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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantasía, Infantil y juvenil, Intriga

Finis mundi (18 page)

«No queda ya mucho tiempo», pensó de pronto. Si sus cálculos eran exactos, faltaban poco más de cuatro meses para el fin del milenio. Intentó apartar aquellos pensamientos de su mente. Él no podía hacer nada por el momento; aprender a hablar sajón era una solución lenta, así que ahora todo estaba en manos de Michel y sus conocimientos latinos, que le permitirían comunicarse con los religiosos del lugar.

Se quedó en lo alto de los acantilados hasta que la tarde comenzó a declinar. Entonces se dispuso a bajar hasta la aldea. Pensaba dormir allí aquella noche.

Por el camino oyó un súbito grito que sonó como una voz de alarma. Forzó la vista para distinguir qué sucedía más abajo, y descubrió una frenética actividad en el puerto. Gente corriendo, gritando, acarreando baldes de agua…

Miró un poco más allá y el corazón le dio un vuelco.

La nave normanda estaba envuelta en llamas.

Bajó rápidamente lo que le quedaba de trayecto. No sabía muy bien qué estaba haciendo, pero la vocecilla de la lógica le decía que, si la embarcación se hundía, quedaría atrapado en aquella tierra bastante tiempo. Y Mattius odiaba estar atrapado, de modo que corrió con los aldeanos para tratar de salvar lo que quedara del barco.

La tarde fue larga y difícil. Pronto una chispa saltó desde la nave y prendió en un pequeño bote cercano. El fuego se propagó rápidamente por todo el puerto, amenazando ya no sólo las embarcaciones, sino incluso las viviendas de los pescadores. Todos lucharon a brazo partido contra las llamas, pero el incendio ya estaba avanzado cuando sonó la alarma, y, al caer la noche, cuando lograron controlarlo, el pequeño puerto y sus botes eran un montón de oscuras ruinas.

Aquello era un desastre, no sólo por la nave destruida, sino también por las familias de pescadores que veían su modo de vida convertido en ceniza. No era precisamente lo que aquella tierra necesitaba, se dijo Mattius amargamente, contemplando los desolados restos bajo la luz del ocaso.

Sacudió la cabeza. Habían hecho cuanto habían podido.

Se preguntó de pronto, en medio de su tristeza, qué andaría haciendo Michel.

La comitiva no había permanecido mucho tiempo en casa del arzobispo Aelfric. Les habían dicho que Su Ilustrísima no podía recibirlos en aquel momento, porque estaba ocupado con un mensajero del arzobispo de Canterbury. Por lo que Michel averiguó, al arzobispo de Canterbury no se le negaba nada. Sin embargo, les dijeron, sería buena idea que siguieran hasta el castillo, donde se alojarían la dama y su escolta. Cuando estuvieran instalados, el propio arzobispo acudiría allí a entrevistarse con ellos.

Michel decidió acompañarlos, aunque suponía que lo enviarían al monasterio. Aquél tampoco era un mal plan, pero pensó que, si podía, sería interesante estar presente en la conversación entre Alinor y Aelfric.

Lord Oswald se hallaba asistiendo a su señor, el rey Ethelred, y el castillo había quedado a cargo de su esposa, lady Julianna. La dama extranjera (
lady
Alinor, como la llamaban allí) no había previsto establecer contacto con los señores de Winchester, pero decidió que no era mala idea al fin y al cabo.

Pese a la dificultad del idioma, las dos mujeres pronto lograron entenderse gracias a que una de las doncellas de lady Julianna se había criado en Aquitania y, dada la proximidad, sabía algo de francés. La señora de Winchester era una muchacha muy joven y tímida (Lucía pronto sintió simpatía por ella), que no ocultaba su admiración hacia el porte de reina, la belleza y las ricas vestiduras de la dama normanda. Sintió enseguida deseos de comunicarse con ella en su refinado idioma, e hizo todo lo posible por aprender algunas palabras mientras esperaban al arzobispo Aelfric.

Éste no tardó en llegar, acompañado de dos sacerdotes. Era un hombre de mediana edad, cabello gris y expresión bondadosa. Sus ojos mostraban cierto brillo de sagacidad e inteligencia. Saludó afectuosamente a lady Julianna y se dirigió a la dama Alinor, para sorpresa de ésta, en un francés bastante aceptable, aunque con un fuerte acento:

—He recibido la misiva de vuestro esposo, lady Alinor —el señor de Bayeux había tenido buen cuidado de hacerla traducir al latín—. Me siento muy honrado ante vuestro mensaje de paz y amistad; nada despreciable, dados los tiempos que corren.

—Así es —asintió ella—. Si mi esposo no estuviera ahora mismo ocupado por su señor, el duque de Normandía, habría venido él en persona. Lamentablemente, son tiempos difíciles, y los caballeros deben ocuparse de los asuntos de guerra, dejándonos a las damas y a los hombres de Dios los asuntos de paz.

A Aelfric pareció complacerle la respuesta, pero había un atisbo de suspicacia en su mirada.

—Corren tiempos tan extraños que un caballero normando se molesta en enviar a su esposa a tratar con un viejo religioso sajón —dijo con suavidad.

