Es importante defender la cultura propia como factor envolvente de nuestra identidad personal y como pueblo, pero no hasta el extremo de encerrarnos en nosotros mismos y defender nuestras peculiaridades culturales como si fuesen valores absolutos e incompatibles con los valores culturales de otros pueblos, por el simple hecho de ser diferentes (Cabedo Manuel, 2001: 21).
Una cultura para la paz es una cultura del reconocimiento de la diversidad de los seres humanos. Muchas veces este reconocimiento de la diversidad se ha encauzado por el camino de reconocer aquello que tenemos en común, enfatizando los aspectos esenciales comunes que unen a todos los seres humanos: todos amamos a nuestra familia, todos deseamos ser libres y así consecutivamente. De forma que justificamos el reconocimiento a los otros por el hecho de que tienen aspectos semejantes a los nuestros. Sin embargo autores como Lisa Goldstein nos indica que la educación en una cultura de paz y en la diversidad sólo se puede conseguir enfatizando y admirando la variedad. La aproximación a la diversidad tradicional que enfatiza los aspectos en común, aunque partiendo desde las mejores intenciones, termina reforzando el miedo a la diferencia (Goldstein, 2004).
Llevamos mucho tiempo hablando de la tolerancia como valor frente a la intolerancia y yo creo que más allá de la tolerancia, que es una actitud individual que refleja el respeto al distinto, debemos pasar a un amor rabioso por la diferencia, porque únicamente seremos nosotros mismos si amamos la diferencia de los demás (Mendiluce, 2000: 79).
De forma coherente con esta concepción de la realidad se encuentra la comprensión de que los conflictos y las formas de transformarlos son así mismo complejas y multifactoriales. En esto está de acuerdo Carol Gilligan y la ética del cuidado. La importancia de lo
multifactorial
. Por ejemplo a la hora de la resolución del Dilema de Heinz. Ante un conflicto deberíamos intentar todas las posibilidades de resolución pacífica de éste, resolver rápidamente sin atender a la multifactorialidad es, en sí mismo, violento. «La sensibilidad a las necesidades de los demás y el asumir responsabilidad por cuidar de ellos llevan a las mujeres a escuchar voces distintas de las suyas y a incluir en sus juicios otros puntos de vista» (Gilligan, 1986: 38).
Otra aportación de la ética del cuidado a la educación para la paz consiste en la educación en la capacidad de
empatía
, de ponerse en el lugar del otro. Podríamos definir la empatía como el «estado afectivo que brota de la aprehensión del estado emocional del otro y que es congruente con él» (Eisenberg y Miller, 1992: 321). La empatía es requisito para la respuesta moral. Existe una relación directa entre empatía y conducta prosocial. «Con demasiada frecuencia nuestra capacidad de acción se paraliza por la inhabilidad de sentir intensamente el sufrimiento en nuestro entorno inmediato y la injusticia masiva que padece la gente más menesterosa en los países más pobres» (Mayor Zaragoza, 1994: 17). La capacidad de comprender lo que alguien más está experimentando. La capacidad de empatía, de conexión.
[…] educar al niño, desde la más tierna infancia, en la necesidad de observar y sentir empatía por su entorno, así como de transmitirle la impresión de que sus actos contribuyen a transformar la realidad. […] El principio de «aprender a pensar en los demás» se basa, pues, en la convicción de que cada uno de nosotros ha de considerar como propios los problemas y las contradicciones que se suscitan a su alrededor y debe experimentar, en cierta medida, un deseo apasionado de darles solución (Mayor Zaragoza, 1994: 62-63).
En este sentido es importante señalar que la ética del cuidado supera el
velo de la ignorancia
de Rawls. Tanto para Kohlberg como para Rawls la reciprocidad moral implica la capacidad de ponerse con la imaginación en el lugar del otro, pero con las condiciones del
velo de la ignorancia
. Esto es contradictorio, «sin suponer el punto de vista del otro concreto no se puede llevar a cabo ninguna prueba coherente de universabilidad, pues carecemos de la información epistémica necesaria para juzgar si mi situación moral es “semejante” a la tuya o si no lo es» (Benhabib, 1990: 143).
En la ética del cuidado se considera factor muy importante, tener en cuenta las necesidades de los otros. Algunas veces son los otros quienes nos explicitan sus necesidades, otras veces esos otros o bien están muy alejados geográficamente o bien no consiguen hacerse escuchar. Por ello debemos educar nuestra capacidad de empatía, debemos aprender a pensar en los demás.
Para conseguir esto debemos superar los límites de nuestra propia experiencia, abandonar nuestro pensamiento egocéntrico. «No podemos considerarnos personas éticas o morales si no trasponemos los límites de nuestra existencia y compartimos, a menudo dolorosamente, el sufrimiento que nos rodea» (Mayor Zaragoza, 1994: 74).
