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Authors: Irene Comins Mingol

Tags: #Filosofía, Ensayo

Filosofía del cuidar (27 page)

Un peligro y error de nuestra sociedad es «la insignificancia y pobreza del individuo» (Fromm, 1941: 240). Mediante las tareas de cuidado el individuo se siente significativo, importante, necesario, y se da cuenta de que tiene cierto poder para modificar la realidad. «La participación responsable en las estructuras sociales constituye la mejor garantía para que el individuo pueda conseguir una “vida buena y feliz”» (Cabedo Manuel, 1992: 23). Como Gurutz Jáuregui afirma (1995: 20):

La democracia tiene una doble justificación: 1) instrumental, en cuanto método que permite resolver pacíficamente las disputas y exigir por parte de los ciudadanos a los gobernantes la satisfacción de sus necesidades; 2) sustancial, en la medida en que esa participación política de los ciudadanos constituye una actividad humana intrínsecamente consustancial al desarrollo de las cualidades propias del ser humano.

El sentimiento de no tener influencia sobre lo que nos rodea, de que todo está descontrolado y no podemos hacer nada es muy peligroso, pues es lo que desencadena totalitarismos y esa vuelta hacia la derecha tan peligrosa que han experimentado algunos países europeos.

Son esos miedos los que nutren a los partidarios de los
lepenes
en Francia, los que permiten las demagogias nacionalistas radicales de todas partes, esos miedos a lo desconocido, a este mundo que avanza tan rápidamente y que no sabemos muy bien quién controla y para dónde va, miedos a un progreso incontrolado (Mendiluce, 2000: 76).

Frente a ese miedo, los ciudadanos deberían recuperar su sentimiento de responsabilidad por lo que les rodea y el sentimiento de que realmente pueden hacer algo en su entorno. La práctica del cuidado y la experiencia del cuidado (tanto el dar como el recibir cuidado) desarrolla en el individuo sentimientos de autoestima, autonomía y responsabilidad. «La principal fuente de su sentido de responsabilidad social parece ser la experiencia de cuidar y ser cuidado a lo largo de su trabajo voluntario» (Bellah, 1996: 194).

Dar constituye la más alta expresión de potencia. En el acto mismo de dar, experimento mi fuerza, mi riqueza, mi poder. Tal experiencia de vitalidad y potencia exaltadas me llenan de dicha. Me experimento a mí mismo como desbordante, pródigo, vivo, y, por tanto, dichoso. Dar produce más felicidad que recibir, no porque sea una privación, sino porque en el acto de dar está la expresión de mi vitalidad (Fromm, 1980: 32).

Las prácticas del cuidado involucran en la práctica ciudadana y el trabajo por la comunidad. Las mujeres afro-americanas crean comunidades en las que el cuidado de los hijos corre a cargo tanto de las madres biológicas como de otras madres y de otras mujeres, como se ha señalado en el segundo bloque. Estas comunidades son la clave para estimular la decisión de las mujeres negras en convertirse en activistas políticas en su comunidad (Hill Collins, 1995: 130-131). Muchas mujeres negras activistas han estado involucradas en este tipo de organización para el cuidado de los hijos de la comunidad.

Por tanto, si una educación en el cuidado implica una educación en la responsabilidad, una educación en el cuidado también implica una educación en la interconexión. «Es también la habilidad de cuidar lo que nutre la interconexión. Es una virtud que le conduce a uno al trabajo comunitario y a la política y es promovida por esas implicaciones» (Bellah, 1996: 154).

El cuidado, con sus dos atributos de responsabilidad y de sentimiento de interconexión, es el elemento clave de un sistema democrático participativo. Este sistema tiene su aplicación más palpable en el municipio. El municipio es el único lugar donde se puede participar activamente y donde la ética del cuidado puede tener su manifestación más palpable. En la mayoría de los ciudadanos participativos es la tangibilidad de la comunidad local lo que inspira su compromiso político (Bellah, 1996: 206).

La esfera local, del municipio es el lugar propicio en el que se llevan a cabo las acciones participativas, de responsabilidad y cuidado. Es más, la propia experiencia participativa en lo local desarrolla en el individuo el sentimiento de responsabilidad por el bien público, global.

Tocqueville ya teorizó sobre cómo la experiencia de estar implicado en asociaciones cívicas locales voluntarias era por sí misma capaz de generar un sentido de responsabilidad por el bien público (Bellah, 1996:168). La causa por la que la implicación en asociaciones cívicas transforma motivos e intereses particulares en un compromiso público es la experiencia del cuidado.

