Estúpidos Hombres Blancos (18 page)

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Authors: Michael Moore

Tags: #Ensayo

En los últimos siglos, las cosas parecen haber tomado un cariz fatal para nuestro sexo. Como de costumbre, nos pusimos trabajar en una serie de proyectos que lo echaron a perder todo y convirtieron el mundo en un vertedero. ¿Las mujeres? Inocentes. Ellas continuaron alumbrando vida, mientras nosotros seguíamos destruyéndola siempre que podíamos. ¿A cuántas mujeres se les ha ocurrido exterminar a una raza entera? A ninguna. ¿Cuántas mujeres han vertido petróleo en los océanos, agregado toxinas a nuestros alimentos o insistido en que los deportivos utilitarios sean cada vez más grandes? Veamos, deje que piense.

De las 816 especies vitales para el ecosistema que se han extinguido desde que Colón se extravió y apareció por aquí, ¿cuántas creen que fueron liquidadas por mujeres? Todos sabemos la respuesta.

Si usted fuera la naturaleza, ¿cómo respondería a un acoso tan brutal? ¿Qué haría si se diera cuenta de que los miembros de un sexo específico de humanos se empecinan en destruirle? La madre naturaleza no se anda con chiquitas y se defiende con todos los medios a su alcance. Hará todo lo posible para salvarse, incluso si ello implica sacrificar a la mitad de su especie más lograda.

La naturaleza garantizó generosamente a nuestra especie la forma más elevada de inteligencia y nos confió su futuro, pero de pronto uno de los sexos decidió montar la madre de todos los fiestorros a sus expensas. Ahora, resacosa y malhumorada, la madre se ha mosqueado con quien le echó licor en la bebida.

El culpable empieza a perder pelo, luce barrigón y se tira pedos.

Chicos, nos han descubierto; la ira de la naturaleza no ofrece escapatoria posible. No podemos achacar nada de todo esto a las mujeres: no fue una mujer quien arrojó bombas de napalm ni quien inventó el plástico ni quien dijo: «¡Lo que necesitamos son latas con tapas que se puedan cerrar a presión! » Lamentablemente, todo acto de saqueo y pillaje, todo ataque al entorno, todo lo que ha traído horror y destrucción sobre el medio que antaño fue puro y hermoso es obra de manos que, cuando no están ocupadas en placeres solitarios, hacen horas extra para arrasar este maravilloso hogar que se nos legó gratuitamente.

Así que la naturaleza ha decidido desembarazarse de nosotros.

Si los hombres tuviéramos dos dedos de frente, trataríamos de conseguir el perdón expiando nuestras malas obras. Serían bien vistas cosas tan sencillas como dejar de profanar la reserva natural ártica o de arrojar residuos por todas partes.

Probablemente la naturaleza soportaría muchos de nuestros abusos si todavía fuésemos de alguna utilidad. Durante siglos estuvimos dotados de dos cualidades de las que las mujeres carecen y que nos hacían necesarios: aportábamos el esperma que permitía la supervivencia de la especie y podíamos alcanzar el estante superior para tomar de allí lo que ellas nos pidieran.

Desgraciadamente para nosotros, algún traidor inventó la fertilización in vitro. Eso significa que las mujeres sólo necesitan el esperma de unos pocos de nosotros para tener críos. Es más, alguien (seguramente una mujer) ha anunciado que la ciencia ha encontrado un método de reproducción humana que ni siquiera precisa del esperma para la fertilización: basta con el ADN. Así, las mujeres ya no tienen que aguantar a un baboso encima si lo que desean es procrear. Sólo hace falta una probeta.

El otro invento que acabó con las esperanzas de la población masculina fue la escalerilla. La escalerilla ligera de aluminio. ¿Quién es el culpable de semejante invento? ¿Qué excusa nos queda para seguir aquí?

La naturaleza sabe cómo desembarazarse de los eslabones más frágiles, aquellos que ya no cumplen función alguna, el peso muerto. O sea, nosotros. La ciencia reproductora y tres míseros peldaños de aluminio nos han convertido en un vestigio del pasado, prescindible e inútil.

¡Que nos quiten lo bailado! Miles de años de dominio absoluto sobre el orden social ... y seguimos ahí. No ha habido un solo día en que no fuéramos nosotros quienes mandábamos y decidíamos. Ni siquiera los
Yankees de Nueva York
en su mejor época disfrutaron de un reinado tan largo e indiscutido. Somos minoría y desde tiempos inmemoriales hemos sojuzgado a la mayoría femenina. En otros países, eso representaría muestra de apartheid, pero aquí ha colado. Desde el nacimiento de esta nación, hace más de 225 años, nos hemos encargado de que ninguna mujer acceda a los cargos más importantes de nuestra administración. Y, de hecho, la mayor parte de ese tiempo nos hemos asegurado de que no accedan a cargo alguno. Además, durante los primeros 130 años de elecciones presidenciales, las mujeres no tenían derecho al voto.

Ya en 1920, para simular que jugamos limpio, les concedimos ese derecho. Pero seguimos acaparando el poder.

