Estúpidos Hombres Blancos (20 page)

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Authors: Michael Moore

Tags: #Ensayo

Mi mayor temor proviene del 50 % de nuestros queridos terrícolas que no ha hecho una llamada telefónica en su vida. ¿ Qué sucedería si de pronto todos quisieran llamar a casa en el día de la madre o empezaran a ocupar las líneas para pedir pizzas a domicilio? Hay que decirles que no hay más números disponibles.

Toda esta gente se siente ya bastante ultrajada, gracias a la lamentable actuación de Bush, así que no hay razón para seguir abochornándola. Además, hay otras cosas de que ocuparse.

¿De quién fue la idea de desoír la oferta rusa de hace quince años para desembarazarnos de todas las armas nucleares? ¿Ha olvidado el mundo que estaban dispuestos a desarmarse unilateralmente después de la disolución de la Unión Soviética? En 1986, en la cumbre de Islandia anterior al desmembramiento de la URSS, Mikhail Gorbachov puso sobre la mesa una propuesta de «eliminación final de las armas nucleares para el año 2000» (no pudo llegar a un acuerdo con Reagan por la negativa de éste a renunciar al desarrollo del programa Star Wars). Por si acaso Reagan no había oído bien la primera vez, Gorbachov reiteró la oferta a Bush padre en 1989: «Para mantener la paz en Europa, no necesitamos la disuasión por medio de las armas nucleares, sino el control de las mismas. Lo mejor sería la abolición de todo el armamento nuclear.»

Para entonces, ya llevábamos cuarenta años de amenaza inminente de aniquilación nuclear. Y un buen día los rojos se evaporaron y la guerra fría terminó. Nos quedamos con 20.000 cabezas nucleares, y los ex soviéticos con 39.000: lo suficiente como para volar el mundo cuarenta veces.

Creo que la mayoría de los que pertenecemos a la generación de la posguerra crecimos pensando que no íbamos a llegar al fin de nuestras vidas sin que se produjese, al menos, el lanzamiento “accidental” de uno de esos misiles. ¿Cómo podía evitarse? Con este mogollón de armas listas para dispararse en cualquier momento, parecía inevitable que algún chalado pulsara el botón, que algún malentendido condujera a la guerra total o que algún terrorista accediera al material y se encariñara con él. Nos encogimos bajo un manto de terror, lo que afectó completamente a nuestro funcionamiento como nación: tratamos de aliviar el miedo construyendo más armas de destrucción masiva.

Al gastar todo ese dinero del contribuyente en tal cantidad de armas inútiles que esperábamos no tener que usar, permitimos que nuestras escuelas hicieran su particular descenso a los infiernos, dejamos a nuestros ciudadanos sin asistencia médica gratuita y empujamos a la mitad de nuestros científicos a trabajar para proyectos militares, impidiéndoles que se dedicaran a descubrir la cura del cáncer o cualquier otra cosa que mejorase nuestra calidad de vida.

Los 250.000 millones de dólares que el Pentágono planea gastar para construir 2.800 nuevos cazas de ataque conjunto sobrarían para pagar la matrícula de todos los estudiantes universitarios del país.

El incremento del presupuesto propuesto por el Pentágono para los próximos cinco años es de 1,6 billones (con be) de dólares. La cantidad calculada por la administración que haría falta para mejorar y modernizar todas las escuelas del país es de 112.000 millones.

Sí decidiéramos detener la fabricación del resto de los cazas F-22 solicitados por la Fuerza Aérea durante la guerra fría (que tanto Clinton como el Bush actual han insistido en financiar), el dinero destinado al proyecto —45.000 millones— serviría para costear el programa de escolarización primaria de todos los niños de Estados Unidos durante los próximos seis años.

A mediados de los años ochenta, sucedió otra cosa digna de reseña. Al anunciar que la Unión Soviética abandonaría las pruebas nucleares, independientemente de lo que decidiera Estados Unidos, Gorbachov estaba desafiando a Reagan a seguir su iniciativa. Fue un momento extraordinario, olvidado seguramente por la mayoría de los estadounidenses. Por primera vez en mucho tiempo concebimos esperanzas de que la raza humana renunciaría a achicharrarse por voluntad propia.

La carrera armamentística que nosotros empezamos y que los soviéticos se vieron forzados a seguir contribuyó notoriamente a la bancarrota de la URSS. Cuando los soviéticos construyeron su primera bomba A en 1949, Estados Unidos ya tenía 235. Diez años después, teníamos 15.468, mientras que la URSS iba muy por detrás, con «sólo» 1.060. Sin embargo, a lo largo de los siguientes veinte años, la Unión Soviética gastó muchos miles de millones en bombas —mientras su pueblo tiritaba de frío—, y llegó alcanzar nuestra cota. En 1978, ya contaban con 25.393 cabezas nucleares, en tanto que nosotros sumábamos 24.424 (aunque, eso sí, teníamos agua corriente).

