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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantasía, Infantil y juvenil, Intriga

Finis mundi (26 page)

Vio muchas guerras, y gran parte de ellas se libraban por ambición o por miedo e intolerancia ante un grupo de seres humanos que era distinto por raza, lengua o religión. Vio cómo la Iglesia se volvía intransigente y quemaba y torturaba a los disidentes. Vio a la gente morir por centenares bajo el mazazo de una epidemia que llamaban la peste.

Vio también, de pronto, cómo el mundo se hacía más grande con el descubrimiento de nuevas tierras allende el mar. La sensación de alegría al vislumbrar aquellos paraísos se desvaneció enseguida al ver cómo los cristianos llegaban para someter, torturar y asesinar a los nativos, y expoliar sus tierras.

Fue testigo de la colonización de nuevos continentes y de la invención de máquinas que hacían al hombre la vida más sencilla. Asistió fascinado al progreso de la técnica y la ciencia, pero, mezcladas con esas maravillas, se colaban aún imágenes de sufrimiento, miseria y violencia.

Vio asombrado el levantamiento de los plebeyos franceses contra sus señores y el inicio de una época caótica. Docenas de nobles perdían —literalmente— la cabeza y aparecía un nuevo concepto: igualdad.

Las revoluciones se sucedieron por todo el mundo. La época feudal acabó. La aristocracia de sangre fue sustituida por la aristocracia del dinero.

Vio a las naciones expoliar a sus colonias. Vio grandes progresos técnicos, mientras muchos hombres aún trabajaban como esclavos. Tampoco se le escapó la fabricación de armas cada vez más perfectas y letales.

Conoció los grandes sueños revolucionarios. Libertad, solidaridad, igualdad. Y mientras, la gente seguía pasando hambre.

Había guerras y torturas, violaciones y matanzas.

Vio cómo crecían las industrias y fabricaban objetos a una velocidad asombrosa. El mundo se llenó de humo y de ruido. Todo se movía con una rapidez de vértigo.

Vio máquinas que llevaban a los hombres volando por el cielo como si fuesen pájaros. Vio carros que avanzaban, sin necesidad de caballos que tiraran de ellos, por interminables caminos negros. Vio aparatos que permitían a la gente comunicarse aun estando muy lejos unos de otros. Y vio otras muchas cosas cuyo significado no entendió.

El mundo se había transformado brutalmente. Las casas eran tan altas que rozaban las nubes. El número de personas se había multiplicado.

Pero el aire era menos limpio y los bosques disminuían a una velocidad alarmante. El hombre destruía una naturaleza que en tiempos de Michel era sagrada, temida y respetada. El ruido acallaba los cantos de los pájaros. Todo se movía tan rápido que el muchacho sentía vértigo sólo de verlo.

Aquel futuro era aterrador. Michel pensó que no había nada más horrible.

Y entonces vio las guerras.

Conocía las luchas con espadas, arcos y lanzas. Había sido testigo de la aparición de cañones, pistolas y fusiles cada vez más avanzados.

Pero aquella guerra…

Michel no pudo dejar de verla: una sucesión de horrores que duró varios años, cerca de medio siglo antes del fin del segundo milenio. Torturas, masacres, bombardeos… Murieron miles de personas, y el monje pensó que estaba asistiendo al Apocalipsis definitivo.

Cuando comprendió que aquello lo había hecho el hombre, el horror y la repugnancia ante aquel acto le hicieron desear ser cualquier cosa menos un ser humano. Buscó desesperadamente alguna ventaja en las nuevas técnicas y descubrió que, si bien parte de la población disfrutaba de una vida mejor que la de cualquier emperador de su tiempo, aún había mucha gente que moría de inanición. Los más afortunados veían estas imágenes, veían a aquella pobre gente agonizar en unas mágicas pantallas que, como los ejes, les mostraban el mundo. Pero no hacían nada por ayudarlos.

Michel sintió que las lágrimas le rodaban por las mejillas.

«¿Comprendes ahora?», dijo el Espíritu del Tiempo.

«Sí», pensó Michel.

«Puedo dejar vivir a la humanidad mil años más. Nada cambiará. El hombre trabaja para su propia destrucción».

Michel no dijo nada. Sólo lloraba. Pero no había suficientes lágrimas para calmar su dolor.

«El mundo está viejo y debe morir», se dijo.

De pronto pensó en Mattius y Lucía, en aquella escena del principio. La buscó en el torbellino de imágenes y se aferró a ella. Quería morir con la visión de algo tan hermoso como aquel amor que podría haber engendrado una nueva vida.

Se sintió cálidamente reconfortado, y empezó a buscar más imágenes como aquélla.

Le sorprendió el resultado. Descubrió que los seres humanos podían sentir amor además de odio. Amor de las madres que acunaban a sus bebés. Amor de esposos. Amor entre hermanos. Amor entre amigos. Entre amantes. Vio destellos de algo grande, muestras de heroísmo, de confianza, de sacrificio, de fe. Vio escenas de felicidad familiar. Vio gente que luchaba por causas justas. Gente capaz de comprender y perdonar. Gente que perseguía sueños, esperanzas e ilusiones.