Figúrense. De pronto, la mayoría de los votos estaba en manos de ellas. Podrían habernos arrojado al basurero político. ¿Y qué hicieron? ¡Volvieron a votarnos! Cojonudo, ¿no? ¿Han oído hablar jamás de un colectivo oprimido al que se le haya dado la posibilidad de invertir la situación y que en cambio se haya decantado por mantener a sus opresores en el poder? Los negros de Suráfrica, una vez libres, no siguieron votando a los blancos. No conozco a judíos que voten por George Wallace, David Duke o Pat Buchanan
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.

Lo normal es que la sociedad dé una patada a los que la putearon sin merced. Aun así, más de ochenta años después de que las mujeres obtuviesen el derecho a voto —y a pesar del auge del movimiento feminista—, seguimos así:

• Ni una sola mujer ha sido nombrada candidata por ninguno de los dos grandes partidos a la presidencia o vicepresidencia en veinte de las veintiuna elecciones celebradas desde 1920.

• Actualmente, sólo cinco estados están gobernados por mujeres.

• Las mujeres ocupan únicamente el 13 % de los escaños en el Congreso.

• Unas 496 de las 500 principales empresas americanas están gestionadas por hombres.

• Sólo cuatro de las veintiuna universidades más importantes del país están gestionadas por mujeres.

• El 40 % de las mujeres que se divorcian entre las edades de 25 y 34 años acaban en la miseria, mientras que sólo el 8 % de las mujeres casadas vive bajo el umbral de la pobreza.

• Las ganancias de las mujeres promedian 76 centavos por cada dólar que ganan los hombres. Eso se traduce en unas pérdidas de 650.133 dólares a lo largo de su vida.

• Para ganar el mismo salario que su homólogo masculino, una mujer tendría que trabajar todo el año más cuatro meses adicionales.

Antes o después, las mujeres descubrirán cómo conquistar el poder... y cuando eso ocurra, que Dios nos asista. Después de todo, son el sexo fuerte. Contrariamente al tópico, los tíos somos los débiles. Basta con tomar nota de lo evidente:

• Vivimos menos que las mujeres.

• Nuestros cerebros están peor formados y, a medida que envejecemos, encogen antes que los de las mujeres.

• Proporcionalmente, tenemos más posibilidades de padecer enfermedades cardíacas, infartos, úlceras, insuficiencia hepática...

• Los hombres están más expuestos a las enfermedades de transmisión sexual (que suelen contagiar a sus confiadas novias y esposas).

• Los sistemas circulatorio, respiratorio y digestivo suelen fallar mucho antes en los hombres que en las mujeres, al igual que los órganos excretores (lo que no es de extrañar, teniendo en cuenta el dulce aroma que dejamos siempre en el baño).

• Nuestro sistema reproductor —la facultad de producir esperma— dura más que la capacidad de las mujeres para ovular, pero nuestra facilidad para expulsarlo se agota años antes de que las mujeres descubran las ventajas de un baño caliente y una buena novela.

• Los hombres no pueden dar a luz.

• Los hombres pierden pelo.

• Los hombres pierden la cabeza (los suicidios masculinos son cuatro veces más numerosos que los femeninos).

• Los hombres son más tontos. Las chicas sacan mejores resultados en los exámenes de primaria (y huelga decir que no mejoramos con la edad).

Quizá no exista explicación lógica para esta disparidad. Quizá, tal como nos enseñaron las monjas, todo forme parte del plan divino. Pero si es así, ¿por qué se esmeró Dios mucho más con las mujeres? Seguro que las monjas saben algo que yo desconozco (después de todo, son mujeres). Conocen los secretos de Dios y, naturalmente, no los iban a compartir con un tío como yo.

Soy del parecer —a partir de la mera observación de la mujer con la que vivo— que cuando Dios se afanaba por crear el mundo, pasó la mejor parte del sexto día ideando el aspecto de la mujer. Nadie puede dejar de notar el toque del artesano en el cenit de su capacidad creativa. Las formas, las curvas, la simetría, todo ello es una obra de arte. La piel es suave y tersa; su cabello, sano y espeso. Conste que no se trata de comentarios salaces, sino de las conclusiones extraídas por el crítico de arte que hay en mí. Las mujeres son asombrosamente bellas.

¿Y qué le pasó a Dios a la hora de hacernos a nosotros? Por lo visto, ya había agotado sus mejores trucos. Para cuando le tocó el turno al hombre, el Señor andaba algo aburridillo y distraído pensando en cosas más placenteras como el descanso del domingo.

Así que los hombres acabamos como los Chevrolet: ensamblados descuidadamente en la cadena de montaje y con averías garantizadas a corto plazo. Es por eso por lo que tratamos de pasar apoltronados el mayor tiempo posible; el ejercicio necesario para recoger lo que vamos consumiendo y desechando podría acarrearnos una afección cardíaca. Nuestros cuerpos fueron hechos para levantar, cargar y lanzar, pero sólo por un tiempo limitado. Y ¿qué puedo decir de ese apéndice extra con que se nos dotó? Vamos a ver. En sus prisas por acabar el engendro, parece que Dios agarró una pieza suelta del taller y nos la pegó sin miramientos. Una chapuza. Si cualquiera de nosotros tomase algo parecido y lo pegara a un árbol o a una farola, veríamos que la cosa no queda muy bien. Pero nadie cuestiona su presencia en el cuerpo masculino. Como una criatura surgida del universo Alien y retocada por Frank Purdue, el órgano sexual masculino es testimonio de que, como en las inundaciones de Bangladesh o los dientes de los ingleses, Dios yerra a discreción.

