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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Fuera de la ley (17 page)

—¿Podrías reconsiderar tu postura, por favor?

En ese momento mi buen humor desapareció y me detuve a medio metro de la puerta con la cabeza inclinada. Era Quen el que me lo estaba preguntando, pero sabía que lo hacía en nombre de Trent. Pensé en Ceri y en la felicidad que le traería tener un hijo sano y el efecto curativo que tendría en ella.

—No puedo, Trent. Los riesgos…

—¿Cuánto estarías dispuesta a arriesgar para que tu hijo naciera sano? —interrumpió Trent. Yo me giré, sorprendida por la pregunta—. ¿Qué crees que haría cualquier padre?

Mi cuerpo se tensó y, al sentir en su voz la acusación de ser una cobarde, lo odié mucho más de lo que lo había odiado hasta ese momento. Nunca había pensado seriamente en la posibilidad de tener hijos hasta que conocí a Kisten, y a partir de ese momento siempre lo hice con una melancólica tristeza al sa­ber que no tendrían sus hermosos ojos. Pero ¿y si fuera yo la que esperaba un niño? ¿Y si este sufriera tanto como yo lo había hecho en el pasado? Sí. Tenía razón. Lo arriesgaría todo.

Trent pareció leer en mis ojos, y un asomo de victoria se dibujó en sus labios. Pero entonces pensé en Al. En una ocasión había sido su familiar. O algo parecido. Y fue una auténtica pesadilla. Eso considerando que no me matara directamente. No me iba a arriesgar a que sucediera. Esta vez iba a pensar con la cabeza y no iba a permitir que Trent me empujara a tomar la decisión equivocada solo porque me pusiera a cien. Y tampoco pensaba sentirme culpable por ello.

Por un instante sentí un escalofrío que recorrió todo mi cuerpo. Seguida­mente levanté la barbilla y lo miré fijamente a los ojos hasta que mi desprecio le hizo parpadear.

—No —le dije con voz temblorosa—. No lo haré. Si voy a siempre jamás, Al me agarrará apenas pise la línea. Y después de eso, estaré muerta. Es así de simple. Ocúpate tú de salvar tu maldita especie.

—No necesitamos la ayuda de Morgan —dijo Trent con voz tensa. A pesar de sus palabras, no se me escapó que había esperado a que yo me negara para decirlas. Ceri no era el único elfo cabezota, y no pude evitar preguntarme si el repentino deseo de mostrar su valentía se debía a que quería impresionarla.

—Este no es mi problema —farfullé recolocándome el bolso—. Tengo que irme.

Sintiéndome una persona horrible, abrí la puerta y salí, pegándole un codazo a Jon en el estómago por no apartarse de mi camino con la suficiente rapidez. Hasta aquel momento nunca me había interesado el ambicioso plan de Trent para salvar a los elfos, pero aquella actitud no era propia de mí.

Me consolé pensando que el hijo de Ceri sobreviviría tanto con una muestra suya de mil años de edad, como con una de doscientos años traída de siempre jamás. La única diferencia era la cantidad de ajustes que tendrían que hacerle al niño.

Mi boca se torció en una mueca cuando recordé los tres veranos que pasé en el campamento «Pide un deseo», regentado por el padre de Trent y dirigido a niños moribundos. Hubiera sido estúpido creer que todos aquellos niños estaban en la lista para ser salvados. Sencillamente, servían como tapadera viviente para los pocos que disponían de suficiente dinero como para pagar el tratamiento de Kalamack. Y yo hubiera dado cualquier cosa por evitar el dolor de hacer amistad con niños que estaban destinados a morir.

El parloteo de la gente de delante se detuvo cuando me divisaron, y yo les hice un gesto con la mano para que me dejaran en paz. Después me precipité a toda velocidad hacia la puerta sin preocuparme de si Jon pensaba que su jefe se había salido con la suya. No paré ni reduje la marcha hasta que mis pies pisaron la acera.

El bullicio de la calle me golpeó de repente, y también el sol. Aminoré el paso y, recordando dónde estaba, giré en redondo. Mi coche estaba por el otro lado. No levanté la vista al pasar por el escaparate, escondiendo los ojos mientras revolvía el bolso en busca del teléfono. Molesta, apreté el botón para marcar el número de la última llamada recibida para decirle a Marshal que me había surgido una emergencia con una amiga y que no podría ir a Fountain Square. Tenía que hablar con Ceri.

8.

Giré bruscamente a la izquierda y entré a toda velocidad en la cochera, furiosa todavía con Trent. La costumbre fue lo único que impidió que rayara la pintura. Adoraba mi coche y, aunque estaba manejando la palanca de cambios como si fuera una de las participantes de las 500 millas de Indianápolis, nunca habría hecho nada que pudiera dañar el símbolo de mi independencia, especialmente después de que me hubieran devuelto el permiso de conducir y de haber re­parado la abolladura que no recordaba cómo había hecho. Por suerte, la iglesia se encontraba en una zona residencial bastante tranquila y los únicos testigos de mi mal humor fueron los robles casi centenarios que flanqueaban la calle.

Pisé el freno con fuerza y la cabeza se me movió hacia delante y hacia atrás. En ese momento tuve una perversa sensación de satisfacción. La rejilla delantera estaba a unos diez centímetros de la pared. Perfecto.

Tras coger mi bolso de los asientos traseros, bajé dando un portazo. Eran casi las dos. Probablemente Ceri todavía estaba durmiendo, teniendo en cuenta que, cuando podían permitírselo, los elfos tenían unas pautas de sueño similares a las de los pixies. Pero yo tenía que hablar con ella.

