teatral para la clase con el fin de representarla en Navidad. La obra trataba de una convención de ratas de todo el país que se celebraría en la parroquia de Saint John. El sacerdote puso fin a la tentativa y volvió a cerrar el periódico. Decidió que, en lugar de montar mi obra, mis amigos y yo tendríamos que salir a escena, cantar tres villancicos y dejar el estrado sin decir ni mu. Decidí organizar a media clase para que se quedase callada en medio del escenario. Así pues, salimos y nos negamos a cantar los villancicos como protesta silenciosa contra la censura sufrida. Hacia la segunda canción, intimidados por las severas miradas que los padres nos lanzaban desde la platea, la mayoría cedió y empezó a cantar, y ya hacia la tercera también yo capitulé y me sumé al coro de Noche de paz, prometiéndome seguir con la lucha otro día.
Como todos sabemos, el instituto es una suerte de castigo sádico y cruel impuesto a los adolescentes por adultos que buscan vengarse por no poder llevar una vida despreocupada de disfrute irresponsable. ¿Qué otra explicación puede haber para esos cuatro años de comentarios degradantes, abuso físico y la convicción de que eres el único que no folla?
Tan pronto como entré en el instituto —y en la enseñanza pública— me olvidé de todas mis quejas acerca de la represión por parte de las hermanas del Saint John; de pronto, todas me parecían unas santas. Ahora me enfrentaba a los riesgos de un corral atestado con más dos mil adolescentes. En tanto que las monjas habían dedicado sus vidas a enseñar abnegadamente sin esperar recompensa terrenal alguna, los mandamases del instituto tenían una simple misión: «Ata a esos capullos como perros, enciérralos hasta doblegar su voluntad y que vayan a pudrirse como peones a una fábrica de plásticos.» Haz esto, no hagas eso, ponte la camisa por dentro, borra esa sonrisa de tu cara, dónde está tu permiso, ESTE PERMISO NO ES VÁLIDO: CASTIGADO.
Un día llegué a casa del instituto y me puse a leer el periódico. Un titular rezaba: «Aprobada la 26ª Enmienda. La edad de voto se rebaja hasta los 18» Debajo de éste había otro: «Ante su inminente retiro, el presidente de la junta escolar llama a elecciones.» Hmm. Telefoneé al secretario del condado.
—Oiga, dentro de unas semanas cumplo los 18. Si puedo votar, ¿quiere eso decir que también puedo presentarme al cargo?
—Déjame ver —dijo la dama al teléfono—. ¡Esta pregunta es nueva! —Hojeó unos papeles y regresó al auricular—. Sí —respondió—, puedes presentarte. Sólo necesitas recoger 20 firmas para que se registre tu nombre.
¿Veinte firmas? ¿Ya está? No tenía ni idea de que presentarse al cargo requiriese tan poco trabajo. Conseguí mis firmas, entregué mi solicitud y lancé mi campaña. ¿Mi lema? «Despidan al director y a su asistente.»
Alarmados ante la idea de que un alumno pudiera encontrar medios legales para echar a los mismos administradores que le amargaban la vida, cinco «adultos» decidieron presentarse a su vez. Naturalmente acabaron dividiendo el voto adulto por cinco y gane el apoyo de todos los colgados de edades comprendidas entre 18 y 25 (que quizá no volvieran a votar jamás, pero estaban entusiasmados ante la posibilidad de mandar a galeras a sus guardianes).
El día siguiente de mi victoria, caminaba yo por el pasillo con la camisa ostentosamente por fuera de pantalones (me quedaba una semana como estudiante) cuando me crucé con el asistente del director.
—Buenos días, señor Moore —saludó lacónicamente, cuando hasta el día anterior mi nombre había sido «Eh, tú». Ahora, yo era el jefe. A los nueve meses de mi elección, el director y su asistente habían entregado sus cartas de renuncia, un mecanismo destinado a salvar las apariencias en los casos en que a uno se le «pide» después, el director sufrió un infarto y murió.
Le conocía de siempre. Cuando yo tenía ocho años, nos dejaba a mí y a mis amigos patinar y jugar al hockey en el pequeño estanque de detrás de su casa. Era cordial y generoso, y siempre dejaba la puerta de su casa abierta por si alguno de nosotros necesitaba cambiarse los patines o por si nos daba frío y queríamos resguardarnos. Años después, me pidieron que tocara el bajo en un grupo, pero como yo no tenía el instrumento, él me prestó el de su hijo.
Digo esto para recordarme a mí mismo que la gente es buena en el fondo y que alguien con quien llegué a mantener serias disputas también era una persona con una taza de chocolate caliente siempre disponible para los pequeños mocosos ateridos de su vecindario.