Seres humanos que lloraban y reían, que amaban y odiaban, que sufrían y experimentaban momentos fugaces de felicidad.

«¿Y esto?», preguntó al Espíritu del Tiempo al cabo de un rato. «La risa de los niños, el amor entre jóvenes, la amistad sincera, el cariño, la confianza, la fidelidad. He visto a gente arriesgar su vida por ayudar a los necesitados en una zona de guerra; trabajar codo con codo para salvar vidas, casas, cultivos, después de una inundación o un temblor de tierra. Viajar a regiones pobres para socorrer a los que pasan hambre. Unirse como una pina para pedir el fin de la violencia. Sentarse a hablar pacíficamente de sus diferencias. Hay personas que luchan por salvar el planeta, el aire, el suelo, el mar y las plantas. Gente que trabaja por un mundo mejor. Por el fin de la guerra, la miseria y la esclavitud. ¿No merecen una oportunidad?».

«Son pocos», respondió el Espíritu del Tiempo.

«Pero cada vez más».

«Cuando termine el próximo milenio, el mundo habrá cambiado, pero el alma humana seguirá igual. Los hombres son destructivos. No pueden aprender».

«¡Pero lo están haciendo! Es un proceso lento, quizá se necesiten más de mil años o más de dos mil».

Hubo un breve silencio. Entonces el Espíritu dijo:

«Has visto el futuro. Sabes de lo que es capaz el hombre. ¿Sigues confiando en la humanidad?».

«Sí, confío en la humanidad», dijo Michel firmemente. «He visto cosas hermosas y cosas horribles. Tengo la esperanza de que, con el tiempo, milenio tras milenio, el hombre será capaz de crear un mundo donde sólo haya belleza».

«Eso no es posible. El alma humana no puede producir solamente cosas bellas».

Michel calló un momento y meditó. Luego simplemente dijo:

«Yo tengo fe».

«¿Tienes fe en el hombre?».

«Así es».

«¿Y respondes por toda la humanidad? ¿Depositas tus esperanzas en el género humano?».

«Sí».

«Eres valiente», comentó el Espíritu del Tiempo. «Pero no basta tu palabra. Tienes que dar algo a cambio. Algo lo suficientemente valioso como para volver a poner en marcha la Rueda del Tiempo».

Michel lo pensó durante unos minutos. Luego declaró:

«Me doy a mí mismo. Entrego mi propia vida».

«Una sola vida a cambio de miles de millones de vidas».

«Es todo lo que tengo. No puedo disponer de las vidas de otros, porque no me pertenecen».

«Eres sabio y generoso. Tu sacrificio hará que el mundo gire mil años más. Después, en el año dos mil, otro tendrá que tomar tu lugar, al igual que hubo alguien antes que tú que murió por todos los hombres».

«Yo no puedo compararme a Él», dijo Michel con respeto, «porque me otorgaron el don del conocimiento y, en lugar de compartirlo, me encerré en mí mismo y me lo guardé para mí. He sido un cobarde. No he tenido valor para enfrentarme al mundo y difundir el Mensaje. La noticia de que todos somos una sola cosa. Un universo único. Y Dios está en todos nosotros. En todas las cosas».

«Puedes entregar tu vida y será bien recibida. Pero nadie puede saber si dentro de mil años aparecerá otro que renueve el sacrificio».

«Yo sé que sí».

«¿Lo sabes?».

«Tengo fe».

Otro silencio.

«No puedo acusarte de ignorancia», concluyó el Espíritu, «porque ya lo has visto todo y conoces el futuro. Y pese a todo crees que vale la pena morir por él».

«Hay una nueva esperanza con cada niño que nace», respondió Michel. «Una sola muerte es un precio muy bajo por tantos miles de millones de nuevas esperanzas».

«Pareces decidido».

«Lo estoy».

«¿Respondes por el futuro de la humanidad?»

«Respondo».

«Sea, pues».

Las imágenes giraron cada vez más rápido, hasta que fue imposible distinguirlas. Michel no sintió miedo. Una brillante luz acudió a su encuentro, y sintió un terrible dolor en su interior. Se esforzó por soportarlo y seguir adelante.

Y de pronto, todo se acabó.

Mattius abrió los ojos, parpadeando. La luz del alba se filtraba entre las rocas milenarias de Stonehenge.

Se incorporó y miró a su alrededor. Lucía y Michel yacían sobre la hierba, no muy lejos de él.
Sirius
se lamía una herida en el costado pero, al ver consciente a su amo, alzó la cabeza y movió el rabo.

Los tres ejes descansaban sobre la superficie de piedra. Su brillo se había apagado, y las gemas, opacas, ya no parecían mágicas.

«Debe de haber sido un sueño», pensó.

Despertó a Lucía sacudiéndola suavemente. La joven abrió los ojos y, tras un breve instante de desconcierto, se levantó, excitada.

—¡Mattius, he visto tantas cosas a través del eje! El moro tenía razón: era como poseer la mirada de Alá.

El juglar no le preguntó qué había visto. Prefería no saberlo, y también olvidar su propia experiencia.

