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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantasía, Infantil y juvenil, Intriga

Finis mundi (20 page)

El arzobispo se quedó en el monasterio toda la mañana, revisando las cuentas con el abad Patrick y recorriendo las instalaciones. A mediodía ofició una misa, y todos los monjes se reunieron en la iglesia. Michel estaba allí también, más nervioso que de costumbre. Intentó concentrarse y repetir los rezos correctamente.

A la salida, el arzobispo pasó por su lado, como por casualidad.

—Hermano Michel —le dijo suavemente en francés—, un monje no debería perder el tiempo enviando mensajes a las jovencitas.

Michel dio un respingo, se puso pálido y balbuceó algo. Aelfric sonrió con condescendencia y siguió su camino, dejando al desolado monje plantado frente a la puerta de la iglesia.

Mientras, Mattius disfrutaba de su última tarde en la taberna de Winchester. Cedric y él seguían compartiendo canciones, y el juglar se dijo que era una lástima partir precisamente ahora.

—No hemos celebrado nuestro encuentro como corresponde —declaró Cedric—. Creo que deberías probar la bebida estrella de la casa, ¿verdad, Thomas?

—Y que lo digas —respondió el tabernero—. Te costará un poco más, pero valdrá la pena, te lo digo yo.

—¿La bebida estrella de la casa? —repitió Mattius—. ¿De qué se trata?

Le plantaron sobre la mesa una jarra de espumeante líquido rojizo.

—Es aguamiel —dijo Cedric—. La bebida de los héroes.

Mattius recordó que, en la mayor parte de los poemas épicos que relataba Cedric, los guerreros que se reunían tras una batalla en el
meadhall
, la casa del señor, celebraban la victoria bebiendo aguamiel.

—Los tiempos heroicos han pasado —dijo Thomas—, pero el aguamiel todavía se destila.

—Bebe, amigo —lo animó Cedric—. Dicen que el aguamiel hace tu cuerpo inmune a todos los males.

Mattius rió, pero probó el aguamiel y le pareció delicioso y bastante fuerte.

—Sírvele una a Cedric también, Thomas —dijo; se sentía generoso, aunque era consciente de que, si se iban al día siguiente, Lucía tendría que abandonar a la dama Alinor y el dinero pronto se acabaría—. Invito yo.

Los parroquianos celebraron su ocurrencia ruidosamente. Pronto, el
scop
y el juglar estuvieron recitando a dúo unos versos sobre un antiguo héroe anglosajón que tenía, en opinión de Mattius, un nombre muy curioso: Beowulf.

Todos participaban de la fiesta. En aquellos cuatro meses, Mattius había sabido ganarse la confianza y el aprecio de la gente de Winchester.

Nadie oyó a los hombres del
sheriff
, el encargado de mantener el orden en la ciudad, entrar en la taberna.

—¿Mattius el juglar? —preguntaron.

—Sí, soy yo —respondió Mattius festivamente—. ¿Queréis un trago?

Los hombres seguían ceñudos y, a pesar de que el aguamiel se le había subido bastante a la cabeza, el juglar advirtió que había problemas. Llamó a su perro y se volvió hacia ellos.

—¿Qué pasa?

—Se te acusa de haber prendido fuego al barco normando hace unos meses —replicó el
sheriff
, impertérrito.

—¿Ah, sí? ¡Qué bobada! ¿Y quién me acusa?

—La doncella de lady Alinor.

Mattius estuvo a punto de decirles dónde podía meterse sus mentiras la doncella de lady Alinor, cuando recordó que esa doncella era Lucía.

—¿La doncella…? —repitió—. Debe de ser un error. Conozco a esa muchacha.

—Y ella te conoce a ti —le contestaron—. Por eso sabe que no tienes mucho cariño a lady Alinor y que tenías previsto atentar contra su vida.

—¿Qué? Pero ¡todo el mundo me vio ese día ayudando a apagar las llamas!

—Exacto. Todo el mundo te vio ese día a la hora justa en el lugar de los hechos.

Mattius se esforzó por recordar. En efecto, había rondado por los acantilados poco antes de que el barco ardiera. Aquello sólo podía ser una trampa.

—Quiero hablar con esa joven que me acusa —exigió.

—No será posible, amigo. Mientras no se aclare este asunto, tú no tienes derechos en Winchester.

Los hombres avanzaron hacia él para capturarlo, pero
Sirius
se plantó frente a ellos, gruñendo, para proteger a su amo. El
sheriff
y los suyos retrocedieron.

—Quiero saber más cosas —exigió Mattius—. ¿Van a juzgarme?

—Es una orden del arzobispo —dijo el
sheriff
, encogiéndose de hombros—. Por lo visto la muchacha acudió a él, atormentada por los remordimientos, y le confesó lo que habías hecho. Puede que te juzgue él, o puede que te juzgue lady Alinor, o lord Oswald cuando regrese. O puede que no tengas juicio y se te cuelgue directamente. Los daños en el puerto fueron muy graves.

Mattius miró a su alrededor, y descubrió que los que antes eran sus amigos ahora le miraban con recelo y desconfianza. Incluso Cedric.