Es importante que una educación para la paz nazca del reconocimiento de la naturaleza vulnerable y frágil del ser humano, en lugar de la arrogancia del querer sentirnos como Dioses, la arrogancia de la seguridad occidental basada en las culturas de la guerra (Martínez Guzmán, 2003: 61; 2005b: 81). De ahí que tome sentido «la educación para la paz como cultivo del cuidado» (Martínez Guzmán, 2003: 61). «La educación para la paz será una educación en las diversas formas de cuidarnos que incrementen las múltiples maneras de hacer las paces» (Martínez Guzmán, 2003: 68).
Hay que tener empatía y sensibilidad para darse cuenta del sufrimiento. Una sociedad se define por sus redes humanas, por eso la base de una sociedad no puede ser un individualismo egoísta. El otro, la otra, es parte de mi vida y yo no puedo hacer mi vida tranquilamente si está sufriendo. «El problema radica en la incapacidad de ponerse en el lugar de otros seres humanos que viven cotidianamente sin oportunidades de superación, simplemente porque están lejos de nosotros ya sea conceptual o geográficamente» (Mayor Zaragoza, 1994: 153).
Una educación en la que se tenga en cuenta la historia, el valor cultural y costumbres de otros lugares puede colaborar en este ponerse en el lugar de los otros. También el conocimiento del idioma nos acerca más a los otros. Así los traductores hacen un gran papel en la función de acercarnos unos a otros. «Aprender a interesarse por los demás es una tarea que exige libros de texto y maestros capaces de vincular la historia nacional con las costumbres y los tesoros artísticos y científicos de países lejanos» (Mayor Zaragoza, 1994: 68).
La empatía está relacionada con dos valores: la indignación y el altruismo. La educación para la paz es siempre una recuperación de nuestra capacidad de indignación. Necesitamos educar nuestra capacidad de empatía, de sensibilidad y de indignación por lo que unos seres humanos nos hacemos a los otros (Martínez Guzmán, 2001c: 11-14). «Aprender a pensar en los demás significa que los programas académicos han de fomentar el respeto y la atención necesarios para suscitar y mantener el altruismo, tanto en nuestros hijos como en nosotros mismos» (Mayor Zaragoza, 1994: 61).
Para Hume la empatía o simpatía constituía el fundamento de la sociedad «Por la simpatía se abandona el interés propio; es, pues, desinteresada. Es así un principio de transición desinteresada hacia otro» (Navarro Cordón y Calvo Martínez, 1995: 18). El concepto de
empatía
está relacionado tanto con el concepto de
conciencia transpersonal
[36]
como con el de
paradigma de la unidad
.
[37]
La conciencia transpersonal consiste en la «conciencia vivencial de la unidad esencial con todos los seres» (Fernández Herrería, 2001: 109). Desde esa vivencia de la unidad, «hacer daño a la naturaleza o a las personas es impensable y esto surge sin esfuerzo de ninguna clase» (Fernández Herrería, 2001: 112). Lamentablemente, «la vivencia socialmente extendida de este tipo de experiencia no pertenece aún al presente de la humanidad. Pero en realidad también se hace muy poco para que lo sea, pues en nuestros procedimientos y estilos educativos no se da esa necesaria
cultura interior
» (Fernández Herrería, 2001: 115).
La lectura y trabajo del libro
Siddharta
de Herman Hesse (Hesse, 1992b) podría ser un recurso metodológico para educar en esa comprensión de la unidad que subyace en todo lo existente.
[38]
Esta vivencia progresiva de entroncar con el corazón de toda vida es el camino más directo y simple de sentirse cada vez más solidario, unido y comprometido con la humanidad y con Gaia, de vivir unos elevados valores de paz y concordia, de cooperación y empatía, de sensibilidad y afecto (Fernández Herrería, 2001: 115).
Socialmente los juicios morales de las mujeres difieren de los de los hombres en la mayor medida en que los juicios de las mujeres van unidos a sentimientos de empatía y compasión cuando se trata de la resolución de dilemas reales y no hipotéticos. «La contextualidad, narratividad, y especificidad del juicio moral de las mujeres no es un signo de debilidad ni de deficiencia, sino una manifestación de una visión de la madurez moral que considera al yo como algo inmerso en una red de relaciones con los otros» (Benhabib, 1990: 121).
La empatía cumple un importante papel para el posterior desarrollo de conductas prosociales, altruistas, de cuidado del otro.