Los profesores son los cabezas de turco preferidos de los políticos. Al escuchar a gente como Chester Finn, vicesecretario de educación en la administración de Bush el Viejo, uno acaba por pensar que la sociedad se desmorona por la negligencia, holgazanería e incompetencia profesorales. «Si usted confecciona una lista de los diez más buscados por arruinar la educación americana, no estoy seguro de quién quedaría primero: si el sindicato de profesores o los claustros escolares», declaró Finn.
Sin duda, hay un montón de profesores que dan pena y que harían mejor dedicándose al telemarketing. Pero la amplia mayoría de ellos son educadores dedicados que han elegido una profesión que les proporciona menos dinero del que ganan algunos de sus alumnos trapicheando con éxtasis. Y por lo visto ese sacrificio merece un castigo. No sé qué piensan ustedes, pero yo deseo que los profesionales que tienen a mi hija bajo su tutela durante más horas al día que yo sean tratados con respeto y consideración. Son ellos quienes van a preparar a nuestros hijos para salir al mundo, así que ¿para qué querríamos cabrearlos?
Cabría esperar que la actitud de la sociedad fuese más o menos ésta:
Profesores, gracias por consagrar su vida a mí hija. ¿Hay algo que pueda hacer por ustedes? Cuenten conmigo. ¿Por qué? Porque ayudan a mi hija, la niña de mis ojos, a aprender y a crecer. No sólo serán responsables en gran medida de su capacídad para ganarse la vida, sino que su influencia afectará enormemente a su visión del mundo, sus conocimientos sobre otras personas y lo que siente por sí misma. Quiero que crea que puede ir a por todas, que no hay puertas cerradas ni sueños irrealizables. Estoy confiándoles a la persona más importante de mi vida durante siete horas al día, lo que les convierte a ustedes en las personas más importantes de mi vida. Gracias.
En lugar de esto, los profesores suelen escuchar cosas como las siguientes:
• «No me cabe en la cabeza que los profesores que aducen que su máximo interés es el bien de los alumnos luego traten de exprimir el sistema exigiendo aumentos de sueldo.» (
New York Post
, 26/12/2000)
• «Las estimaciones del número de profesores ineptos van del 5 al 18 % del total de 2,6 millones.» (Michael Chapman,
Investors Business Dally
, 21/9/1998)
• «La mayoría de los profesionales de la educación pertenece a una cerrada comunidad de devotos [...] que se guían por filosofías populares en lugar de investigar qué funciona mejor.» (Douglas Carminen, citado en
Montreal Gazette
, 6/1/2001)
• «Los sindicatos de profesores han llegado a dar la cara por auténticos delincuentes y por profesores que habían tenido relaciones sexuales con alumnos, así como por aquellos que sencillamente son incapaces de enseñar.» (Peter Schweizen,
National Review
, 17/8/1998).
¿Qué prioridad le concedemos a la educación en este país?. Basta con echar un vistazo a la lista de presupuestos para ver que se le asigna más o menos tanto dinero como a los inspectores cárnicos. La persona que está al cuidado de nuestros hijos recibe una media de 41.351 dólares año. Un congresista, cuya única preocupación es decidir con qué grupo de presión debe salir a cenar, recibe 145.100 dólares.
Visto el trato degradante que nuestra sociedad brinda cotidianamente a los profesores, no es de extrañar que tan pocas personas se inclinen por la profesión. Hay tal escasez de profesores a escala nacional que algunas ciudades se han visto obligadas a reclutarlos en el extranjero. Recientemente, Chicago contrató a varios profesores provenientes de 28 países, incluidos China, Francia y Hungría. Para cuando empiece el nuevo semestre en Nueva York, siete mil profesores se habrán retirado, y el 60 % de sus sustitutos no estarán habilitados para ejercer la docencia allí.
Lo más gordo es que 163 escuelas de Nueva York abrieron el curso escolar 2000-2001 sin contar con un director. Lo que oyen: escuelas sin una persona al cargo. Da la impresión de que el alcalde y la junta escolar están experimentando con la teoría del caos: vamos a meter a 500 chicos pobres en un edificio ruinoso y a ver qué pasa. En la ciudad desde la que se controla buena parte de la riqueza mundial, donde hay más millonarios por metro cuadrado que chicles por las aceras, parece que no podemos encontrar dinero para pagarle a un profesor novel más de 31.900 dólares al año. Luego nos sorprendemos de los malos resultados.
Y el problema no está sólo en los profesores: las escuelas del país literalmente se caen a pedazos. En 1999, una cuarta parte de las escuelas públicas americanas informaron de que al menos uno de sus edificios se hallaba en condiciones precarias. En 1997, todo el sistema escolar de Washington D. C. tuvo que retrasar el inicio de las clases en tres semanas porque casi una tercera parte de los centros escolares resultaban inseguros.
