Estúpidos Hombres Blancos (15 page)

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Authors: Michael Moore

Tags: #Ensayo

Nunca dejará de asombrarme de la naturaleza aborregada del ser humano, nuestra obediencia ciega a la autoridad. Si el rótulo dice «recicle», así lo hacemos, dando por sentado que todo lo que depositemos allí será efectivamente reciclado. Si el contenedor es azul, nos figuramos que eso representa una garantía infalible de que los recipientes de cristal que arrojemos en él acabarán aplastados, fundidos y convertidos en nuevas botellas de Budwaiser.

Ya.

Una noche que salí tarde del trabajo, fui testigo de cómo los basureros vertían el contenido del depósito azul en las entrañas del camión junto con el resto de la basura. Le pregunté al chico que trabaja en nuestro edificio si eso era lo habitual. «Tienen mucha basura por recoger —respondió—. A veces no hay tiempo para separarlo todo.»

Me asaltó la duda de sí aquello era una anomalía o, más bien, la norma. Y averigüé unas cuantas cosas.

A mediados de la década de los noventa, ecologistas de la India descubrieron que la Pepsi estaba causando un grave problema de acumulación de residuos en su país. El plástico de botellas de Pepsi recogidas en Estados Unidos se enviaba a la India para que lo reconvirtiesen en botellas nuevas o envases de otro tipo. Sin embargo, el director de la planta de las afueras de Madrás donde se vertía la mayor parte de los residuos admitió que buena parte de los mismos jamás se reciclaba. Para empeorar las cosas, por la época en que se desveló la verdad, la empresa anunció que iba a abrir una fábrica en la India que produciría envases no retornables para exportar a Estados Unidos y Europa, aunque los derivados tóxicos se abandonarían en el subcontinente indio. De modo que mientras la India carga con todo el lastre higiénico y medioambiental, los consumidores de los países industrializados siguen utilizando productos plásticos sin sufrir ninguno de sus inconvenientes. Entre tanto, todos nosotros separamos la basura feliz y plácidamente, convencidos de que ayudamos a mejorar el entorno mediante el «reciclaje».

Otro caso: una revista de San Francisco contrató los servicios de una planta recicladora para que ésta recogiese cada mes todo su papel blanco residual. Cuando un empleado decidió seguir la pista del material, se encontró con que el papel para reciclar se mezclaba con envoltorios de McDonald's y vasos de Starbuck's. Cuando se interrogó a los responsables de la planta recicladora, lo negaron todo.

En 1999, una investigación sobre lo que sucede con los desperdicios generados en el Congreso (aquí puede insertar su propio chiste) descubrió que el 71 % de las 2.670 toneladas de papel usado aquel año por la rama legislativa no se reciclaba porque se había mezclado con residuos alimenticios y otros materiales no procesables. Aquel mismo año, 5.000 toneladas de botellas de cristal, latas de aluminio, trozos de cartón y otros materiales reciclables procedente del Capitolio fueron arrojadas sin más a un vertedero. Si el Congreso hubiera reciclado debidamente toda habría ahorrado 700.000 dólares a los contribuyentes.

El mismo caso se repite una v otra vez. Casi nunca se recicla: nos estafan.

Por eso dejé de reciclar. Llegué a la conclusión de que no hacía mas que engañarme a mí mismo. En la medida en que cumpliera con mi deber de separar el papel del metal y del vidrio, ya no hacía falta que me preocupara de salvar el planeta Tierra. Una vez que mis botellas, latas y periódicos fueran depositados en sus contenedores debidamente coloreados, podía quedarme con la conciencia tranquila, confiado en que otros se encargaran del resto.

Y así iba yo, despreocupado y ajeno a todo, al volante de mi minivan, que traga gasolina como un poseso.

Sí, tengo una minivan. Consume un litro por cada 6 kilómetros, casi medio litro más de lo que debería. Me encanta mi vehículo. Es espacioso, se conduce bien, y supera en más de un palmo la altura de los coches normales, lo que me permite gozar de una vista privilegiada.

Ya sé que algunos dicen que los americanos estarnos malcríados por el bajo precio de nuestra gasolina comparado con el del resto del mundo, que llega a pagar hasta el triple que nosotros. Pero bueno, esto no es Bélgica, que se puede cruzar entera en un cuarto de hora. Vivimos en un país inmenso. ¡Y nos movemos mucho! Tenemos sitios a donde ir, cosas que hacer. Y el resto del mundo debería comprender las bondades que comporta nuestra capacidad para ir del punto A al punto B. De otro modo, ¿cómo harían si no los atareados americanos para desplazarse de su trabajo matinal a su segundo trabajo nocturno, tan necesarios para el bien de la sacra economía global?

Miren, yo vengo de Flint, Michigan, la capital del vehículo, que no hay que confundir con Detroit, capital del motor. Estamos a una hora al norte de esta última, y antaño los Buick se fabricaban allí. Pero ya no.

