Estúpidos Hombres Blancos (16 page)

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Authors: Michael Moore

Tags: #Ensayo

En un abrir y cerrar de ojos, el Sur prosperó y pasó a controlar el país. Hoy día, el pensamiento conservador nacido en el Sur confederado tiene al país en un puño. La obligatoriedad de colgar los Diez Mandamientos en espacios públicos, la enseñanza del creacionismo, la insistencia en instaurar la plegaria en la escuela, la prohibición de libros, la promoción del odio hacia el gobierno federal (del Norte), la reducción de los servicios sociales y gubernamentales, el belicismo, la resolución de los conflictos por medio de la violencia, todo ello constituye la seña de identidad de los legisladores del «Nuevo» Sur. Si uno piensa en ello, puede concluir que la Confederación ha acabado ganando la guerra de Secesión: una victoria largamente esperada, fruto de la afluencia masiva de yanquis incautos atraídos por el señuelo de aparatos acondicionadores de 5.000 frigorías y cubiteras incorporadas a las neveras.

Ahora el Sur es el amo indiscutible..., y si no lo cree, piense en los últimos cuatro presidentes. Si usted deseaba ganar, tenía que haber nacido allí o haber establecido su residencia en un estado sureño. De hecho, en las últimas diez elecciones presidenciales, el ganador (o el tipo designado por el Tribunal Supremo) era el más firmemente anclado al Sur o al Oeste. Ningún norteño parece elegible para gobernar el país.

Y todo por culpa del aire acondicionado. Ahora, tras abrirles la puerta a todos esos politicastros y aires sureños, parece que también exportaremos el clima meridional al resto del mundo abriendo un tremendo agujero en la capa de ozono. El agujero se halla ahora sobre la Antártida y su tamaño es dos veces el de Europa.

La capa de ozono nos protege de los rayos ultravioleta, que provocan cáncer y pueden ser letales. La brecha practicada en su tejido es consecuencia de los clorofluorocarbonos, sustancias químicas usadas comúnmente en aparatos de aire acondicionado y neveras, así como en algunos aerosoles. Cuando dichas sustancias son liberadas en la atmósfera y colisionan con ondas lumínicas de elevada energía como la luz ultravioleta, forman compuestos que destruyen el ozono. Pues bien, ¿cuáles son los mayores culpables de la reducción de la capa de ozono? Los aparatos de aire acondicionado instalados en vehículos, uno de nuestros juguetes favoritos.

Y esto me recuerda otro accesorio literalmente indispensable para los americanos enrollados y dinámicos: el agua embotellada. ¿Por qué beber agua del grifo o de la fuente cuando uno puede pagar 1 dólar con 20 por lo mismo y una botella de plástico que luego simularemos reciclar?

En Nueva York, yo no solía beber agua embotellada. De hecho, me dejé llevar por la leyenda urbana de que la ciudad tiene una de las reservas de agua más limpias del planeta. Esa agua, según me enteré, está almacenada en 21 embalses construidos al aire libre en el área de Catskills, río Hudson arriba, y es conducida hasta la ciudad a través de un elaborado sistema de acueductos. Suena prístino.

Pero una noche, en la fiesta de un amigo, un conocido comentó que él y su familia se escapaban a su cabaña junto al embalse de Croton siempre que podían.

—¿Cómo es posible que tengas una cabaña a la orilla de nuestra agua potable? —pregunté yo.

—Oh, no está en la orilla, sino al otro lado de la carretera.

—¿Quieres decir que hay una carretera que rodea el agua que bebemos? ¿Qué pasa con todos los residuos que se producen, como vertidos de aceite o restos de neumáticos y demás?

—Todo se esteriliza una vez que el agua llega a Nueva York —me aseguró.

—No se puede esterilizar todo una vez que llega aquí —protesté—. Para cuando llega a Nueva York ya debe de haber arrastrado consigo todos los germicidas conocidos por el hombre.

Entonces, se puso a desgranar las delicias de sus paseos en barca por el embalse.

—¿Barca? —exclamé—. ¿Te pones a remar en mi agua potable?

—Claro, y a pescar también. El Estado nos permite varar la barca en la orilla.

Fue entonces cuando empezaron a entrar en mi hogar cajas y más cajas de Evian.

Naturalmente, lo malo de beber agua embotellada (aparte del gasto) es que, al igual que los contenedores de reciclaje, me evitan pensar en el estado del agua en el país. Mientras pueda vender suficientes libros como para permitirme mi agua de manantial «francesa», paso de preocuparme por la cantidad de BPC que la General Electric ha vertido en el río Hudson. Después de todo, hace cientos de años, los indios echaban sus residuos al Hudson y los primeros colonos blancos lo explotaban como sumidero de alcantarilla. ¡Y mira qué gran metrópoli nos legaron!