En casi el 10 % de las escuelas públicas el número de matriculaciones excede en más del 25 % la capacidad de sus dependencias. Se imparten clases en los pasillos, al aire libre, en el gimnasio o la cafetería; en una de las escuelas que visité, el cuarto de la limpieza se utilizaba como aula. No hay de qué admirarse, habida cuenta de que el cuarto de la limpieza tampoco parece cumplir su función: casi el 15 % de las 1.100 escuelas públicas no cuenta con personal de mantenimiento, lo que obliga a los docentes a fregar el suelo y a los estudiantes a apañarse sin papel higiénico. En algunos casos, los alumnos se han visto obligados a vender golosinas para que sus escuelas pudieran comprar instrumentos de música. Ya no sabemos qué inventar. ¿Lavado de coches para costear lápices?
Otra prueba de lo crudo que lo tiene nuestra descendencia es el número de bibliotecas públicas y escolares que han cerrado o a las que se les ha reducido el horario. ¡No sea que los niños pasen mucho rato leyendo cosas peligrosas!
El «presidente» Bush parece estar de acuerdo con todo ello, pues propuso recortar el presupuesto federal destinado a bibliotecas en 39 millones de dólares, lo que representa una reducción de un 19 %. Una semana antes, su esposa y ex bibliotecaria Laura Bush puso en marcha la campaña nacional en pro de las bibliotecas estadounidenses, llamándolas «baúles del tesoro de la comunidad, cargados de riqueza informativa a disposición de todos, sin diferencias». La madre del presidente, Barbara Bush, encabeza la Fundación para la Alfabetización Familiar. Supongo que no hay nada como contar con experiencia de primera mano en el ámbito del analfabetismo para motivar tales actos de caridad.
Para los niños que viven en casas donde hay libros, el cierre de una biblioteca es triste. Pero para aquellos que provienen de un medio en el que nadie lee, la pérdida de una biblioteca es una tragedia que puede negarles para siempre el acceso, no sólo al gozo de la lectura, sino a una información determinante para su trayectoria vital y profesional. Jonathan Kozol, veterano defensor de los niños desfavorecidos, ha observado que las bibliotecas escolares «constituyen la ventana más nítida a un mundo de satisfacciones y estímulos no consumistas que la mayoría de los niños de barrios marginales no conocerá jamás».
Los niños privados de buenas bibliotecas tampoco pueden desarrollar las dotes informativas necesarias en un mundo laboral cada vez más dependiente de datos que cambian rápidamente. La capacidad para realizar labores de documentación e investigación es «probablemente la facultad más esencial para los estudiantes de hoy —dice Julle Walker, directora ejecutiva de la Asociación Americana de Bibliotecas Escolares—. Los conocimientos que los alumnos adquieren en la escuela no les servirán a lo largo de toda su vida. Muchos de ellos tendrán cuatro o cinco carreras profesionales distintas, y lo importante será el modo en que se desenvuelvan para encontrar la información que necesitan».
¿De quién es la culpa del declive de las bibliotecas? En lo tocante a las bibliotecas escolares, podemos señalar con el dedo (el que se quiera) a Richard Nixon. Desde la década de los sesenta hasta 1974, las bibliotecas escolares recibían financiación específica del gobierno. Pero en 1974, Nixon cambió las normas, estipulando que los fondos destinados a la educación fueran distribuidos en paquetes de subvenciones que cada estado podría administrar cormo considerase oportuno. Pocos estados decidieron gastar ese dinero en bibliotecas, y ahí empezó la debacle. Éste es uno de los motivos por los que el material de muchas bibliotecas escolares data de los años sesenta y setenta, es decir, de antes de que la financiación se resquebrajara. («No, Sally, la Unión Soviética ya no es nuestro enemigo: hace diez años que está kaput.»)
Este informe aparecido en
Education Week
en 1999 acerca de una «biblioteca» de una escuela primaria en Filadelfia no describe en absoluto un caso aislado:
Incluso los mejores libros de la escuela primaria T. M. Pierce están anticuados, hechos trizas o descoloridos. Los peores —muchos en estado de desintegración total— están sucios, huelen mal y dejan un residuo mohoso en manos y ropa. Las mesas y las sillas son viejas, no hacen juego y en algunos casos están rotas. No hay un solo ordenador a la vista. [...] Datos y teorías que han perdido ya toda su vigencia, así como estereotipos ofensivos, saltan de las páginas presuntamente respetables de enciclopedias y biografías, tomos de ensayo y de ficción. Entre los volúmenes de estos anaqueles, un estudiante se vería incapaz de encontrar información precisa sobre el sida u otras enfermedades actuales, sobre misiones a la Luna o a Marte, o sobre los últimos cinco presidentes de Estados Unidos.