El principio de
aprender a pensar en los demás
no nos lo aporta la ética de la justicia y se basa en la convicción de que cada uno de nosotros ha de considerar como propios los problemas y las contradicciones que se suscitan a su alrededor y debe experimentar, en cierta medida, un deseo apasionado de darles solución. Educar en la madurez moral, desde Gilligan (Gilligan, 1986) significa educar en la madurez tanto de la justicia, como de la
preocupación y cuidado
de unos seres humanos por otros, lo que es necesario para la construcción de una sociedad civil participativa. Debemos empezar a pensar una forma diferente de ética, menos basada en reglas, que sea contextual y situada, que empiece de nuestra experiencia en el mundo y que se centre en los individuos reales, particulares, cuyas vidas encuentran sentido sólo dentro de redes de relaciones personales y sociales. La educación de la afectividad no conduce solamente a una mejor autoestima sino a un mayor compromiso con los demás y con la sociedad.

Si uniéramos la educación en una cultura de la atención, el cuidado y la responsabilidad junto a más tiempo libre facilitaríamos el surgimiento de debates públicos y el acercamiento hacia una democracia más participativa.

Las condiciones para la paz necesitan dos procesos de democratización: uno a nivel micro desde los municipios y otra a nivel macro, supra-estatal y en ambos puede aplicarse la ética del cuidado (Robinson, 1999). La educación para la paz es una educación para la ciudadanía mundial, o lo que es lo mismo, para un localismo cosmopolita (Martínez Guzmán, 2001c: 13; 2005b: 87-89). Se ha de educar en la ciudadanía, pero en un concepto de ciudadanía cosmopolita «un modelo de ciudadanía a la vez nacional y universal» (Cortina, 1996b: 108).

La asunción de la “doble ciudadanía” —nacional y universal— es fruto de un doble movimiento: 1. De diferenciación: por el que el ciudadano se sabe vinculado a los miembros de su comunidad por una identidad que le diferencia de los miembros de otras comunidades, 2. De identificación: en tanto que persona, con todos aquellos que son también personas, aunque de diferentes nacionalidades (Cortina, 1996b: 109).

Tanto la teoría de la ciudadanía cosmopolita de Adela Cortina como la de ciudadanía compleja de Michael Walzer, la de ciudadanía multicultural de Kymlicka o la ciudadanía diferenciada de Marion Young, unen las teorías de la justicia y las de la pertenencia, en un intento de que la pretensión de universalidad de la ciudadanía no borre la especificidad de grupo.

La ética del cuidado es o puede considerarse una ética aplicada porque no está desligada del mundo sino que es comprometida y transformadora. Las actividades propias de la ética aplicada son típicas de la sociedad civil, y este es el caso de la ética del cuidado. Como apunta Jacques Delors,
aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a ser y aprender a vivir juntos
son los cuatro pilares de la educación de este nuevo milenio (Delors, 1996). El cuidado es un valor vertebral para desarrollar ese
aprender a vivir juntos
en todos los ámbitos de la experiencia humana, y es fundamental para reactivar una ciudadanía que se pretenda comprometida y participativa. El principio de cuidar debería formar parte de cualquier
ética cívica
, debería formar parte del
capital ético
compartido sin el que una sociedad se sabe inhumana, bajo mínimos de humanidad.
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7. LA ÉTICA DEL CUIDADO: COEDUCACIÓN SENTIMENTAL

El feminismo ha contribuido a la renovación de la agenda de la Educación para la Paz teniendo en cuenta la construcción social de los roles de género y la importancia de la coeducación como componente vertebral de toda Educación para la Paz (Moolakkattu, 2006). La educación y la socialización para la paz debería conducir a un cambio en los patrones de los roles de género que se inculcan a chicos y chicas (Burguieres, 1990: 1-18). La agresión masculina es el resultado de los específicos modos de socialización. Los chicos en la mayoría de sociedades son criados y educados para ser agresivamente competitivos, se les facilita muñecos y juguetes bélicos y se inician en juegos competitivos. Por el contrario en la mayoría de sociedades las chicas son criadas para ser compasivas, obedientes y cooperativas y se espera de las chicas que jueguen con muñecas o a juegos no competitivos. Esa temprana exposición de los chicos a la violencia sólo hace que piensen que la violencia es natural y está legitimada. En las situaciones donde hombres y mujeres se integran lo hacen en términos masculinos (Brock-Utne, 1989). Por lo tanto es necesario actualizar la educación para la paz teniendo en cuenta este objetivo. Desde la infancia los seres humanos deberíamos educarnos y aprender a cuidar, compartir y relacionarnos con los otros seres humanos y la naturaleza. Estas cualidades hasta un cierto punto están ya presentes en las chicas debido a la socialización que han recibido, pero debe extenderse también a los chicos (Moolakkattu, 2006).