La dama Alinor hizo un gesto despreocupado.

—Normandos y sajones tenemos un enemigo común —dijo—. Mi esposo opina que tarde o temprano deberíamos unir fuerzas contra los vikingos.

El arzobispo clavó en ella una mirada pensativa. Su esposo era vasallo del duque de Normandía, quien, a su vez, era vasallo del rey de Francia. Si aquella misión era el inicio de una alianza, debería ser éste quien se encargara del asunto. Aunque también era cierto que el soberano francés tenía sus propios problemas.

A Aelfric se le ocurrió que, efectivamente, aquélla podría ser una buena jugada por parte de los normandos: iniciar un acercamiento entre reinos sin que hubiera caballeros de por medio. Nadie desconfiaría de una dama tan encantadora, y el hecho de que ella se dirigiera al arzobispo quizá no se debiera únicamente a que el señor de Winchester estaba ausente. Aelfric supuso que la misión de lady Alinor consistía en convencerle a él de la conveniencia de una alianza, para que intercediera en favor de los normandos no ya ante el señor de Winchester, sino unte el mismo rey Ethelred. Semejante acercamiento podría ser muy beneficioso para todos, y el señor de Bayeux podría recibir una generosa recompensa por parte de sus señores.

Habiendo creído adivinar la finalidad de la embajada, el arzobispo sonrió amablemente a lady Alinor. Reparó entonces en Michel.

—Tú debes de ser el joven monje de la orden de Cluny que venía en el barco. ¿Qué te ha traído por aquí? Era un viaje muy peligroso.

—Lo era, en efecto —asintió Michel; ya tenía preparada la respuesta—. Pero hasta mi hogar ha llegado la fama de los libros del monasterio de Winchester, una auténtica cuna del saber. He venido hasta aquí con el propósito de solicitar de vos la gracia de unirme por un tiempo a esta santa comunidad para aprender cuanto pueda de la biblioteca del monasterio y enriquecer mi alma con sus sabias enseñanzas.

El arzobispo no supo muy bien cómo tomarse aquel discurso tan florido. Michel recordó de pronto que no era aquélla la historia que le había contado a la dama Alinor, y la miró de reojo para estudiar su reacción. Pero ella no pareció sorprenderse.

—No veo por qué no, hermano —accedió Aelfric—. Has hecho un largo camino para llegar hasta aquí. Si tan interesado estás en los manuscritos, puedes, si lo deseas, consultar mi biblioteca particular.

Michel le dio las gracias. El arzobispo se volvió hacia la dama.

—Lady Alinor, imagino que pensáis quedaros aquí hasta que el barco zarpe de nuevo. Es tarde, y probablemente estéis cansada. Lady Julianna os atenderá a vos y a vuestra escolta en todo lo que preciséis.

La señora de Winchester sonrió gentilmente al oírse nombrar e indicó a su invitada que la siguiera. Alinor de Bayeux se despidió del arzobispo con una inclinación, y ella y su séquito, incluida Lucía, desparecieron por el pasillo en pos de lady Julianna.

Aelfric se volvió hacia Michel.

—Y tú, hermano, sígueme —le dijo en latín—. Te acompañaré hasta el monasterio. Hablaremos con el abad Patrick.

Por el camino, el arzobispo le preguntó a Michel acerca de lo que sucedía en el continente, y el muchacho respondió lo mejor que supo. A medida que hablaba, la arruga de preocupación de la frente de Aelfric fue haciéndose más profunda.

—De modo que es cierto —murmuró—. La Iglesia tiene ahora un Papa y un antipapa.

Michel estuvo a punto de decirle que aquél era el menos grave de los problemas de Occidente, pero se guardó sus opiniones. Al arzobispo pareció intrigarle su silencio, y comenzó a preguntarle acerca de él mismo y de sus viajes.

Michel relató cómo una horda de húngaros había prendido fuego a su monasterio. Después, omitiendo la etapa de Aquisgrán, de difícil explicación, le habló de su viaje a Santiago, justificándolo como una peregrinación para ir a ver al santo.

Le contó cómo era el mundo que había visto. Aquel muchacho delgaducho conocía más cosas que el erudito arzobispo, que nunca había salido del condado de Wessex.

Michel pasó a hacerle preguntas acerca de su tierra y costumbres, y Aelfric respondió con gusto. Finalmente, como sin darle importancia, el monje comentó:

—Me han hablado de un antiquísimo lugar que vale la pena visitar. Es un monumento llamado el Círculo de Piedra; ¿vos sabríais por casualidad dónde…?

Se interrumpió al ver que la expresión de Aelfric se había vuelto severa, casi hostil.

—Nunca he oído hablar de tal lugar —respondió con brusquedad.

Michel guardó silencio, sorprendido. Iba a preguntar algo más, pero en aquel momento los interceptó un hombre que llegaba a todo correr. Por lo visto tenía noticias para el arzobispo, porque se detuvo junto a su caballo y le comunicó algo rápidamente.