La autora Nancy Chodorow (Chodorow, 1984) creó una explicación para éste fenómeno que ya hemos apuntado con anterioridad. Atribuyó las diferencias entre los sexos, no a la anatomía sino, en cambio, al hecho de que las mujeres, universalmente, son responsables en gran parte del cuidado de los recién nacidos. Sus estudios indican que la identidad del sexo queda consolidada alrededor de los tres años. Dado que, para ambos sexos, los cuidados durante los primeros años de la vida típicamente corren por cuenta de la mujer, la dinámica interpersonal de formación de identidad de los sexos es distinta para niños y niñas. Las niñas, al identificarse como mujeres, se perciben como similares a sus madres, fundiendo así la experiencia del apego con el proceso de formación de la identidad. En contraste, los niños, al definirse como varones, separan a sus madres de sí mismos, cortando así su amor primario y su sentido de un nexo empático. Esto significa que las niñas salen de este período con una base para la
empatía
formada en su definición primaria del ego en una forma distinta de los niños. Las niñas salen con una base más fuerte para experimentar las necesidades y los sentimientos de otros como si fueran propios. Así pues, desde muy temprano, al ser cuidadas por una persona del mismo sexo las niñas llegan a experimentarse a sí mismas como menos diferenciadas que los niños, como más continuas con el mundo-objeto externo y más relacionadas con él.
Si tenemos en cuenta la tesis de Chodorow, una forma de educar en la empatía de forma igualitaria en los dos sexos, sería asegurarnos de que las tareas de cuidado dejen de ser reino exclusivo de las mujeres para ser compartidas con los hombres.
Para educar en la capacidad de empatía se pueden realizar ejercicios de cambio de perspectiva o de cómo nos percibimos unos a otros (Martínez Guzmán, 2001a: 3). Para esto nos puede ayudar la teoría de Strawson (Strawson, 1995) de tres perspectivas sobre cómo nos sentimos en las interacciones sociales: por lo que me hacen a mí, por lo que hago a otro, por lo que una segunda persona hace a una tercera. Adoptando los tres puntos de perspectiva, se podría educar en la asertividad, la responsabilidad y la indignación respectivamente.
Una educación para la paz es también una educación en la ciudadanía. Como todos sabemos la práctica democrática y activa de la ciudadanía es un pilar clave en la construcción de una cultura para la paz. En este apartado no hablaré sobre la ciudadanía de las mujeres o sobre por qué las mujeres no han podido practicar una completa ciudadanía, aspecto abordado en otros trabajos, sino sobre cómo el valor del cuidado puede fortalecer y ampliar la ciudadanía en general. En este apartado trataré de argumentar cómo el cuidado constituye uno de «los valores morales propios del ciudadano y por qué» (Cortina, 1997a: 219).
Las democracias actuales parecen estar en crisis. Existe una cierta desmoralización, ante un sistema político que para algunos nos había conducido ya al fin de la historia y que era por tanto inmejorable. La alternativa pasa hoy por una democracia radical o participativa en la que la sociedad civil tenga más posibilidades de acción. Cuando en democracia participativa hablamos de sociedad civil no la entendemos como la esfera del mercado sino que:
El núcleo institucional de la sociedad civil lo constituye esa trama asociativa no-estatal y no-económica, de base voluntaria, que ancla las estructuras comunicativas del espacio de la opinión pública en la componente del mundo de la vida […] La sociedad civil se compone de esas asociaciones, organizaciones y movimientos surgidos de forma más o menos espontánea que recogen la resonancia que las constelaciones de problemas de la sociedad encuentran en los ámbitos de la vida privada, la condensan y elevándole, por así decir, el volumen o voz, la transmiten al espacio de la opinión pública-política (Habermas, 1998: 447).
«Los ciudadanos de las sociedades democráticas, a pesar de serlo, difícilmente nos percatamos de que somos nosotros los protagonistas de la vida política y de la vida moral» (Cortina, 1994: 31). La democracia no puede reducirse a su dimensión legal ni al juego de mayorías y minorías. La desobediencia civil y la participación de la sociedad civil en la creación de opinión pública, de asociaciones y organismos son un ejemplo de ello. Mi aportación pretende apuntar a la ética del cuidado como un agente motivador hacia esa participación. «Sólo desde la participación es posible concebir una democracia que, sin renunciar al estado social de derecho, a la justicia social, otorgue mayor protagonismo a la sociedad civil» (García Marzá, 1996: 15). Además la ética del cuidado no es meramente una ética personal, sino que por su inherente y radical intersubjetividad podemos clasificarla como una ética cívica.
Mejor nos iría si aprendiéramos a defender sentimentalmente la ciudadanía democrática, desde la asunción de que no hay ciudadanía que no genere una afección sentimental. El haber relegado los sentimientos y la razón a campos incompatibles es lo que lleva a las desafecciones que hoy aquejan a nuestras democracias (Seoane Pinilla, 2004).