Podemos definir una educación en la ética del cuidado como una
coeducación sentimental
. Educación
sentimental
porque, como hemos señalado, la ética tiene más de emociones de lo que creíamos. Las emociones constituyen en muchos casos el motor de la acción moral. Pero siempre siendo conscientes de que no sería una educación en los sentimientos como elemento diferente o dicotómico de la razón. Partimos de una noción de razón amplia en la que los sentimientos juegan un papel importante.
Coeducación
porque se trata de educar en el cuidado tanto a hombres y mujeres. Se trata de educar de tal forma que el cuidado deje de ser un rasgo de género, del rol femenino. El cuidado, las tareas que lo envuelven, los sentimientos y emociones que lo rodean constituyen buena parte de los rasgos que han definido hasta ahora el rol femenino. La propuesta de este libro es generalizar el valor del cuidado a los dos sexos para que se convierta en valor humano y no de género. Para conseguir esto la educación tiene un papel fundamental, y en especial la coeducación.

7.1. LA EDUCACIÓN SENTIMENTAL

Tradicionalmente el sistema educativo ha dado más importancia a los aspectos cognitivos y técnicos que a los emocionales o morales. En los últimos años diferentes estudios están señalando la importancia de una educación emocional tanto para la vida privada del individuo como para la pública, entre ellos cabe destacar por su repercusión, el best-seller de Daniel Goleman
Inteligencia Emocional
(1996), conceptos paralelos son el de
inteligencia sentiente
de Zubiri (1980) o la
inteligencia afectiva
de José Antonio Marina (1996).

En España se ha producido un movimiento paralelo de reivindicación de los contenidos afectivos en el currículum escolar. Lamentablemente, han sido prácticas frecuentemente instaladas en la escuela la prohibición de las muestras de ternura, la domesticación y constricción de las manifestaciones de afecto, el silencio sobre la esfera sentimental y la atribución de sentimentalismo a las mujeres. La educación sentimental trata de superar tanto estos prejuicios como los silencios que en el ámbito de los afectos se producen desde el sistema educativo. Como Erich Fromm señala, en nuestra sociedad las emociones son a menudo desalentadas. Aunque no hay duda que cualquier pensamiento creativo —así como cualquier actividad creativa— está inseparablemente unida con las emociones, se ha convertido en un ideal pensar y vivir sin emociones (Fromm, 1941: 244).

En general se considera, que la escuela debe abordar aquellos conocimientos necesarios para la esfera pública, y en cambio, aquellos conocimientos propios de la vida privada se dejan al arbitrio individual. Entre estos conocimientos que se consideran privados se encuentra todo aquello relacionado con la esfera sentimental: el control de las emociones, la empatía, la autoestima, la capacidad de amar, el manejo de las relaciones interpersonales, el miedo o el odio, entre otros. Entonces uno se pregunta: la guerra, la xenofobia, la violencia doméstica ¿es privado o público?

¿Cómo saber que realmente estamos enseñando aquello que merece más la pena ser aprendido? ¿Cómo tener la seguridad de que las disfunciones que aquejan a nuestra sociedad –la violencia, la guerra, la falta de solidaridad…- no son consecuencia del subdesarrollo afectivo y éste, a su vez, de la falta de toma de conciencia de nuestros sentimientos? (Moreno Marimón, 1998: 18).

Aunque en la vida real se implican mutuamente, desde el ámbito educativo se ha planteado lo cognitivo y lo afectivo como dicotómico y diferenciado. Sin embargo, «lo cierto es que no tenemos dos formas diferenciadas de funcionamiento psíquico, sino una sola, que educamos únicamente en unos campos y descuidamos en otros, creando así un abismo entre lo que llamamos “conocimiento” y lo que llamamos “sentimiento”» (Moreno Marimón, 1998: 17).

Desde la educación para la paz se reivindica la importancia de la educación afectiva. Podemos detectar a rasgos generales dos enfoques dentro de la educación para la paz: el enfoque cognitivo o conceptual y el enfoque afectivo o actitudinal. El enfoque cognitivo, el más privilegiado en todo el ámbito educativo, se ha mostrado insuficiente sino inoperante en la educación para la paz. Diferentes investigadores constataron que en países nórdicos y anglosajones, tras años de contemplar una educación
sobre
la paz y el desarrollo habían conseguido:

La aparición de un nuevo tipo de alumno modelo, capaz de aprender a la perfección todas las lecciones y contenidos de su maestro, incluyendo las cifras y hechos que éste le inculcaba sobre África, capaz de obtener buenas notas en todas las materias y, pese a ello, contento de no tener que vivir en uno de esos países africanos donde pasan tantas cosas singulares, diferentes y terroríficas. Sin quererlo, se había reforzado el etnocentrismo, el orgullo de ser diferente; no se había producido el efecto buscado, la comprensión internacional, la concepción global y solidaria del mundo, el compromiso personal (Grasa, 1985: 1).

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