Tras unos segundos más, la propia Sisela Ytheleus 1/2 se había visto involucrada en un último y desesperado intento de informar a la galaxia exterior sobre el destino sufrido por la nave, al mismo tiempo que los sistemas usurpados de la nave hacían todo lo que podían para impedirlo; destruyéndola si era necesario. La vieja y complicada estratagema que utilizaba a su gemelo, a él mismo y la unidad Desplazadora independiente preprogramada había tenido éxito, aunque por poco, y aun así, no sin que el dron que había sido Sisela Ytheleus 2/2 y era ahora Sisela Ytheleus 1/2 con una especie de recuerdo retorcido de Sisela Ytheleus 2/2 alojado en su interior sufriera daños considerables.
El dron había hecho el equivalente a pegar la oreja a la pared del núcleo que contenía la mente de su gemelo y había accedido cuidadosamente a un resumen casual de la actividad que tenía por escenario el sellado núcleo, para averiguar lo que estaba pasando allí. Era como escuchar una discusión furiosa en una habitación contigua. Un sonido espeluznante, aterrador. Uno de esos concursos de gritos que hacen temer que en cualquier momento empiece a oírse cómo se rompen las cosas.
Probablemente su yo original hubiera muerto durante la fuga. En lugar de su propio cuerpo, ahora habitaba el de su gemelo, cuyo estado mental, violado y derrotado, aireaba a gritos su impotencia en el interior del núcleo marcado como 2/2.
El dron, que seguía dando vueltas por el espacio interestelar a doscientos ochenta kilómetros por segundo, sintió una especie de repulsión ante la mera idea de tener una versión traicionera y pervertida de su gemelo encerrada en su propia mente. Su primera reacción fue expulsarla. Pensó en arrojar el núcleo al vacío y eliminarlo con su láser, la única arma que parecía seguir funcionando casi a plena capacidad. O también podía cortarle la potencia y dejar que lo que quiera que contuviese muriese por falta de energía.
Pero no debía hacerlo. Al igual que los dos componentes superiores de su mente, la versión devastada del estado mental de su gemelo podía contener alguna pista sobre la naturaleza del estado mental del artefacto. Los tres, aquella, el núcleo de la IA y el núcleo fotónico, habían de ser guardados como evidencia. Conservados, quizá, como muestras de las que posteriormente podría extraerse una especie de antídoto frente a la venenosa virulencia del artefacto. Incluso, existía la posibilidad de que quedase algo de la verdadera personalidad de su gemelo en el furibundo estado mental que contenían las dos mentes superiores y el núcleo.
Igualmente era posible que la Mente de la nave hubiese perdido el control pero no su integridad; puede que –como una pequeña guarnición que abandonara la indefendible contramuralla de una gran fortaleza para refugiarse en el impenetrable reducto central– se hubiera visto forzada a disociarse de todos sus subsistemas y hubiera rendido el mando al invasor, pero hubiera logrado conservar su propia personalidad en un núcleo Mental tan invulnerable a la infiltración como el núcleo electrónico que tenía en su interior la mente del dron (donde ahora mismo rebullía lo que quedaba de su gemelo) era a prueba de fugas.
Otras Mentes elenquistas se habían visto en situaciones tan desesperadas como esta y habían sobrevivido. Naturalmente, el núcleo podía ser destruido (no podían cortarle la energía, como podía hacer el dron. Los núcleos de las Mentes poseían fuentes de energía autónomas) pero hasta el agresor más brutal preferiría poner bajo asedio el núcleo-reducto que destruirlo, sabiendo que acabaría por rendirse más tarde o más temprano.
Siempre hay esperanza, se dijo el dron. No debía renunciar a la esperanza. De acuerdo a las especificaciones con que contaba, el Desplazador que lo había catapultado fuera de la desgraciada nave tenía un alcance –para un cuerpo del volumen de Sisela Ytheleus 1/2– de casi un segundo luz. Seguramente ya se encontraba más allá del alcance de sus sensores. Desde luego, los sensores de
La paz trae plenitud
no tenían ninguna posibilidad de captar algo tan pequeño a tanta distancia. Solo le quedaba confiar en que tampoco pudiera hacerlo el artefacto.
Excesión: así llamaba la Cultura a cosas como aquella. Se había convertido en un término peyorativo y por esa razón el Elenco no solía utilizarlo, excepto a veces, informalmente, en conversaciones privadas. Excesión: algo excesivo. Excesivamente agresivo, excesivamente poderoso, excesivamente expansionista. Lo que sea. Cosas así aparecían o eran creadas de cuando en cuando. Topar con una de ellas era uno de los riesgos que uno corría cuando salía en una misión de exploración.
Así que, ahora que sabía lo que había ocurrido y lo que contenía el núcleo 2/ 2, la cuestión era: ¿qué tenía que hacer?