Manhattan también es un lugar fantástico para un buen bistec. Hasta hace unos años, no creo que pasara un solo día de mi vida adulta sin comer carne de vacuno (y, a menudo, lo hacía dos veces al día). Entonces, por ninguna razón en especial, dejé de comerla. Pasé cuatro años sin probar un bocado de carne, y fueron los cuatro años más sanos que he vivido (para la gente como yo, eso significa que no la palmé).

Quizá fue el hecho de escuchar a Oprah Winfrey decir en 1996 que el descubrimiento de la enfermedad de las vacas locas «le había hecho dejar las hamburguesas de golpe». Por entonces, Oprah tuvo que lidiar con una amenaza igualmente peligrosa: los ganaderos de Texas, que presentaron una demanda contra ella (y contra el ex granjero y miembro de un grupo de presión que apareció en su programa para hablar del peligro del mal de las vacas locas) por 12 millones de dólares. Adujeron que Oprah y Howard Lyman habían violado los estatutos de Texas que prohíben el falso descrédito de productos alimenticios perecederos (por favor, noten que fue Oprah quien dijo que había dejado de comer hamburguesas... No quisiera entrar en batallas legales). Oprah ganó el caso en 1998; entonces, sólo por fastidiar, declaró: «Sigo sin comer hamburguesas.»

Yo, por mi parte, recaí en la mala vida y de vez en cuando le pego cuatro mordiscos a la vaca Paca.

No parece que haya aprendido la lección de mediados de los setenta, época en que me zampaba sustancias ignífugas en lugar de carne.

Al igual que millones de nativos de Michigan, pasé años ingiriendo BPB, la sustancia química utilizada en la fabricación de pijamas infantiles..., sin siquiera saberlo. Era uno de los ingredientes de un producto llamado Firemaster, fabricado por una compañía que también producía pienso para el ganado vacuno.

Parece que acabaron por mezclar accidentalmente los contenidos de las bolsas y mandaron el componente ignífugo (etíquetado como «comida») a una central de distribución en Michigan que repartió el supuesto alimento por granjas de todo el estado. Así, las vacas pasaron a comer BPB... y nosotros, a nuestra vez, nos comíamos las vacas y bebíamos su leche, cargada de esa sustancia.

Uno de los grandes problemas del BPB es que el cuerpo no lo excreta ni elimina en modo alguno. La bestia permanece en tu aparato digestivo. Cuando estalló el escándalo —y se supo que el Estado había tratado de encubrirlo—, los residentes de Michigan fliparon. Cabizbajos, muchos políticos acabaron de patitas en la calle. Además, se nos dijo que los científicos no tenían ni idea del modo en que el BPB podía afectar a nuestra salud y que probablemente tardarían otros veinticinco años en averiguarlo.

Pues bien, esos veinticinco años ya pasaron y tengo buenas noticias: efectivamente, mi estómago no se ha incendiado. Pero sigo atenazado por el ansia, soñando con que algún día aparecerá un granjero para ordeñarme. No puedo dejar de pensar en Centralia, Pensilvania, la ciudad cuyos residentes hacían su vida mientras fuegos subterráneos ocasionaban estragos durante años. La ciencia no tiene respuesta para todo. ¿Van a desarrollar un tumor lanudo y estirar la pezuña millones de habitantes de Michigan? ¿O simplemente perderemos todos la cabeza y nos encontraremos trabajando para un candidato incapaz de ganar pero que puede causar múltiples daños colaterales?

Ni yo ni nadie tiene la respuesta. Si conoce a algún nativo de Michigan (y le garantizo que tiene a uno muy cerca, gracias a la diáspora patrocinada por Reagan en los años ochenta), pregúntele acerca del BPB y fíjese en cómo palidece. Se trata de un sucio secreto que no queremos compartir.

Sin embargo, una amenaza bovina mucho mayor se cierne sobre nosotros: no conoce fronteras estatales ni regionales, y merece esa denominación digna de Poe que exhibe como un cencerro alrededor del cuello: La vaca loca.

Se trata de la amenaza más espantosa a la que se ha enfrentado la raza humana. Peor que el sida, peor que la peste negra, peor que prescindir del hilo dental.

La vaca loca no tiene cura. No hay vacuna preventiva. Todos los que se ven afectados por el mal mueren sin excepción tras una agonía horrible y dolorosa.

Lo peor de todo es que se trata de una enfermedad creada por el hombre, nacida de la locura humana que llevó a convertir a vacas inocentes en seres caníbales. Así es como empezó todo:

Dos investigadores fueron a Papúa Nueva Guinea para estudiar los efectos del canibalismo y el modo en que hacía enloquecer a muchos de sus practicantes. Descubrieron que los afectados sufrían una encefalopatía espongiforme transmisible (o EET). Los nativos la llamaban kuru. Lo que sucede en un caso de EET es que unas proteínas defectuosas —los priones— se pegan a las neuronas y las deforman. En lugar de degradarse en una proteolisis como Dios manda, estas proteínas se quedan ahí y desbaratan el tejido nervioso, dejando el cerebro agujereado como una loncha de Gruyere.