Cuando creces inmerso en la cultura del coche, tu Vehículo acaba siendo una extensión de ti mismo. Tu automóvil es tu sala de música, tu comedor, tu dormitorio, tu despacho, tu sala de lectura y el primer lugar donde haces todo lo que tiene sentido en la vida.

Cuando alcancé la mayoría de edad, decidí que no quería un coche de General Motors porque se estropeaban muy a menudo. De modo que me decanté por modelos de Volkswagen y Honda, que conducía orgullosamente. Si alguien me preguntaba por qué no compraba coches americanos, yo les hacía abrir la capota de sus vehículos para que me mostraran la placa del motor donde se leía MADE IN BRAZIL, el MADE IN MEXICO de su cinturón de seguridad y el MADE IN SINGAPORE que aparecía en la radio. Aparte de la placa MADE IN U.S.A. del salpicadero, ¿qué más podían señalar del vehículo que procurara trabajo a un ciudadano de Flint?

Mi Honda Civic no se estropeaba nunca. Durante ocho años y 200.000 kilómetros no lo llevé al taller más que para revisiones de mantenimiento. El día en que murió yo estaba arruinado, desempleado y clavado en mitad de la avenida Pensilvania, a cuatro manzanas de la Casa Blanca. Salí, lo empujé hasta la acera, le quité las placas de la matrícula y me despedí.

No compré otro coche en nueve años. Como trabajaba casi siempre en Nueva York no lo necesitaba, gracias al óptimo sistema de transporte metropolitano y a un servicio de taxi fiable. Pero como también pasaba temporadas en Flint, me harté de alquilar coches en Avis y acabé comprando una minivan Chrysler. Ya nunca más me verán encajonado como una sardina en conserva.

El motor de combustión interna ha contribuido más al calentamiento global del planeta que cualquier otro factor. Casi la mitad de los elementos contaminantes de nuestro aire procede de lo que vomitan nuestros vehículos, y la contaminación del aire causa alrededor de 200.000 muertos al año. El calentamiento global hace aumentar la temperatura del planeta año tras año, lo que puede producir un incremento del riesgo de sequía en algunos países y tener efectos tremendamente perniciosos en la agricultura y la salud. Si no encontramos la manera de reducir el calor, estaremos al borde de una calamidad espantosa.

Pero tendrían que ver cómo tira el minivan. Y resulta tan silencioso... hasta que pongo a toda pastilla mi reproductor de CD con sonido envolvente emitido por ocho altavoces de la hostia. Puedo conducir durante 700 kilómetros con la música atronando, el aire acondicionado a tope y el teléfono móvil con manos libres listo para recibir la llamada del todopoderoso Rupert Murdoch para agradecerme el buen trabajo realizado en este libro y comunicarme que mi ejecución televisada se pasa al jueves para no interferir con el programa especial Videos de
los tiroteos escolares más disparatados de América
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Detroit ha demostrado que cuenta con la tecnología necesaria para fabricar en masa coches que consumen un litro por cada 20 kilómetros y camiones y camionetas que hacen 15 kilómetros por litro. El año en que las compañías automovilísticas presentaron sus mejores niveles de consumo —1987, bajo el reinado de Ronald Reagan—, un coche medio consumía un litro por cada 11 kilómetros. Sin embargo, después de ocho años de un Bill Clinton presuntamente sensible a las cuestiones medioambientales —prometió que los coches llegarían a consumir un solo litro por cada 17 kilómetros hacia el final de su mandato—, la media de consumo subió hasta los 10 kilómetros por litro. Quizá no esté de más decir que, en 1993, con ocasión de la toma de posesión de Clinton, General Motors celebró una suntuosa fiesta en Washington: evidentemente, habría sido grosero de su parte agraviar al anfitrión de una fiesta ofrecida en su honor.

El mayor regalo de Clinton a las tres grandes empresas automovilísticas consistió en eximir a los deportivos utilitarios de los requisitos de consumo que se imponían a los coches normales. Gracias a esta exención, esas máquinas de tragar gasolina consumen 280.000 barriles más de combustible cada día. Además, esa demanda es uno de los motivos por los que la administración Bush está presionando para poder practicar prospecciones en la Reserva Natural Ártica de Alaska. Según Bush, dicha disposición aportaría 580.000 barriles más de petróleo al día, lo que bastaría para doblar el número de deportivos utilitarios que circulan por nuestras carreteras.

Si Clinton hubiera obligado a los fabricantes de esos vehículos a cumplir con los mismos requisitos de consumo que cumple mi minivan (una mejora que sólo implica unos pocos kilómetros más por litro), Bush no habría tenido justificación alguna para fantasear con tales prospecciones.

Con todos esos deportivos utilitarios en la carretera, ya no puedo ver por encima del vehículo que tengo ante mí. Son tan imponentes y rumbosos que parecen tráilers enanos dopados. ¿A qué responde exactamente la existencia de los deportivos utilitarios? En principio, fueron creados para llegar hasta parajes dejados de la mano de Dios donde las carreteras propiamente dichas no existen. Entiendo que eso tiene sentido en Montana, pero ¿qué demonios hacen todos esos yuppies embistiendo taxis en medio de Manhattan?