Tenía que hacer llegar la información al exterior. Ese era el cometido que la nave le había encomendado, en esto se había convertido su misión vital en el instante mismo en que la nave había sufrido un ataque tan exhaustivo.
¿Pero cómo? Su pequeña unidad de curvatura había sido destruida y lo mismo le ocurría a su unidad de comunicación y a su láser HE. No le quedaba nada que funcionara a velocidades translumínicas y carecía de medios para arrancarse a sí mismo, o al menos a una señal, de la glutinosa lentitud que atrapaba a cualquier cosa incapaz de bordear el tejido del espacio-tiempo. El dron se sentía como si fuera un insecto grácil y rápido caído en un estanque y atrapado allí por la tensión superficial, perdida toda su elegancia en un tosco e inútil forcejeo con un medio extraño y adherente.
Volvió a pensar en el subnúcleo, donde esperaban sus sistemas de reparación automática. Pero no eran suyos. Eran los de su renegado gemelo. Era absurdo creer que podían no haber caído en manos del invasor. Eran peores que inútiles, eran una tentación. Porque existía una remota posibilidad de que en la precipitación del ataque, no hubieran sido contaminados.
Tentación... Pero no, no podía arriesgarse. Sería una estupidez.
Tendría que fabricar sus propias unidades de reparación automática. Era posible pero le llevaría una eternidad: un mes. Para un ser humano un mes no era demasiado tiempo. Para un dron –aunque fuera uno que pensaba a la vergonzosamente lenta velocidad de la luz en el tejido– era como una secuencia de sentencias de muerte. Un mes no era mucho tiempo para
esperar.
A los drones se les daba muy bien esperar y contaban con toda una gama de técnicas para pasar el tiempo de forma agradable o soslayarlo, pero en cambio era un período abominablemente largo para
concentrarse
en algo, para tener que
aplicarse
en una sola tarea.
Y cuando llegase el final de ese mes, no sería más que el principio. En el mejor de los casos, habría que llevar a cabo numerosas calibraciones. Habría que dirigir, enmendar y modificar los sistemas de reparación automática. Sin duda, algunos de ellos desmontarían lo que debían construir y otros duplicarían lo que debían arreglar. Sería como liberar millones de células potencialmente cancerígenas en un cuerpo animal ya enfermo y tratar de seguirle la pista a cada una de ellas. No era en absoluto imposible que lo matara por error, o que accidentalmente abrieran una brecha en la capa de contención que protegía el núcleo de su corrupto gemelo o los sistemas de reparación automática originales. Aunque todo fuese bien, el proceso entero podía durar años.
¡Desesperación!
A pesar de ello, activó las rutinas iniciales –¿qué otra cosa podía hacer?– y siguió pensando.
Contaba con unos pocos millones de partículas de antimateria almacenados, conservaba cierta capacidad de crear campos de manipulación (con una fuerza que debía de estar entre la de un dedo y la de un brazo, pero regulable hasta el punto de poder trabajar a escala micrométrica y capaz de cortar enlaces moleculares; necesitaría ambas cosas cuando llegara el momento de construir el prototipo de mecanismos de reparación automática), poseía doscientos cuarenta nanomisiles de un milímetro de longitud, con cabeza AM, todavía podía protegerse con un pequeño campo de fuerza y tenía su láser, que no distaba demasiado de su máxima potencia. Además de que aún contaba con el potaje que había sido su cerebro bioquímico de reserva.
... Que tal vez no fuera capaz de sustentar el pensamiento, pero todavía podía inspirarlo...
Bueno, era una forma de utilizar la viscosa y repugnante masa. Sisela Ytheleus 1/2 empezó a preparar una cámara de reacción protegida con un escudo y a pensar cuál sería el mejor modo de mezclar la antimateria y la papilla celular para conseguir masa reactiva y potencia máximas y cómo dirigir el chorro resultante de tal modo que las posibilidades de llamar la atención fueran mínimas.
Acelerar entre las estrellas utilizando un cerebro agotado. Tenía su lado cómico, supuso. Activó también estas rutinas y, con el equivalente a un largo suspiro, una chaqueta quitada y una camisa arremangada, volvió a concentrarse en el problema de construir un sistema de reparación automática.
En ese instante, una ondulación del espacio-tiempo pasó a su alrededor y a través de él. Una aguda e intencionada perturbación en el tejido de la realidad.
Dejó de pensar por un nanosegundo.
Pocas cosas podían producir ondulaciones como aquella. Algunas eran naturales: el colapso del núcleo de una estrella, por ejemplo. Pero aquella onda estaba comprimida y plegada varias veces sobre sí misma; no era la colosal y alargadísima perturbación que se creaba cuando una estrella se convertía en un agujero negro.
Aquella onda no era natural. Alguien la había creado. Era una señal. O formaba parte de un
sentido.