Resulta que en Papúa Nueva Guinea, estos priones se propagaban gracias al canibalismo. Nadie parece saber de dónde proceden originalmente, pero cuando penetran en el sistema causan estragos. Algunos opinan que una simple partícula de carne infectada —del tamaño de un grano de pimienta— basta para infectar a una vaca. Una vez que la carne ingerida libera a los cabroncetes, éstos se despliegan como un ejército de comecocos, dirigiéndose directamente al cerebro y devorando todo lo que encuentran a su paso.

Y aquí viene lo gracioso: no se les puede matar ¡porque no están vivos!

La enfermedad se incorporó a la cadena alimentarla en Gran Bretaña a través de las ovejas, luego pasó a las vacas por medio del pienso fabricado a partir de los restos de ovejas y de otras vacas. Por fin, la carne de vacuno enferma llegó al mercado británico. El mal puede permanecer latente durante treinta años antes de manifestarse y asolarlo todo, por lo que no fue hasta que diez jovenes murieron en 1996 que el gobierno británico reconoció que algo olía mal en el suministro de carne.... algo que llevaban diez años sospechando.

La solución británica para erradicar la fuente de la enfermedad consiste en incinerar cualquier vaca sospechosa de padecer el kuru. Sin embargo, al quemarla, la amenaza no desaparece: como ya he dicho, no puedes matarla. El humo y las cenizas no hacen más que llevarse el mal a otro sitio para que vaya a parar al plato de nuevos comensales.

Los estadounidenses no son inmunes a esta enfermedad mortal. Algunos expertos estiman que unos 200.000 ciudadanos estadounidenses diagnosticados de Alzheimer pueden, de hecho, estar infectados con esta proteína, en cuyo caso su demencia sería la manifestación del mal de las vacas locas.

Gran Bretaña y muchos otros países han prohibido desde entonces la alimentación canibalística del ganado. En las granjas no pueden utilizarse sobras de alimentos destinado a los humanos. El Departamento de Salud y Alimentación de Estados Unidos ha seguido la misma senda y ha prohibido los piensos de origen animal. Aun así, los productos canibalísticos siguen entrando en el mercado. Ojo: muchas medicinas y vacunas, incluidas las de la polio, la difteria y el tétanos, pueden contener, en teoría, productos que causen el mal de las vacas locas.

Tanto Gran Bretaña como Estados Unidos han reaccionado con parsimonia ante la amenaza. Si tiene que comer una hamburguesa o un bistec, asegúrese de incinerarlo bien antes de engullirlo. Cuanta menos carne quede, mejor para usted.

¿Y yo? Voy a dejar de comer carne de vacuno a menos que alguien me demuestre que todo el BPB que acarrean mis entrañas puede vaporizar a los parásitos de vaca loca devoradores de cerebros humanos.

He pensado en trasladarme a California y hacerme vegetariano. Pero California es un infierno. Hay un desastre ecológico a cada paso y en cada esquina. Cuando no se trata de terremotos, se trata de incendios forestales. Y lo que se salva de las llamas acaba sepultado por corrimientos de tierras. Si el estado no se halla bajo los efectos de una sequía terrible, son el Niño, la Niña o el Loco los que se encargan de sembrar el caos. La costa Oeste no está hecha para los humanos, y seguro que la naturaleza jamás quiso que nuestra especie se asentara allí. No es un entorno adecuado para nuestra supervivencia. No importa la cantidad de desierto que se haya logrado ajardinar ni cuánta agua se bombee desde el río Colorado a 1.500 kilómetros de distancia: no hay modo de engañar a la Madre Naturaleza. Y está visto que cuando lo intentas, su mosqueo tiene consecuencias devastadoras.

Los indios ya lo descubrieron hace tiempo. Algunos científicos dicen que había más contaminación en la cuenca de Los Ángeles cuando decenas de miles de indios vivían allí en sus campamentos que hoy en día, con ocho millones de vehículos circulando por sus autopistas. Llegó un momento en que la población nativa ya no podía tolerar que el humo de sus hogueras quedara suspendido en el aire sin disiparse jamás, atrapado entre las montañas. Así que cuando la tierra tembló y se abrió, captaron el mensaje y pusieron pies en polvorosa.

Nosotros no haremos lo mismo. California es nuestro sueño.

Treinta y cuatro millones de personas —una octava parte de la población estadounidense— viven apretujadas a lo largo de esta franja de tierra que se extiende entre el océano y las montañas Rocosas. Es como el maná para las compañías energéticas: treinta y cuatro millones de pardillos a los que sacarles jugo.

Bienvenidos al país de los apagones.

En los buenos tiempos, la electricidad en California era suministrada por monopolios regionales cuyas tarifas se establecían según la legislación del Estado. Luego, a mediados de los años noventa, la desregulación se presentó como la panacea para que las compañías eludieran los elevados costes de la construcción de nuevas plantas nucleares... y como una oportunidad para ganar muchísimo más dinero. Uno de los grandes defensores de dicha desregulación fue Enron, máximo contribuyente del Partido Republicano y de George W. Bush.

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