Acogotados por la impotencia, algunos hombres enloquecen deciden vengarse. Ya que la naturaleza favorece siempre a las mujeres, nos tomamos la justicia por nuestra mano. Puesto que podemos batirlas, vamos a batearlas.

En estos días, la tendencia masculina a herir, lesionar o asesinar mujeres se considera «políticamente incorrecta», por lo que han reforzado las leyes que protegen a las mujeres del peligro masculino. Pero como bien sabemos, las leyes están hechas para aplicar castigos una vez cometido el crimen. Pocas leyes han conseguido detener a hombres sedientos de venganza. Y ellas saben perfectamente que el número de la policía está allí para solicitarle que cuando aparezcan por casa se traigan la mortaja y algo para limpiar el desaguisado, porque para entonces la orden de alejamiento emitida por los tribunales habrá sido debidamente embutida en la boca de la víctima. ¿Y el cuerpo? Con signos crecientes de rigor mortis, gracias.

Los hombres dotados de mayor sutileza recurren a menudo a otros medios para igualar la balanza. Por ejemplo, las tabacaleras (dirigidas por hombres) han tenido un gran éxito a la hora de convencer a las mujeres de que fumen (en un momento en que el número de fumadores varones disminuye). Gracias a ello, el cáncer de pulmón ha superado al de mama como primera causa de muerte entre las mujeres. Número de féminas eliminadas al año a causa del tabaco: 165.000.

La denegación de ayuda es otro truco muy socorrido para mermar la población femenina. Si necesita un trasplante de órgano para sobrevivir, es un 86 % más probable que lo obtenga si es un hombre. Los hombres con enfermedades coronarias tienen un 115 % más de probabilidades de que se les implante un bypass que las mujeres en las mismas condiciones. Y si es mujer, tiene todos los números para que le cobren tarifas más elevadas por una asistencia más bien cutre.

Naturalmente, cuando todo el resto falla, puede recurrir al asesinato. Suele funcionar. Mueren cinco veces más mujeres que hombres a manos de su pareja.

Sigamos así y quizá logremos sobrevivir.

COMO EVITAR LA EXTINCIÓN DE LOS HOMBRES

Por mal que pinte el futuro, todavía existe alguna esperanza de retrasar nuestro fin; pero para ello debemos adoptar actitudes nuevas. Hay muchas cosas que podemos aprender de las mujeres y de su cordura. Aquí tienen algunas pistas:

1. Recuerde que su coche no es un arma de destrucción masiva.
Deje de mosquearse por el vehículo que le acaba de cortar el paso. ¿Qué más da? Tardará lo mismo en llegar a casa. Así que un cretino le ha hecho perder cinco segundos en la carretera. ¿Y qué? Las mujeres no se preocupan ni mucho ni poco por estas cosas y son más longevas. Cuando ven a un gilipollas al volante sacuden la cabeza y se ríen. Es un método que funciona. Chicos, hay que relajarse. Estamos dañando nuestro corazón con cada minuto de tensión y enojo. Deje de conducir y de conducirse como si le hubieran enchufado una rata en el culo. Nada es tan importante. A menos que la rata sea de verdad, claro.

2. No se pase con la comida ni con la bebida.
Tenemos que pensar más en lo que nos llevamos a la boca. Si comiéramos y bebiéramos menos viviríamos mucho más ¿Cuándo fue la última vez que vio a una mujer atiborrarse como si fuera la última cena? No hay duda de que a muchas mujeres les gusta empinar el codo, pero ¿a cuántas ha visto bajarse los pantalones y mear en la acera? ¿Por qué le parece que tantos de nosotros sufrimos cáncer de colon o de estómago? Porque somos incapaces de decirle que no a Jack (Daniels) y a Johnny (Walker), así como a un solomillo de medio kilo poco hecho con cebolla, jalapeños y tabasco. Hay un motivo muy simple por el que las mujeres no se llevan el periódico al baño. ¿Lo pilla?

3. Baje del burro. Vivirá más
. ¿Por qué no nos hacemos a un lado y les cedemos el puesto a ellas para que dirijan el mundo? Ya sé que usted es un paleto reaccionario que no quiere ver mandar a las mujeres. Pero si dejáramos que fueran ellas quienes se preocupen de construir una planta nuclear en Balircin o de declarar la guerra a China o de decidir si las transmisiones de fútbol son de interés general, viviríamos ocho años más. Pues, hala, a callar. ¿Qué tiene de bueno ser el jefe y lidiar con los malos rollos de cientos de empleados? Eso no mola nada. Hay que retirarse, descansar y dejar que ellas se ocupen de este mundo intratable durante los próximos mil años. Piense en todos los libros que podría leer.

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