En junio de 2001, un consejo de científicos americanos punteros informó de que el calentamiento global era un problema real que empeoraba día a día. En su estudio, solicitado por la segunda administración Bush, el grupo de once máximos expertos en meteorología y climatología (incluidos algunos que hasta la fecha se habían mostrado algo escépticos respecto de la magnitud del problema) concluyó que la actividad humana es responsable en buena medida del recalentamiento de la atmósfera terrestre y que a resultas de ello, la situación es grave.

La publicación del estudio puso a George el Dormilón en el ojo del huracán, él y otros miembros de su administración habían evitado intencionadamente el uso de la expresión «calentamiento global» y habían expresado repetidamente sus dudas acerca de que la contaminación estuviera aumentando peligrosamente la temperatura de la atmósfera. En Julio de 2001, Bush indignó a una multitud de líderes internacionales al negarse a ratificar el Protocolo de Kyoto, un acuerdo negociado originalmente por más de 100 Países (entre ellos Estados Unidos) y proyectado para reducir dicho calentamiento.

Ahora, los propios científicos de Bush anunciaban que la Tierra iba camino de una catástrofe sin precedentes.

Quién sabe, quizás George el Joven lo tenga bien estudiado. Después de todo, yo prefiero estar calentito. Habiendo crecido en Michigan, tierra de inviernos brutales y de veranos que si te he visto no me acuerdo, casi disfruto de este clima más templado. Pregunten a la gente si prefiere un cálido día en la playa o un invierno canadiense de los que te pegan la lengua a los dientes, y nueve de cada diez americanos ya tendrán listas las gafas de sol y la neverita portátil en el maletero. Y si uno necesita loción protectora solar de factor 125, pues para eso están las tiendas.

El verano pasado, sin embargo, sucedió algo levemente sobrecogedor. El
New York Times
informó de que, por primera vez en la historia, el Polo Norte se había... derretido. Un cargamento de científicos se plantó en la cima del mundo... ¡y ya no había hielo! Las noticias suscitaron una oleada de pánico tal que en pocos días el
Times
se vio obligado a rectificar para calmar los ánimos: no se había fundido realmente, sólo tenía la superficie un poco encharcada. Ya. Recuerdo la última vez que trataron de tranquilizarnos: fue en los años noventa, cuando dijeron que un gran asteroide se dirigía hacia la Tierra para impactar en algún momento de los siguientes veinte años. Tuvieron que tragarse sus palabras, pero deberían saber que no somos tan necios. El poder mediático nunca nos avisará cuando se acerque el fin, visto el riesgo de caos y la cancelación de suscripciones masiva que ello acarrearía.

La última glaciación fue el resultado de una variación global de la temperatura de sólo 4,5 grados. Ahora ya estamos a medio camino. Algunos expertos ya predicen un aumento de temperatura de 5 grados durante el siglo XXI. En Venezuela, cuatro de los seis glaciares del país se han derretido desde 1972. Las afamadas nieves del Kilimanjaro casi han desaparecido. En 1870, cuando se construyó el faro del cabo Hatteras, en Carolina del Norte, estaba a 500 metros de la orilla. Ahora la marea llega a casi 50 metros y el faro ha tenido que ser desplazado hacia el interior.

El derretimiento de los casquetes polares provocaría una subida del nivel del agua de unos diez metros, borrando del mapa todas las ciudades costeras y engullendo entero el estado de Florida (con colegios electorales incluidos). Soy consciente de que ciudades como Nueva York y Los Ángeles necesitan un buen fregado, pero tampoco tenía pensado recurrir a un maremoto.

Hablando de Florida, ese estado puede considerarse responsable también de toda esta chapuza. ¿Por qué? Pregunten al señor Freón. Antes de la existencia del aire acondicionado, Florida y el resto de los estados del Sur estaban escasamente poblados. El calor y la humedad eran insoportables. Un día a 35 grados a la sombra en Texas lo deja a uno demasiado agotado hasta para abanicarse. En Nueva Orleans el aire es tan denso que apenas se puede respirar. No es de extrañar que la gente del Sur hable con esa voz cansina. El clima resulta demasiado abrasador para vocalizar debidamente. También creo que este calor brutal y paralizante es el motivo por el que los grandes inventos, ideas y contribuciones para el avance de la civilización no nacieron en el Sur (con unas pocas excepciones: Lillian Hellman, William Faulkner y R. J. Reynolds, por ejemplo). Cuando el calor aprieta, ¿quién puede pensar, por no hablar de leer?

Entonces se inventó el aire acondicionado y, de pronto, el Sur pasó a ser un lugar habitable. Brotaron los rascacielos por toda la región y los norteños, hartos de su enconado invíerno, empezaron a acudir a raudales. Uno podía conducir su coche con aire acondicionado, trabajar todo el día en un despacho con aire acondicionado y estudiar en una universidad debidamente acondicionada. Después, podía regresar a su casa igualmente fresca para planear la próxima quema de cruces en homenaje al Ku Klux Klan.

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