—Es el primer día del año, y estamos vivos —observó—, así que sugiero que nos pongamos en marcha y busquemos algún lugar civilizado.

Se acercó a Michel y lo sacudió para despertarlo, pero el muchacho no se movió. Impaciente, Mattius iba a repetir el gesto, pero advirtió entonces la palidez mortal de su amigo y, precipitadamente, con el corazón golpeándole contra el pecho, le tomó el pulso.

Lucía comprendió lo que pasaba y ahogó un gemido.

Mattius aferró el cuerpo de Michel y lo sacudió por los hombros.

—¡Maldita sea, Michel, despierta! ¡No te vayas! ¡No me hagas esto!

Su grito terminó en un sollozo. Cerró los ojos y sintió las lágrimas corriéndole por las mejillas.

—¿Por qué tú, amigo mío? —susurró—. Eras tan joven…

Notó la presencia de Lucía, que se había acercado a él y le abrazaba por la espalda. Mattius agradeció el contacto de aquellos brazos menudos que lo estrechaban con fuerza.

—Tú oíste lo mismo que yo anoche —murmuró ella—. Oíste cómo Michel ofreció su vida a cambio de mil años más.

Mattius no respondió enseguida. Le costaba admitir que todo aquello había sido real.

—Sí —dijo de mala gana.

—Y oíste que al principio estaba asustado. Dijo que había visto cosas horribles en el futuro —se estremeció—. Que no nos aguarda un milenio mejor.

—Pero él tenía fe. Y yo confío en él.

Mattius se levantó y caminó hasta la piedra plana. Cogió el Eje del Presente y se acercó de nuevo al inerte Michel.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Lucía.

Mattius prendió el amuleto en la ropa de su amigo muerto.

—Ya he visto el poder de esa cosa. Mantiene intactos los cuerpos. Quiero que el de Michel siga así, como está ahora, para siempre. Como si durmiera.

Lucía no dijo nada.

—Sé de un sitio perfecto —prosiguió Mattius—, donde su cuerpo podrá descansar por toda la eternidad. Sé que si él pudiera verlo, le encantaría.

Lucía no respondió. Ninguno de los dos dijo nada durante un buen rato, hasta que Mattius preguntó:

—¿Qué vas a hacer tú ahora?

Lucía lo pensó un momento. Después dijo, resueltamente:

—Viajar. Recorrer todo el mundo. Contar a la gente todo lo que he aprendido gracias a Michel. Después de haberlo perdido, ya no puedo quedarme callada.

Mattius la miró intensamente. Aquel sentimiento le había molestado al principio, porque amenazaba su preciada libertad. Ahora, sentía que si la dejaba marchar nunca más volvería a sentirse libre.

—No llegarás muy lejos sola —le advirtió, y recordó que, hacía tres años, le había dicho lo mismo a un monje casi niño, delgado y asustado, que pretendía viajar hasta Aquisgrán.

Lucía se volvió hacia él y lo miró.

—No voy a volver a la taberna —dijo.

—No iba a dejar que lo hicieras —Mattius se acercó a ella y alzó la mano para acariciarle el rostro—. Me gustaría que vinieras conmigo, que viéramos mundo juntos… es decir… si aceptas por compañero a un pobre juglar trotamundos. Sé que te han ofrecido cosas mejores.

Los ojos de Lucía se llenaron de lágrimas.

—No, Mattius —dijo—. Nunca me han ofrecido a nadie mejor que tú.

Se fundieron en un abrazo. Mattius apenas se atrevía a tocarla, y se preguntó por qué era tan especial, tan diferente, tan maravilloso. Antes había habido otras mujeres, cosa de una noche o dos. Ahora tenía la sensación de que sólo existía Lucía.

Juntos enterraron los cuerpos de lady Alinor, García y el normando, y curaron la herida de
Sirius
. Juntos fabricaron un lecho de ramas para transportar el cuerpo de Michel. Juntos abandonaron Stonehenge con el perro y los caballos, uno de los cuales arrastraba la camilla donde yacía el joven monje.

Juntos enfilaron por el camino que se adentraba en el bosque, llevando cada uno un eje, y dejaron atrás el Círculo de los Druidas.

Un enorme búho los observaba desde una rama, sin apartar de ellos sus grandes ojos dorados.

Lucía, cogida de la mano de Mattius, sonrió al ave.

—Adiós, Guthlac —dijo.

Epílogo

D
urante los primeros meses del nuevo año, un singular fenómeno aterrorizó a media Europa: una enorme estrella surcó los cielos, clara, brillante, anuncio de una nueva etapa, pero que muchos tomaron por una señal cierta de que el fin de los tiempos estaba llegando. El cometa se vio a lo largo de toda la primavera y, después, como había llegado se marchó. Y el mundo no se acabó.

Mont Saint Michel era una modesta abadía ubicada en la costa normanda. Había sido construida en lo alto de una colina que se adentraba en el mar. Un estrecho cinturón de tierra la unía al continente pero, cuando subía la marea, Mont Saint Michel quedaba totalmente rodeado de agua. La abadía había sido consagrada a San Miguel, el arcángel que guiaba las huestes celestiales en su lucha contra los señores del infierno.

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