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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantasía, Infantil y juvenil, Intriga

Finis mundi (8 page)

—Vámonos de aquí —dijo el juglar—. Me estoy poniendo enfermo.

Jacques no podía estar más de acuerdo en este punto, de modo que le ayudó a colocar la tapa en su sitio. Entre los dos cubrieron de nuevo los restos del inmortal Carlomagno.

Salieron de la cripta en silencio. Una vez fuera, sin una palabra, Michel volvió a girar la cabeza de león de bronce. La losa volvió a su sitio con un chirrido.

Michel, Jacques y Mattius cruzaron una mirada. Nadie dijo nada, pero todos tenían un mismo pensamiento: salir de allí cuanto antes.

Michel evitó mirar el cuerpo del capellán, que aún yacía junto a la losa. Tampoco miró de nuevo los mosaicos que adornaban la capilla. Sólo se sintió mejor cuando salió al aire libre y pudo respirar profundamente. Parecía que sus compañeros, incluido el perro, agradecían también el cambio de ambiente.

—No tardarán en encontrarlo —dijo entonces Mattius, refiriéndose al capellán—. Debemos marcharnos cuanto antes.

A Michel le pareció una idea magnífica, pero el aquitanio no se movió.

—Marchaos vosotros —dijo—. Yo me quedo.

Mattius se volvió hacia él.

—¿Vos no vais a acompañarnos?

—Alguien debe explicar lo que ha pasado, y a mí me creerán. No les hablaré de vosotros. Simplemente les diré que el capellán pertenecía a esa extraña secta, y que lo pillé a punto de saquear la tumba de Carlomagno. Me atacó y yo sólo me defendí.

—¿Vais a mentir por nosotros?

—La verdad resulta más increíble que la mentira. Si lo que dicen esos pergaminos es cierto —y hasta ahora no han dicho nada que no lo fuera—, es mejor ocultar a Otón la existencia del eje. Es muy ambicioso.

—¿Nos encubriréis, entonces?

—No veo por qué no. Además, hemos encontrado la tumba de Carlomagno. El joven emperador llevaba meses buscándola. Cuando regrese de Roma le mostraré el lugar, y seguro que me recompensará…

—…con un matrimonio ventajoso —completó el juglar con una media sonrisa—. Mucha suerte, pues. Os agradezco todo lo que habéis hecho por nosotros. Sois un buen hombre.

El caballero lo miró sorprendido; no era habitual que un plebeyo osara juzgar a un noble de aquella forma. Pero Mattius no se estaba burlando.

—Viniendo de él es todo un halago —explicó Michel—. No suele confiar en la gente.

—Eres muy peculiar —comentó el aquitanio, pero Mattius se limitó a encogerse de hombros.

Se despidieron de Jacques de Belin con un extraño peso en el corazón. Ni siquiera Mattius pensaba volver a Aquisgrán. La experiencia de la cripta había sido demasiado turbadora como para que quisiera recordarla.

Ninguno de los dos pronunció palabra mientras caminaban por las calles de la ciudad de vuelta a la posada. Finalmente, Mattius rompió el silencio.

—Hasta ahora todo lo que decía tu ermitaño ha resultado cierto —dijo—. Estoy empezando a creer que realmente el mundo se acabará en el año mil.

—Y la idea es aterradora, ¿verdad?

El juglar miró a Michel fijamente. Sí, estaba asustado, pero no lo dijo. De todas formas el muchacho sabía cómo se sentía; él había pasado ya por ello.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

Michel suspiró.

—Según los pergaminos, he de seguir el camino de las estrellas hasta el fin del mundo. Me temo que no sé lo que significa.

—¿El camino de las estrellas, has dicho? ¿Qué más sabes?

—Bernardo de Turingia vio a mucha gente recorrer ese sendero. Todos con una extraña ilusión en el corazón. Muchas generaciones, una detrás de otra. Se guiaban por las estrellas. Iban hacia un lugar sagrado, y sus almas estaban llenas de esperanza.

—Hay una ruta de peregrinos que recorre el norte de la península Ibérica hasta Santiago de Compostela. Quizá sea eso lo que buscas.

—¡Santiago de Compostela! —repitió Michel—. ¿Es allí donde está enterrado el Apóstol?

—Eso dicen. Es un viaje muy largo, chico. ¿Estás seguro de que quieres ir?

Michel asintió solemnemente.

—Si no lo hago yo, ¿quién lo va a hacer? Ya has visto que hasta los caballeros lo consideran una tarea inmensa. De todas formas, Mattius, no tienes por qué acompañarme si no quieres. Puedo seguir yo solo.

—No. No puedes. No sabes lo que estás diciendo.

Michel se le quedó mirando.

—¿Tienes intención de acompañarme? Tú mismo has dicho que es un viaje muy largo.

Mattius se detuvo en medio de la calle para plantearse en serio la posibilidad de ir con Michel hasta Santiago.

—No pasa nada —dijo el monje suavemente—. Sé desenvolverme mejor que cuando te conocí.

