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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantasía, Infantil y juvenil, Intriga

Finis mundi (25 page)

—Sufrí un auténtico infierno con mi primer marido —le contó ella; le temblaba la voz—. Me trataba peor que a su perro. Le di cinco hijos y perdí otros cuatro por culpa de sus palizas de borracho. Era su vida o la mía, y fue entonces cuando empecé a experimentar con las pócimas. Cuando mi esposo murió, me casaron de nuevo, pero esta vez logré llevar yo las riendas. Siempre. Para que nunca más me trataran peor que a un perro.

Lucía no dijo nada, sorprendida de descubrir aquellas cosas sobre el pasado de la orgullosa Alinor de Bayeux. Comprendió entonces por qué le estaba contando todo aquello. Probablemente, nunca nadie la había escuchado antes.

¿Tendrían los ejes el poder de convertirla en una especie de semidiosa? Lucía no lo sabía, y no quería saberlo. Alinor buscaba venganza contra un mundo que la había tratado injustamente. Su diabólica inteligencia había movido las piezas una tras otra. Pero era una simple mortal, y Lucía sabía que jugaba a un juego peligroso. Incluso con los poderes que atribuía a las piedras, el deseo de imponer sus propias reglas al mundo podría volverse contra ella.

Mattius y Michel querían impedir el fin del mundo. Querían que la vida siguiera mil años más.

«¿Para que todo siga igual?», se preguntó Lucía, presa de una súbita rabia. «¿Para que haya hambre, guerras y epidemias? ¿Para que se siga arrebatando a tanta gente el derecho a decidir su destino?».

Ella había gozado de la protección de su abuela, pero ni la meiga Isabel había podido librarla de las palizas de su padrastro. Habían pretendido casarla con un hombre a quien no amaba.

—Tú haces lo que quieres —dijo Alinor con envidia—. Pronto yo también lo haré.

Lucía intentó imaginarse un mundo gobernado por Alinor de Bayeux, una Alinor eternamente bella y radiante, una Alinor que poseyera una sabiduría infinita. Ninguna mujer volvería a sufrir abusos.

Apartó aquellas ideas de su mente, muy asustada. Se obligó a sí misma a recordarse que Alinor no era ninguna santa. Había asesinado a su doncella, había torturado a Mattius, había hecho incendiar el puerto. Cercamón también estaba muerto por culpa de sus intrigas. Y ni ella, ni Mattius ni Michel estarían vivos ahora de haber sabido Alinor dónde encontrar el Eje del Pasado.

Lucía estaba increíblemente confusa. Sintió que algo en su interior se extinguía irremisiblemente, que las fuerzas la abandonaban. «Que acabe todo ya», pensó. «No quiero seguir viviendo. Es demasiada carga para mí».

Alinor seguía paseando arriba y abajo, sumida en sus pensamientos. Los bajos de su vestido, manchados de barro, arrastraban sobre la hierba.

El soldado normando parecía inquieto, pero no dijo una palabra. Lucía se preguntó hasta qué punto temía a su señora.

—Nunca lo conseguirás —musitó la juglaresa; no recordaba en qué momento había comenzado a tutearla, pero eso no importaba ahora—. No mereces ese poder.

Los ojos de Alinor se clavaron en ella con una ira relampagueante.

—¡Tampoco merecía ese marido! ¡Ni mis hijos merecían morir antes de ver la luz! ¡Yo era sólo una niña!

Lucía tragó saliva. Alinor prosiguió, más calmada:

—No importa lo que tú creas, querida. Puedes escoger contemplar mi triunfo o morir antes, lo dejo a tu elección. Pero es algo que sucederá, os guste o no. El poder de los ejes será mío y gobernaré sobre el mundo. Ni vosotros ni esa ridícula cofradía podrá impedirlo. El Anticristo, ¡ja! Pueden llamarme así si lo desean. Yo sustituiré a aquel a quien se ha venerado durante mil años. Pero yo no me dejaré crucificar.