El dron Sisela Ytheleus 1/2 percibió con toda claridad, y sin poder hacer nada para evitarlo, que su cuerpo, los pocos kilos que representaba, empezaba a resonar; producía una señal de respuesta que se transmitiría siguiendo el radio de aquella perturbación circular en expansión y regresaría por el tejido hasta quienquiera que la hubiese generado.
Se sintió... no desolado. Se sintió enfermo.
Esperó.
La reacción no tardó en llegar. Un delicado racimo de filamentos de máser que sondeaban, desplegados en abanico, varillas de energía que parecían converger casi en el infinito, a cierta distancia de donde, según había calculado, se encontraba el artefacto, a más o menos trescientos mil kilómetros de allí...
El dron trató de ocultarse de las señales, pero lo abrumaron. Empezó a desactivar sistemas determinados que podían ser corrompidos por un ataque de la propia señal de máser, aunque las características de la señal no le habían parecido demasiado sofisticadas. Entonces, repentinamente, el haz desapareció.
El dron miró a su alrededor. No se veía nada pero mientras escudriñaba las frías y vacías profundidades del espacio que lo rodeaba, sintió que la superficie del espacio tiempo volvía a trepidar, por todas partes, levísimamente. Algo estaba acercándose.
La lejana vibración se incrementó poco a poco.
... En este momento, el insecto atrapado por la tensión superficial del estanque se hubiera quedado inmóvil, mientras el agua se estremecía y lo que quiera que estuviera avanzando –sobrevolando la superficie del agua o buceando por debajo de ella– se aproximaba a su impotente presa.
El coche, acoplado bajo uno de los monorraíles que discurrían entre las bobinas superconductoras del techo del hábitat, avanzaba a toda velocidad. Al otro lado de sus ventanas inclinadas, Genar-Hofoen contemplaba el nublado paisaje.
El hábitat de God'shole (era demasiado pequeño para merecer el nombre de Orbital en la nomenclatura de la Cultura, aparte de que estaba cerrado) era, con sus casi mil años, uno de los puestos avanzados más antiguos que la Afrenta tenía en la región del espacio que la mayoría de las civilizaciones había decidido llamar la Hoja de Helecho. El pequeño mundo tenía forma de anillo hueco: un tubo de diez kilómetros de diámetro y dos mil kilómetros de longitud, cuyos extremos se habían unido formando un círculo. Las bobinas superconductoras y las guías de ondas EM formaban la cara interior de la enorme rueda. Un minúsculo agujero negro que giraba a toda velocidad, situado donde hubiera debido de estar el centro de la rueda, suministraba energía a la estructura. El espacio habitable, dividido en secciones circulares, era como una enorme llanta pegada al borde interior y en el lugar que hubiera debido corresponder a la banda de rodadura se encontraban las torres de lanzamiento y muelles en los que atracaban y de los que partían las naves de la Afrenta y una docena de especies más.
El conjunto describía una lenta y lejana órbita alrededor de una enana marrón, carente por lo demás de satélites, demasiado pequeña para merecer el nombre de estrella pero que desde hacía tiempo tenía el honor de encontrarse en el lugar idóneo para contribuir a la continua expansión y consolidación de la esfera de influencia de la Afrenta.
El coche del monorraíl corría hacia una enorme pared que ocupaba todo el panorama. Los raíles desaparecían en el interior de una pequeña puerta circular, que se abrió como un esfínter cuando se acercó el coche y se cerró después de que hubiera pasado. El interior del coche estuvo a oscuras un momento, mientras atravesaba un corto túnel, y a continuación, una nueva puerta se dilató delante de él y salió a un enorme espacio abierto en el que las nubes y la niebla lo ocultaban todo.
El interior del hábitat de God'shole se dividía en cuarenta compartimientos individualmente aislables, entrelazados en su mayoría por una estructura de armazones, vigas y miembros tubulares, en parte para proporcionar fuerza adicional a la estructura pero en parte también porque proporcionaba multitud de espacios en los que la Afrenta podía anclar los espacios nidales que conformaban las células básicas de alojamiento de su arquitectura. Había más espacios abiertos cada pocas secciones del hábitat, zonas que apenas contenían otra cosa que capas de nubes, algunos grupos de espacios nidales flotantes y una selección de flora y fauna. Estas secciones eran las que mejor simulaban las condiciones ambientales de los planetas con atmósfera de metano que prefería la Afrenta y era en ellas donde los Afrentadores podían entregarse a su gran pasión, la caza. Lo que el coche estaba atravesando ahora era una de aquellas inmensas reservas de caza. Genar-Hofoen volvió a mirar hacia abajo, pero no pudo divisar ninguna cacería.
Solo una quinta parte del hábitat entero estaba dedicada a la caza, y hasta esto representaba una enorme concesión a las necesidades prácticas por parte de la Afrenta. Probablemente hubieran preferido que la proporción entre los espacios de caza y todo lo demás fuera del cincuenta por ciento y aun en este caso hubieran creído que lo que estaban haciendo era un alarde de sacrificio y responsabilidad.