Mattius lo miró de nuevo. Michel había madurado, era cierto, y le sostenía la mirada con una seriedad de adulto. El viaje le había fortalecido y ya no parecía tan niño.

Pero Santiago estaba lejos. Muy lejos. El invierno lo sorprendería antes de que alcanzara los Pirineos. Y, por lo que Mattius sabía, el islam llegaba cada vez más al norte en sus incursiones por tierras cristianas.

—Caramba, chico —murmuró—. Son malos tiempos para viajar solo.

Michel sonrió, conteniendo un grito de alegría.

Libro II: El Eje del Futuro

Año 998 d.C.

Ruinis crescentibus

L
a posada de Alfredo
El Buey
—llamado así debido a su gran masa muscular— estaba situada en una céntrica calle de la ciudad de Astorga, en León. Michel, Mattius y su perro habían llegado el día anterior, a tiempo para unirse a la celebración de una fiesta local. Mattius había recitado con gran éxito un cantar de gesta relacionado con cierto héroe castellano llamado Fernán González. El juglar dominaba el idioma del lugar con fluidez, y Michel podía enorgullecerse de haberlo aprendido bastante bien en el tiempo que llevaban de viaje por tierras hispánicas.

La caminata había sido en ocasiones entretenida, en ocasiones muy dura. Habían atravesado tramos muy difíciles, y viajar por Occitania en invierno no había sido agradable, obligados a detener la marcha constantemente por culpa de las nevadas. Les había costado medio año llegar a los Pirineos, pero, una vez allí, como era pleno invierno, habían tenido que esperar al deshielo para cruzar la cordillera. Ahora el tiempo acompañaba y el viaje era más sencillo. Llevaban cerca de dos meses de viaje por el Camino, y estaba ya entrando el verano. Habían elegido la ruta más al norte, para sortear el posible peligro de las incursiones musulmanas, y ello les había permitido visitar parajes naturales de una belleza inusitada: verdes campos, bosques recubiertos de helechos, impetuosos torrentes y crestas de jóvenes montañas se habían mostrado ante sus ojos. La hospitalidad de la gente hispánica seguía siendo proverbial, sobre todo en el Camino, donde, por lo visto, se decía que traía mala suerte no acoger a un peregrino. Habían conseguido otro caballo en Occitania y ello había hecho más fácil y rápido el viaje, aunque los auténticos peregrinos, los que iban a pie, los miraban con una ligera mueca de reprobación.

Quedaban pocas jornadas para alcanzar Santiago. Corría el rumor de que Al-Mansur había llegado ya allí con sus huestes unos meses antes, pero Michel dudaba de que fuera cierto. Compostela era un lugar sagrado y, además, la gente seguía acudiendo a adorar el sepulcro del Apóstol. En el improbable caso de que el islam hubiera alcanzado la ciudad, los restos del santo no seguirían allí.

Tumbado sobre el jergón en la posada, Michel vio a través del ventanuco cómo nacían las luces del alba de un nuevo día.

La noche anterior, la fiesta había proseguido en la taberna hasta mucho después del anochecer. Incluso Mattius se había dejado llevar por la alegría de la celebración; sólo Michel había permanecido aparte, serio.

Se levantó lentamente. Habían tenido suerte con la posada; a pesar de que en los últimos tiempos había gente que daba crédito a la profecía del Apocalipsis sobre el año mil y seguía el Camino para ganarse el perdón divino, los rumores sobre un ataque musulmán a Santiago habían reducido la afluencia de peregrinos, y solía haber sitio para dormir.

Se lavó la cara con el agua de la palangana y volvió a ponerse el hábito, ya bastante gastado y raído. El perro, encantado de que alguien se hubiera puesto en movimiento por fin, se le metía entre las piernas. Michel dirigió una mirada a su dueño, que no había hecho el menor movimiento, y suspiró. Mattius seguía durmiendo la borrachera. El muchacho se preguntó si debía despertarlo. Si lo hacía, probablemente el juglar no le pondría muy buena cara. Si lo dejaba dormir, despertaría para la hora de comer.

Ya estaba pensando qué podría hacer todo aquel tiempo, cuando
Sirius
decidió por él; con un gozoso ladrido, se tiró sobre el dormido Mattius.

El juglar lanzó una exclamación ahogada, gruñó algo y trató de sacarse de encima al animal a base de manotazos. El perro los esquivó todos, creyendo que era un juego. Finalmente, Mattius se incorporó, pálido y ojeroso, y con aspecto de estar sufriendo una terrible resaca.

—Buenos días —saludó Michel.

Mattius contestó con un gruñido. Se frotó la frente, emitió un bajo gemido y miró a su alrededor.

—Eh —dijo—. ¿Estás recogiendo ya? ¿Pretendes que nos marchemos tan temprano?

—Siempre lo hemos hecho.

—Bueno, pero…

No llegó a terminar la frase. Sabía que Michel tenía razón. Habían perdido un tiempo precioso en los Pirineos, esperando la llegada de la primavera para que los pasos estuvieran transitables. Ahora procuraban no retrasarse más.

Se levantó cuando Michel salía de la habitación.

—Te espero abajo.

Mattius asintió.