Súbitamente se oyó un silbido y el caballero normando, muy pálido, puso los ojos en blanco y cayó pesadamente sobre Lucía, sin un gemido. Estaba muerto.

La muchacha hizo esfuerzos por levantarse, pero no lo logró. Estaba atrapada. El caballero llevaba una pesada cota de mallas que, sin embargo, no le había salvado la vida. Una pequeña flecha, corta, gruesa y afilada sobresalía de su nuca.

Lucía jadeó, tratando de desembarazarse del peso, mientras Alinor, muy pálida, escudriñaba las sombras, alzando la antorcha.

—Una lástima que nos hayáis subestimado, señora —tronó una voz—. Ahora conocemos vuestra traición. Consideraos muerta.

Una figura salió de detrás de una de las rocas. García, el guerrero castellano, avanzó hacia la luz con gesto torvo. Tenía una oscura cicatriz en la sien y portaba una ballesta.

Alinor, blanca como la cera, retrocedió unos pasos. Había hablado con Lucía en castellano para que el normando no se enterara de sus planes. Si lo hubiera hecho en francés, habría sido García el desinformado. Un pequeño pero trágico error.

—Adiós, señora —murmuró el castellano—. Saludad de mi parte a Lucifer en el infierno.

El dardo salió disparado con un chasquido y fue a hundirse, limpiamente, en el pecho de Alinor de Bayeux, que cayó al suelo con un último suspiro. La antorcha se apagó.

—Nadie traiciona a la cofradía sin quedar impune —murmuró García; se fijó en Lucía, paralizada de terror—. Tampoco tú.

Cargó otra flecha en la ballesta y apuntó hacia la chica. Ella se libró, en un último esfuerzo, del cuerpo del caballero, pero la debilidad hizo que le temblaran las piernas y cayó de rodillas sobre la hierba. Todo había sucedido en cuestión de segundos, y en su mente pugnaba por tomar cuerpo la idea de que iba a morir.

Se oyó un aleteo y un golpe seco, el silbido de una flecha y un grito de frustración. El dardo fue a estrellarse contra una de las piedras del círculo y Lucía se atrevió a mirar de nuevo: García luchaba por desembarazarse de un enorme búho que lo atacaba, impidiéndole disparar a la joven.

—¡A él,
Sirius
! —resonó la voz de Mattius en algún lugar del círculo.

Lucía creyó que lo había imaginado, pero el perro lobo de su amigo se lanzó sobre García.

La juglaresa se incorporó y observó, bajo la tenue luz nocturna, el confuso bulto del hombre peleando contra el ave y el perro, que gruñía y mordía. Algo metálico brilló en la oscuridad y
Sirius
emitió un aullido.

—¡Aléjate de él! —gritó Mattius—. ¡Tiene un cuchillo!

El perro se apartó sólo un poco. García se incorporó, tambaleante. Una sombra se arrojó sobre él por la espalda, desde la oscuridad.

Forcejearon. La daga brillaba en lo alto y los dos hombres luchaban por ella. El búho ululaba sobre sus cabezas, atacando con las garras y el pico.

Uno de los dos fue más fuerte. El puñal se hundió en el pecho del otro, que emitió un gemido y cayó pesadamente al suelo. El búho se elevó hacia las alturas y se perdió en la oscuridad de la noche.

Lucía escudriñó las sombras, llena de inquietud. Temblando, sosteniéndose a duras penas sobre sus piernas, la figura avanzó hacia ella. Era alta y delgada. Los cabellos ondulados se encrespaban, cayéndole sobre los hombros.

La silueta era la de Mattius.

Lucía logró levantarse y fue a su encuentro. Casi llorando, se refugió entre sus brazos.

—Era tu vida o la suya, Lucía —murmuró él—. Yo… no podía dejar que…

La muchacha nunca había creído percibir tanta ternura en la voz del cáustico juglar. Dejó que la estrechara entre sus brazos y descubrió, no sin sorpresa, que habría querido estar así siempre.