Gorbachov heredó un país hambriento cuya población se desvivía por un rollo de papel higiénico. Pero incluso al borde de su disolución, en 1989 mantenía una increíble reserva de 39.000 cabezas nucleares. Las 22.827 del Pentágono bastaban y todos se reían. ¿Tenía Washington la misión de empobrecer al pueblo de la URSS hasta el extremo de provocar una revuelta? Gorbachov, que ya había echado cuentas, tiró la toalla..., pero era demasiado tarde. En 1991, la URSS dejó de existir.

Arrastrados por la euforia del momento, los nuevos líderes rusos y ucranianos, ansiosos por desmarcarse del antiguo régimen, se aproximaron a Estados Unidos cargados de ramas de olivo y palomas de la paz. Los ucranianos anunciaron que abandonaban la carrera armamentística y enseguida desmantelaron su arsenal, al tiempo que los rusos desprogramaban las coordenadas de sus misiles que apuntaran a nuestras ciudades. Luego, propusieron a Estados Unidos una eliminación conjunta de armas nucleares.

¿Cuál fue nuestra respuesta a una oferta de este calibre y sin precedentes?

Nasti de plasti.

Los rusos no se desanimaron y esperaron pacientemente, confiados en que finalmente nos sumaríamos a la propuesta.

También esperaban que mostráramos cierta compasión y mandásemos algo de comida, maquinaria, un par de bombillas, cualquier cosa que paliara su miseria. Suponían que haríamos por ellos lo que hicimos por Europa occidental después de la Segunda Guerra Mundial: un esfuerzo de reconstrucción que originó en la región un período de paz de más de cincuenta años, el más largo en siglos.

No hay duda de que los rusos se figuraron que la vida iba a ser mucho mejor y el mundo mucho más seguro.

Pero ya sabemos qué pasó: les dejamos pudrirse hasta que la mafia tomó el poder. Creció el descontento y la desesperación entre el pueblo. La ayuda prometida no llegó, la escasez de alimentos continuó, las infraestructuras se desmoronaron y el proletariado siguió con la mierda hasta el cuello. Su nuevo presidente, Boris Yeltsin, era un bufón harto de vodka. Además, visto que no querían convertir el país en una fábrica tercermundista de explotación para las grandes empresas americanas (como había hecho China), no hubo afluencia de dólares. Políticos de línea dura del lado oscuro de la administración rusa asumieron el poder, y la esperanza de eliminar sus 25.000 cabezas nucleares todavía operativas se desvaneció.

Actualmente, los nuevos líderes rusos ya hablan de fabricar más armas para venderlas a Irán y a Corea del Norte.

Se nos ha ido al garete una ocasión única para finiquitar esta carrera armamentística demente y ganarnos un nuevo aliado en el mundo. La ventana de la oportunidad no estuvo abierta por mucho tiempo y la cerramos antes de que Clinton hiciera lo propio con su bragueta.

Monica Lewinsky. Así pasamos la segunda mitad de los años noventa: obsesionados por la mancha lechosa en su vestido azul. Nuestro Congreso dejó de lado asuntos tan nimios como la eliminación de la amenaza nuclear en el mundo para debatir cómo insertaba nuestro comandante en jefe su puro en lo más íntimo de una becaria. En eso andábamos distraídos..., junto con la mala temporada de los Broncos, el estrangulamiento de las reinas de belleza infantiles y las citas nocturnas de Hugh Grant. Tuvimos en nuestras manos la llave para legar un mundo seguro a nuestros hijos, pero la codicia desenfrenada por la orgía de beneficios de Wall Street nos tenía demasiado ocupados. Esto es lo que pasa en un país de vagos y maleantes. Nos refocilamos alegremente en nuestra miopía como líderes del mundo libre.

Pero no desesperemos. Entre los veinte paises más industrializados del mundo somos el número 1.

Somos número uno en millonarios.

Somos número uno en billonarios.

Somos número uno en gasto militar.

Somos número uno en muertes por arma de fuego.

Somos número uno en producción de carne de vacuno.

Somos número uno en gasto de energía per cápita.

Somos número uno en emisiones de dióxido de carbono (superamos a Australia, Brasil, Canadá, Francia, India, Indonesia, Alemania, Italia, México y el Reino Unido juntos).

Somos número uno en la producción de basura per cápita (720 kilos por persona al año).

Somos número uno en la producción de residuos peligrosos (unas veinte veces más que nuestro competidor más próximo, Alemania).

Somos número uno en consumo de petróleo.

Somos número uno en consumo de gas natural.

Somos número uno en menor cantidad de ingresos generados por impuestos (como porcentaje del producto interior bruto).

Somos número uno en menor tasa de gasto gubernamental (como porcentaje del PIB).

Somos número uno en consumo diario de calorías per cápita.

Somos número uno en abstención electoral.

Somos número uno en menor número de partidos representados en la Cámara baja.

Somos número uno en violaciones (casi tres veces más que nuestro inmediato competidor, Canadá).

Somos número uno en muertos por accidente de carretera (casi el doble que Canadá, el segundo de la lista).