Michel no entendió lo que decían, porque hablaban en sajón. Cuando el emisario terminó de contar sus nuevas, Aelfric parecía consternado y sus acompañantes se santiguaban. El muchacho, frustrado, trató de averiguar qué estaba pasando. Uno de los sacerdotes le respondió en latín que los barcos del puerto habían estallado en llamas. Nadie sabía cómo ni por qué. Se suponía que se trataba de un ataque vikingo, pero no habían visto naves enemigas cerca.

Michel se quedó de piedra. Ya no tenían medio de volver hasta que no viniera otro barco desde el continente. Aquello era harto improbable; los únicos que navegaban con tranquilidad por las costas atlánticas eran los vikingos.

Una sospecha cruzó su mente: allá donde Mattius y él tenían problemas solía ser por causa de la Cofradía de los Tres Ojos.

La dama Alinor casi sufrió una crisis nerviosa cuando le comunicaron lo que había pasado con el barco que había de llevarla de vuelta a Normandía unos días más tarde. El caballero que traía la noticia parecía tan contrariado como ella.

—¿Y qué haremos ahora? —lo interrogó la señora de Bayeux—. ¿Cómo volveremos a casa?

—No lo sé. Ninguno de los barcos que se han salvado de las llamas está capacitado para viajar hasta el continente. Los trabajos de reconstrucción durarán varios meses; para entonces ya no será tiempo de navegar. Habrá que esperar a la primavera próxima.

Lady Julianna se apresuró a aclararle que podía quedarse en su castillo todo el tiempo que fuera necesario, pero la dama normanda no pareció sentirse muy reconfortada.

Lucía, junto a ella, guardaba silencio, aunque no se perdía palabra. Escuchó con interés las teorías del caballero sobre el posible origen del incendio; parecía que estaba casi descartada la posibilidad de que hubiera sido un accidente.

—Averiguad quién ha sido —ordenó la dama Alinor, temblando de ira—. Y, cuando lo encontréis, traedlo ante mi presencia de inmediato. No habrá piedad para él.

Los días pasaron casi sin sentirse. Era necesario seguir adelante, y pronto lo sucedido en el puerto quedó empañado por la realidad cotidiana, que volvió a ocuparlo todo. Michel se encerró en el monasterio, donde el abad Patrick le franqueó la entrada a la biblioteca, con la esperanza de descubrir algo sobre aquel Círculo de Piedra que ponía tan nervioso al arzobispo. Pronto, sin embargo, descubrió que la vida allí era bastante más dura que en su monasterio, y los trabajos en el huerto le dejaban poco tiempo para dedicarse a la investigación. El alimento escaseaba, y ni siquiera el centro monástico se escapaba de los penosos impuestos que había que pagar a los vikingos.

Por su parte, Lucía siguió sirviendo a lady Alinor y perfeccionando su francés («querida, debes superar por completo ese acento que tienes, es horroroso») en el castillo de Winchester. Durante mucho tiempo, éste seguiría estando en manos de lady Julianna y los caballeros que su esposo había dejado atrás para protegerla. Las noticias que llegaban del norte no eran nada alentadoras. El conflicto con los daneses no parecía entrar en vías de solución. Y mientras, las carretas cargadas con lo poco que les quedaba a los habitantes de la población seguían avanzando por el camino, llevándose los sueños y las esperanzas de una gente cada vez más pobre.

Mattius observaba todo esto con gesto grave. Gracias a la ayuda prestada en el incendio del puerto se había ganado la confianza de la gente; además, el juglar sabía ser simpático cuando quería, y sus esfuerzos por hablar una lengua tan extraña para él cayeron en gracia a los parroquianos, que lo aceptaron entre ellos.

Por otro lado, Mattius tenía dinero. Mientras su discípula estuviese bien pagada, el juglar siempre disponía de algunas monedas, que repartía entre la taberna y la posada. A pesar de que él siempre había sido poco más que un paria y allí lo trataban como a un señor, Mattius sentía una amarga tristeza ante aquella situación. La pobre gente de Winchester apenas podía disfrutar de su dinero. La mayor parte de lo que él se gastaba en la población iría a parar a manos vikingas.

Mientras deambulaba por allí haciendo todo lo posible por aprender algo de sajón, trató de averiguar alguna cosa sobre el Círculo de Piedra. Aprendió a formular la pregunta a los lugareños, pero éstos se encogían de hombros y negaban con la cabeza. Casi todos eran gente humilde, agricultores, pescadores y algún pastor, que nunca se habían alejado de su ciudad natal.

Mattius buscó entonces señales de juglares, o de alguna cosa que se le pareciera. Descubrió que allí se llamaban
scops
, y que su técnica era tal que incluso componían sus propios poemas. Esto dio que pensar al extranjero. «Algún día, yo también compondré un poema épico», se dijo.

De todas formas, en aquellos tiempos no había
scops
en Winchester. Los poetas no se alimentaban del aire y, por supuesto, todos ellos se hallaban en el norte, cerca del
danelaw
, la frontera que separaba la parte anglosajona de la parte vikinga de la isla. Allí era donde el rey Ethelred mantenía las conversaciones con el enemigo y, de paso, controlaba sus movimientos. Allí era donde se hallaban reunidos la mayor parte de los caballeros cristianos de Bretaña.

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