—Creía que estabas muerto —dijo.

—Soy demasiado cabezota como para dejarme matar.

Una luz inundó el círculo. Michel entraba con una antorcha y aspecto preocupado. Se tranquilizó al ver que sus amigos estaban bien y echó un vistazo a los cuerpos que yacían sobre la hierba.

—Es una larga historia —dijo Lucía; se separó de Mattius con un suspiro y miró a Michel con determinación—. Falta ya muy poco. ¿Qué debemos hacer?

Los ejes seguían sobre la piedra. Michel se acercó y los contempló; después miró a sus amigos gravemente.

—Acercaos —dijo.

Siguiendo las indicaciones del joven monje, se colocaron alrededor de la piedra.

—Coged cada uno un amuleto —la voz del muchacho sonaba como lejana, irreal—. Y alzadlo por encima de la cabeza.

Mattius y Lucía obedecieron.

—Cerrad los ojos y concentraos. Voy a invocar al Espíritu del Tiempo. Tenéis que unir vuestras almas a mis palabras: desead con todas vuestras fuerzas que nos escuche y responda.

Hubo un silencio. Los ejes relucían tenuemente sobre los tres amigos.

—El fin del milenio ha llegado —dijo Michel—. Ha terminado este ciclo. Han pasado mil años desde que se te invocó por última vez, a ti que haces girar la Rueda del Tiempo. En este Último Día acudimos de nuevo a ti. ¡Respóndenos!

Se levantó un fuerte viento que sacudió los árboles y golpeó sus rostros. Pese a ello, nadie abrió los ojos. Los ejes aumentaron la intensidad de su brillo.

Una voz sin voz, como un pensamiento, sonó muy suave y dulcemente dentro de sus corazones.

«He llegado. Estoy aquí. ¿Qué queréis?».

—Queremos que la Rueda del Tiempo siga girando —dijo Michel—. Queremos otra oportunidad.

«No sabéis lo que decís. La hora ha llegado. El mundo debe tocar a su fin».

—Nos resistimos a dejar la vida. Queda mucho por hacer.

«Vosotros no habéis visto lo que yo he visto», suspiró la voz con tristeza.

Lucía se sintió conmovida. Había imaginado al Espíritu del Tiempo como un ser severo y terrible. Pero aquella voz parecía la de un niño.

—Queremos verlo —dijo Michel.

«¿Estáis seguros?».

—Sí.

La voz les abandonó y sintieron una horrible sensación de pérdida. El viento sopló con más fuerza y empezó a girar a su alrededor como un tornado. Los gemidos lastimeros de
Sirius
se oían muy lejanos.

Notaron un cosquilleo en las puntas de los dedos que sujetaban los ejes. La sensación se extendió por todo el cuerpo.

Y entonces dio comienzo la experiencia más increíble de sus vidas, porque vieron con la mente todo lo que jamás podrían ver sus ojos.

Las imágenes se sucedieron en sus cabezas como en un torbellino. Eran como flashes de escenas cambiantes que se reemplazaban a una velocidad de espanto. En medio de aquel caos, rostros, paisajes y tiempos se entremezclaban indiscriminadamente. Tuvieron que reprimir un grito y aguantar en pie aquella mareante sensación de vértigo.

Entonces, poco a poco, las imágenes empezaron a moverse más despacio y los tres pudieron verlas con mayor claridad.