Somos número uno en partos de madres menores de veinte años (de nuevo, el doble que Canadá, y casi el doble que Nueva Zelanda, nuestro competidor más próximo).

Somos número uno en ratificación del menor número de tratados internacionales sobre derechos humanos.

Somos número uno entre los países de las Naciones Unidas con un gobierno legalmente constituido que no ratificaron la Convención de la ONU sobre los Derechos del Niño.

Somos número uno en cantidad de ejecuciones registradas por delitos cometidos antes de cumplir la mayoría de edad.

Somos número uno en muertes de niños menores de 15 años por arma de fuego.

Somos número uno en suicidios de niños menores de 15 con un arma de fuego.

Somos número uno en malas notas en los exámenes de matemáticas de octavo.

Somos número uno al habernos convertido en la primera sociedad en la historia cuyo colectivo más pobre son los niños.

Reflexionemos por un instante sobre esta lista. ¿No debería llenarnos de orgullo saber que los estadounidenses estamos en la cúspide de todas estas categorías? Casi hace sentir nostalgia por los tiempos en que Alemania del Este ganaba todas las medallas olímpicas. No es moco de pavo. Démonos una palmadita en la espalda y, hala, a seguir así. Con el fin de ganarnos la simpatía del resto de las naciones, me gustaría hacer unas pocas sugerencias para lograr la paz mundial. Modestamente, lo he bautizado como «Plan global de Mike para la paz». Da igual si lo llevamos a la práctica por convicción moral o simplemente porque no deseamos acabar con un Bin Laden al acecho en cada uno de los aeropuertos del país. En cualquier caso, hay que poner un poco de orden en el mundo.

Yo empezaría con Oriente Medio, Irlanda del Norte, la ex Yugoslavia y Corea del Norte.

TIERRA SANTA

Un nombre tan bonito para un lugar donde se perpetran más actos sanguinarios que en la zona VIP de una fiesta satánica.

En enero de 1988, apenas un mes después del inicio de la primera Intifada, viajé con unos amigos a Israel, Cisjordania y Gaza, para enterarme in situ de qué iba el tema.

Aunque ya había estado en Centroamérica, China, el Sureste asiático y otras regiones de Oriente Medio, no estaba preparado para lo que vi en los campos de refugiados de los territorios ocupados. Jamás había asistido a tamaña sordidez, degradación y miseria. Forzar a seres humanos a vivir en estas condiciones —y hacerlo a punta de pistola—, durante más de cuarenta años es una iniquidad sin sentido.

Me entristece y enfurece enormemente el horror y el sufrimiento que han tenido que soportar los judíos desde tiempos inmemoriales. No hay una sola comunidad que haya padecido más muerte y tormentos que la judía, víctima de una intolerancia que no ha durado siglos sino milenios.

Lo que me asombra no es tanto la naturaleza de este odio —pues las guerras étnicas parecen formar parte inevitable de la vida— como la persistencia con que se ha transmitido de una generación a otra. Pienso que el odio no debería ser como el reloj del abuelo que heredará el mayor de los nietos. Si mi tatarabuelo hubiera odiado a canadienses o presbiterianos, yo no tendría manera de saberlo. Sin embargo, el odio hacia los judíos ha ido pasando de padres a hijos como un idioma, una canción o una leyenda de tradición oral. Habitualmente, los humanos somos capaces de sacudirnos de encima las malas ideas, como la de que la Tierra es plana. Ya hace seiscientos años que desechamos esa tontería. Hemos superado el mito de que la Creación se llevó a cabo en seis días o el de que los huevos son malos para el nivel de colesterol. ¿Por qué tanta gente sigue apegada al desprecio por los judíos y no lo relega al olvido?

En eso reside una de las mayores complicaciones para los palestinos: los humanos tenemos la desgracia de que, una vez maltratados, tendemos a maltratar. Nada es menos sorprendente que el hecho de que los niños que han padecido abusos acaben un día abusando de sus propios hijos. Después de que los estadounidenses bombardearan repetidamente a los pacíficos y neutrales camboyanos, masacrando a cientos de miles durante la guerra de Vietnam, los camboyanos acabaron volviéndose los unos contra los otros, masacrándose esta vez por su cuenta. Después de que la Unión Soviética perdiera veinte millones de personas durante la Segunda Guerra Mundial, decidió prevenirse contra cualquier intento de injerencia externa invadiendo y dominando casi todos los países con los que lindaba.

Una vez martirizada, la gente suele enloquecer y acaba por tomar medidas drásticas e irracionales para protegerse.

No deseo tocar el delicado tema de las razones para la creación del Estado de Israel ni del supuesto derecho sagrado a ocupar esas tierras. Sólo quiero profundizar en las circunstancias actuales, origen de una matanza incesante perpetrada por ambas partes. Dicha situación deriva, por un lado, del odio de los palestinos hacia los judíos y, por otro, de la tremenda opresión ejercida por los judíos sobre los palestinos.

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