—¿Pero qué os pasa? ¡Soy inocente!

Ni siquiera su perro pudo defenderle de los hombres del
sheriff
. Tras una breve refriega,
Sirius
quedó fuera de combate y Mattius fue capturado, atado y arrastrado hasta los calabozos de la ciudad.

Michel salió del monasterio poco después de la hora prima, para estar en Winchester a la salida del sol. Sabía que, si el abad lo descubría, el castigo sería ejemplar, pero el muchacho no tenía intención de volver.

Llegó a la plaza a la hora justa, y esperó, temblando de frío, la llegada de Mattius y Lucía.

Sin embargo, el juglar no apareció, y tampoco lo hizo la chica.

Cuando el sol estaba ya muy alto y la ciudad bullía de actividad, Michel decidió que debía hacer algo. Se dirigió a un joven que pasaba por la plaza y le preguntó, con lo poco que sabía de sajón, si había visto a Mattius el juglar.

El muchacho pareció asustado, movió la cabeza y dijo algo que Michel no llegó a entender del todo; sin embargo, sí captó el mensaje en su esencia: Mattius estaba prisionero. El joven sajón pronunció el nombre del arzobispo Aelfric, y Michel se sobresaltó. Le dio las gracias y se alejó de él, para reflexionar.

Mattius estaba prisionero y Aelfric andaba de por medio. Todo concordaba: el arzobispo había interceptado el mensaje enviado a Lucía y ahora les impedía marcharse reteniendo a Mattius. Pero, ¿por qué? ¿Para arrebatarles los ejes? ¿Y por qué esperar tanto? Quizá estaba aguardando el momento apropiado para atacarle y robarle las joyas. O quizá sólo quería mantenerlos a raya para asegurarse de que no invocaban al Espíritu del Tiempo antes del fin del milenio.

Había que hacer algo. Tenía que averiguar dónde estaba encerrado Mattius, y de qué se le acusaba.

La mente de Michel bullía de preguntas, y decidió arriesgarse: iría a ver al arzobispo.

Previamente enterró el saquillo con los ejes a las afueras de la población, bajo un árbol, pensando volver a buscarlo cuando saliera del palacio del arzobispo. Desde luego, no iba a entrar allí con los amuletos encima.

No las tenía todas consigo, pero debía averiguar qué había sido de Mattius y por qué Lucía no había acudido a la cita. Corrió hacia la casa arzobispal y pidió una audiencia urgente.

Cuando estuvo frente a Aelfric, empezó a dudar de que fuera buena idea.

—¿Qué se te ofrece, hermano? —preguntó el arzobispo amablemente.

—El juglar —dijo Michel con firmeza—. Exijo saber dónde está.

Aelfric pareció sorprendido.

—Lo han encarcelado por el incendio del puerto —dijo—. Según me dijeron, había pruebas suficientes para hacerlo. Pasó toda la noche en el calabozo del
sheriff
, pero ahora lo han trasladado al castillo. Iban a ejecutarlo al amanecer; lady Alinor pidió para él un juicio, y probablemente habrá que esperar a que vuelva lord Oswald para que éste se lleve a cabo.

—Lo encerraron por orden vuestra —acusó Michel.

—Me pidieron que lo hiciera.

—¡Y vos… accedisteis! ¡Sois uno de ellos!

—¿Uno de ellos? Muchacho, ¿qué dices?

Michel no escuchaba. Se sentía hirviendo de ira.

—No lograréis detenernos —dijo, sombrío—. Dios os castigará por esto.

Antes de que el arzobispo pudiera replicar, Michel dio media vuelta y salió de la habitación, sin ceremonias.

Nadie lo detuvo. Nadie le impidió abandonar el palacio arzobispal. Una vez fuera, tras asegurarse de que nadie le seguía, fue a recuperar los ejes, y los encontró exactamente en el mismo lugar donde los había dejado. Exhaló un suspiro de alivio.

No le quedaba mucho tiempo. Tenía que contactar con Lucía, como fuera.

Encerrado en una mazmorra no muy limpia, soportando la ocasional visita de alguna rata, Mattius pensaba.

Aquello era una trampa, eso estaba claro. «Nos dejan escapar en Finisterre con los ejes», se dijo. «Luego nos siguen hasta aquí, nos impiden marcharnos y me cargan a mí las culpas del incendio. ¿Por qué? ¿Qué pretenden?».

Se preguntó qué estaría pasando con Lucía y Michel, y pidió a gritos ver a la muchacha. El carcelero se rió en sus barbas.

Por la noche, un caballero normando acudió a su celda.

—Volvemos a vernos, juglar —le dijo en castellano.

Mattius pensó que era producto de una pesadilla.

—Caramba, García —comentó—. Eres insistente. ¿Qué has hecho con tu barba? ¿Y qué haces disfrazado de normando?

El castellano torció el gesto.

—Seguirte, obviamente. Me han dicho que sabes dónde está el tercer eje. Me hace mucha falta esa información.

De pronto aquello estuvo claro para Mattius. Los habían dejado libres en Finisterre para que los guiaran al Eje del Pasado, porque desconocían su ubicación. ¿Pero cómo sabía García que habían descubierto más datos sobre él? Sólo lo sabían Cedric, Michel… y Lucía, claro. El monje había dicho que iba a enviarle un mensaje.