En la mente de Lucía la proyección comenzó con la escena de un hombre crucificado. Vio cómo moría perdonando a sus verdugos y predicando una doctrina totalmente novedosa, la de la paz y el amor. Vio a hombres llenos de fe que recorrían el mundo llevando la Palabra; vio cómo los persiguieron y torturaron. Vio cómo nacía la nueva Iglesia y fue testigo de su paulatina corrupción. Vio la decadencia de un Imperio, vio luchas entre bárbaros y vio a ejércitos de hombres lanzarse a conquistar el mundo bajo el emblema de la media luna. Vio espadas teñidas de sangre. Vio a la gente morir de hambre, de frío, de dolorosas enfermedades. Vio a muchos seres humanos vivir como esclavos, a la vez que se sucedían frente a ella reyes, príncipes y emperadores cubiertos de joyas. Vio hordas de vikingos incendiar y saquear pueblos enteros; pero junto a esta imagen, había otras de guerreros cristianos haciendo exactamente lo mismo.

Se vio a sí misma de niña. Se observó crecer y madurar. Contempló su vida hasta el momento antes de iniciar la invocación.

Todo esto le resultó reconocible. Pero también había imágenes perturbadoras, extrañas, del pasado de pueblos y razas desconocidos que vivían de un modo totalmente distinto al suyo. Sus pieles eran oscuras, rojizas o amarillentas. Hablaban extrañas lenguas y todos ellos habitaban en su mismo mundo. Lucía los vio evolucionar a lo largo de mil años. Y supo que el mundo no se acababa en Finisterre.

En apenas unos segundos había visto tantas cosas, tanto dolor, tanto odio, tantos crímenes, que se preguntó cómo era posible que la humanidad apenas hubiera cambiado en mil años. Quiso cerrar los ojos al pasado, pero ya los tenía cerrados. Otros ojos, los de la mente, seguían sin embargo abiertos de par en par. Luchó por escapar de allí, pero las imágenes seguían sucediéndose sin piedad.

Mattius experimentó de pronto cómo su mirada sé ampliaba hasta cubrir todo el mundo, que se hizo pequeño para caber en su mente. El Ojo del Presente le mostró cada rincón, cada recoveco, cada palmo del cielo, la tierra y el mar. Y descubrió con asombro que el mundo era inmenso, mucho más de lo que nunca había podido imaginar. Con infinito estupor comprobó que tenía forma de esfera, y que había muchas tierras adonde los cristianos no habían llegado, tierras habitadas por hombres de extraño color de piel. Aprendió, fascinado, que ni aunque viviera mil años podría visitar todo lo que estaba contemplando comprimido en un solo instante.

Y en aquel preciso momento el mundo estaba sumido en el caos. Vio tantos crímenes y tanta miseria que comprendió que ni aun viviendo mil años podría librarse de aquella carga. En todas partes había guerras, hambre, odio y miedo. Mattius había visto muchas cosas, pero aquello lo superaba todo. La humanidad, como una inmensa manada de lobos aullantes, se destruía a sí misma. Mattius la veía desde una perspectiva global, que todo lo abarcaba; observaba a cada hombre, cada mujer y cada niño del planeta, y, a pesar de aquella evidencia de unidad, de formar un todo, veía que los seres humanos se empeñaban en luchar entre ellos y aumentar las diferencias, en crear barreras y abismos, en fraccionar algo que, en el fondo, era una sola cosa.

Al comprenderlo, al poseer por unos instantes aquella mirada divina, Mattius supo por qué la voz del Espíritu del Tiempo sonaba tan infinitamente triste.

Michel vio con sorpresa a Mattius y Lucía esperando un hijo, y supo que estaba contemplando el futuro. Aquella imagen le llenó de felicidad.

Sin embargo, inmediatamente después vinieron otras escenas, terribles y violentas. Vio al rey Ethelred dirigiendo, con las armas del comerciante normando, una masacre contra los invasores daneses, en la que morían muchas mujeres y niños. Vio también la terrible venganza de los vikingos y su total conquista de la isla. Vio el castillo de Winchester en llamas.

Los tiempos y los lugares se sucedieron rápidamente. Vio a los normandos cruzar el mar para apoderarse de la Bretaña, y los vio gobernarla durante varios siglos. Vio a los españoles ganar terreno a los moros. Vio a miles de caballeros cristianos partir a Tierra Santa para reconquistar los Santos Lugares.

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