Bajó las escaleras un poco más tarde, aferrándose bien a la barandilla. El posadero le dirigió una mirada seria.

—Estoy bien —dijo el juglar, haciendo un gesto despreocupado.

—No se trata de eso, amigo —replicó Alfredo
El Buey
—. Tengo que hablar contigo.

Mattius se le acercó, intrigado.

—Anoche, mientras tú cantabas y vociferabas bebiendo un vaso de cerveza tras otro, se me acercó un tipo y empezó a hacerme preguntas sobre ti y ese monje.

Mattius era todo oídos.

—¿Qué clase de preguntas?

—Al principio, las típicas: si erais peregrinos, si ibais a Santiago… después quiso saber si viajabais solos y si teníais algún tipo de arma.

—¿Crees que tiene intención de robarnos?

—Me extrañaría mucho. Iba bien vestido. Me dijo que estabais fuera de la ley y que os perseguía, pero, sinceramente, creo que mentía. Ese monje es incapaz de matar una mosca, y tú no pareces un ladrón. En realidad fue él quien me dio mala espina. Un tipo grande, con una espesa barba de color castaño. Castellano, por el acento. Diría que es un caballero, pero no muy importante. ¿Por casualidad alguno de vuestros caballos es suyo?

—No tengo ni la más remota idea de quién puede ser, y los caballos vienen de lejos, así que no creo que tenga nada que ver con ellos.

Alfredo
El Buey
asintió, ceñudo.

—De todas formas, tened cuidado con él.

—Lo haremos. Muchas gracias por la advertencia.

—De nada, hombre. Contigo aquí hice anoche un buen negocio. Hubo mucha gente que se quedó sólo por oírte cantar. En cambio, ese otro hombre me pareció bastante desagradable.

Mattius reiteró sus agradecimientos y salió de la posada, pensativo.

Fuera, Michel ya había preparado los caballos y los abrevaba en la fuente de la plaza. Mattius sonrió a pesar del dolor de cabeza y de las preocupantes noticias. El joven monje aprendía rápido, y no parecía en absoluto aquel muchacho temeroso que había recogido en Normandía. De todas formas, decidió no contarle, por el momento, lo que Alfredo
El Buey
le había dicho.

Astorga despertaba con los primeros rayos de la aurora. Un día más, las mujeres salían de sus casas para llenar el cántaro de agua. Un joven de la edad de Michel conducía un rebaño de vacas por las calles de la población. A cambio de unas monedas, les dio a cada uno un tazón de leche fresca, llamándoles «señores». Mattius hizo una mueca. El tratamiento se debía a que ellos llevaban caballo y el muchacho iba a pie, pero no terminaba de acostumbrarse. Si no hubieran tenido tanta prisa, le habría regalado los animales, o los habría vendido en la primera feria que hubiera encontrado. Al fin y al cabo, no le habían costado nada; uno se lo habían robado a un caballero en Caudry, y el otro lo habían encontrado vagando por el bosque, escapado quizá de las caballerizas de algún monasterio en llamas.

Mattius se encogió de hombros y espoleó a su montura. Aquél había sido un formidable golpe de suerte. «Dios nos ayuda», había dicho Michel. Mattius no había respondido. Desde el principio se había preguntado qué papel jugaba Dios en todo aquello.

Salieron de nuevo al Camino. Tardarían aún una semana en llegar a Santiago, pero el paisaje era cada vez más bello y salvaje. Mattius apartó las preocupaciones de su mente y decidió disfrutar del viaje.

En los días siguientes, el juglar empezó a tener la desagradable sensación de que alguien iba tras ellos. No se lo dijo a Michel para no alarmarlo, porque, además, no sabía si realmente lo presentía o se trataba sólo de temores nacidos de las advertencias de Alfredo
El Buey
.

Tampoco sabía quién podría ir tras ellos, ni por qué. «Si fueran ladrones, ya nos habrían tendido alguna emboscada», pensaba con inquietud; pero la idea de que la cofradía los seguía desde Aquisgrán era demasiado descabellada. Habían salido de la capital del Imperio rápidamente, sin hacer muchas paradas, hasta que el invierno los había obligado a retrasar la marcha. Habían estado mucho tiempo parados al pie de los Pirineos. Ciertamente, podrían haberlos alcanzado. Pero, según Alfredo
El Buey
, el hombre que los seguía era castellano. Resultaba difícil creer que la Cofradía de los Tres Ojos hubiera sobrepasado los límites de Aquisgrán y tuviera seguidores más allá de los Pirineos.

Pero, en el caso de que así fuera, Mattius y Michel les habían robado el Eje del Presente. Si de veras había miembros de la Cofradía de los Tres Ojos en la península, tenían bastantes motivos para interceptarlos.

Entonces, ¿por qué no los habían atacado en la posada? Claro, se dijo Mattius con una sonrisa. El perro. Probablemente no querían enfrentarse a otro fracaso como el de Aquisgrán.

Por más vueltas que le daba a la cabeza, no conseguía terminar de entender qué estaba pasando. Pero, por si acaso, decidió actuar con cautela.

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