Una sospecha empezó a tomar cuerpo en la mente del juglar. ¿Estaba Lucía aliada con la cofradía? ¿Lo había estado desde el principio?

No tuvo tiempo de seguir pensando. Tres hombres más entraron en la prisión y se lanzaron sobre él. Mattius se debatió, pero no logró impedir que lo inmovilizaran. García se acercó a él. Llevaba un pequeño frasquito en la mano.

—Bebe esto, querido —le dijo con guasa—. Te sentará bien.

Mattius pensó que era un veneno, y le extrañó, porque aquél no era el estilo del maestre. De todas formas se resistió todo lo que pudo, hasta que uno de los hombres le dio un puñetazo en la mandíbula y lo dejó aturdido. Antes de que pudiera reaccionar, ya había tragado el contenido de la redoma.

Sintió que las piernas le flaqueaban y supuso que iba a morir de una muerte lenta y dolorosa. «Mala suerte, Michel», se dijo. «Tendrás que seguir tú solo».

García se inclinó sobre él.

—¿Dónde está el tercer eje? —preguntó.

—¿Vas a proporcionarme el antídoto si te lo digo? —replicó Mattius a su vez.

García se quedó perplejo. Era evidente que no era esa la respuesta que esperaba.

—¿Dónde está el tercer eje? —repitió.

—¿De verdad crees que te lo voy a contar sólo con que me lo preguntes?

El castellano se quedó mirando un momento el frasco vacío que aún sostenía en la mano.

—No te ha hecho efecto —comentó—. Le diré a Lucía que su pócima no ha dado resultado. No tendré más remedio que utilizar mis métodos.

¿Que la pócima no había dado resultado? Mattius comprendió de pronto: no era un veneno, sino una especie de suero de la verdad que, por alguna razón, no le había afectado. Se preguntó por qué, y recordó de pronto las palabras de Cedric: «Dicen que el aguamiel hace a tu cuerpo inmune a todos los males». Sonrió para sí. Ahora, sin embargo, había algo más urgente que averiguar.

—¿Lucía, has dicho? No te creo. Eres un mentiroso.

García rió.

—Claro, amigo. Deberías haberlo adivinado antes. Aceptaste en tu grupo a uno de los nuestros. Estoy seguro de que, si tuvieras otra oportunidad, serías más prudente.

Mattius iba a replicar, pero el castellano le asestó un rodillazo en el estómago.

—Me vas a decir dónde está el Eje del Pasado, amigo —le advirtió—, o no saldrás vivo de este lugar.

—Si yo muero, nunca lo sabrás —respondió Mattius, pero el maestre le golpeó de nuevo.

La tortura se prolongó a lo largo de toda la noche. Mattius podría haberle dicho lo que sabía y haberse olvidado del asunto, pero su instinto de supervivencia le decía que, en cuanto dejara de ser útil, García lo mataría. Sufrió un auténtico calvario aquella noche, pero, cuando García y sus compañeros se marcharon, dejándolo medio muerto, el mayor dolor que sentía era el que le corroía por dentro.

En los días siguientes pensó mucho en la posibilidad de que el castellano estuviera diciendo la verdad. Habían conocido a Lucía casi al mismo tiempo que al propio García. Recordó que ella había dicho que el maestre había acudido a la posada «para encontrarse con alguien». Ese alguien podía ser la misma Lucía.

La joven había insistido mucho en acompañarlos. Les había librado de las meigas y quizá había sido ella quien había ordenado a García que los dejaran en paz en Finisterre… para luego seguirlos hasta el Círculo de Piedra. Ella les había proporcionado la pista, pero ignoraba dónde podía encontrarse aquel círculo.

Ahora, tras cuatro meses en Winchester, Michel le había enviado un mensaje diciéndole que sabían dónde estaba el tercer eje. Lucía había decidido que era hora de entrar en acción, y lo había hecho diciendo que Mattius había incendiado el barco. Probablemente el culpable de ello había sido el propio maestre de la cofradía, que había viajado con ellos, confundido entre la escolta de lady Alinor. Ahora, la muchacha había intentado sacarle la información mediante una de sus pócimas, pero no había dado resultado. Tampoco lo había hecho el interrogatorio de García.

Pero Lucía sabía, tan bien como el propio Mattius, que Michel no se marcharía sin él. Pronto acudiría al castillo, y entonces el joven monje estaría perdido y la misión habría fracasado.

Mattius maldijo una y mil veces su propia debilidad. Su intuición le había dicho desde el principio que no se fiase de la chica… Y su intuición nunca le había fallado. ¿Por qué se había dejado engañar? ¿Por unos chispeantes ojos verdes?

Rechinó los dientes: no pensaba rendirse.

Tenía que encontrar algún modo de comunicarse con Michel y decirle que no confiara en Lucía.

El monje había vuelto al monasterio y recibido su consiguiente castigo: tres días sin hablar con nadie. No le costó mucho cumplirlo; aunque no pronunciara palabra, su mente bullía de planes.

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