Apenas puse el pie en el suelo, oí el batir de las alas de un pixie y me retiré el pelo para no interferir en la trayectoria de quienquiera que fuese. Apostaba lo que fuera a que se trataba de Jenks. Tenía por costumbre quedarse despierto con algunos de sus hijos para hacer guardia para luego echar alguna que otra cabezadita mientras todos los demás estaban levantados.

—Rache —dijo Jenks a modo de saludo mientras se dirigía a toda velocidad hacia mi hombro. No obstante, cuando vio mi expresión avinagrada, se detuvo en seco. Entonces se colocó delante de mí y empezó a volar hacia atrás. ¡Dios! Cuánto odiaba que hiciera aquello.

—Te ha llamado Ivy, ¿verdad? —me preguntó muy serio con expresión de agravio—. Está en la cornisa delantera. No hay manera de despertarlo. Parece que tendrás que usar un hechizo.

Yo lo miré desconcertada. ¿En la cornisa?

—¿Qué es lo que está en la cornisa?

—La gárgola —respondió enojado. Mi inquietud se desvaneció en un segun­do—. Una estúpida y torpe gárgola con los pies grandes y la cara llena de granos.

—¿En serio? —pregunté parándome en seco. A continuación miré hacia el campanario, pero no había ni rastro de ella—. ¿Cuánto tiempo lleva ahí?

—¡Y yo qué coño sé! —gritó. Entonces comprendí de dónde provenía tanta rabia. Alguien había invadido su espacio, y aquello no le gustaba ni un pelo. Al ver mi sonrisa, Jenks puso los brazos en jarras y voló hacia atrás—. ¿Se puede saber qué te hace tanta gracia?

—Nada —respondí echando a andar de nuevo y girando en dirección a la casa de Keasley en vez de dirigirme a la iglesia—. Hablaré con ella esta noche, ¿de acuerdo? —dije pensando que tenía que tener una conversación con Ivy antes de tomar una decisión drástica—. Si es joven, tal vez está buscando un lugar donde posarse.

—Las gárgolas no se posan, acechan —farfulló batiendo las alas enérgica­mente—. Aquí hay algo que no va, de lo contrario estaría con los de su especie. Las gárgolas no se mueven, Rachel, a no ser que hayan hecho algo verdade­ramente grave.

—Tal vez es una rebelde como tú —dije. El pixie soltó un pequeño bufido.

—¿Adonde vamos? —preguntó, de repente, girándose hacia la iglesia que había quedado a nuestras espaldas. Inmediatamente volví a ponerme de mal humor.

—A hablar con Ceri. Me he topado con Trent. Estaba probándose disfraces.

—¿Y eso qué tiene que ver con Ceri? —interrumpió Jenks, que se mostraba tan protector con aquella pequeña pero determinada mujer como yo.

Entonces me detuve con las puntas de los pies en el bordillo para poder observar su expresión.

—La ha dejado embarazada.

—¡Embarazada!

El agudo grito fue acompañado por un destello de polvo que era visible incluso bajo la influencia de la fuerte luz vespertina.

—Y eso no es lo mejor —añadí poniendo el pie en la desierta calzada y diri­giéndome a la vieja y destartalada casa de más de sesenta años que Ceri y Keasley compartían—. Quiere que vaya a siempre jamás para conseguir una muestra que permitiría que su hijo naciera sin los efectos de la maldición. Intentó hacerme sentir culpable. Y casi lo consigue.

—¿Embarazada? —repitió Jenks. Su anguloso rostro evidenciaba la fuerte impresión que le había causado la noticia—. Tengo que olería.

—¿Puedes notar si alguien está embarazada solo por su olor? —pregunté algo consternada.

Jenks se encogió de hombros.

—A veces. Aunque no sé si funciona con los elfos. —Seguidamente cruzó a toda velocidad hacia la acera y se giró de nuevo hacia mí—. ¿Te importaría ir un poco más deprisa? Me gustaría volver antes de que se ponga el sol y de que esa maldita gárgola se despierte.

Yo miré tres casas más abajo y divisé a Keasley, que estaba recogiendo hojas secas con un rastrillo y disfrutando del clima otoñal.

—Una cosa, Jenks —dije de repente—. Soy yo la que tiene que hablar con ellos. No tú.

—Vaaaale —respondió el pixie arrastrando las vocales. Yo lo miré con ex­presión amenazante.

—Lo digo muy en serio. Es posible que Keasley todavía no lo sepa.

El zumbido de sus alas se paró de golpe pero, aun así, no perdió ni un milí­metro de altura.

—De acuerdo —accedió dubitativo.

Comencé a caminar por la acera mientras el dibujo estampado de los últimos rayos de sol atravesando las hojas coloreadas todavía impregnaba las oscuras ramas. ¿
Keasley es León Bairn
?, pensé, dirigiendo la mirada hacia él. Sin contarme a mí, León era la única persona que había sobrevivido después de abandonar la SI, aunque, por lo visto, tuvo que fingir su muerte para conseguirlo. Imaginé que la razón por la que Trent lo sabía era porque lo había ayudado. Por aquel entonces debía de tener unos quince años, pero empezaba a ocuparse del legado de sus padres y estaba ansioso por mostrar su valía.

De pronto miré a Jenks y recordé lo furioso que se había puesto cuando supo que le había ocultado que Trent era un elfo. Si Keasley era León, entonces era un cazarrecompensas, y Jenks no lo traicionaría por nada del mundo.

—Jenks, ¿podrías guardar un secreto? —le pregunté aminorando el paso al descubrir que Keasley nos había visto y que estaba dejando el rastrillo. El anciano hombre sufría una forma tan grave de artritis que apenas tenía fuerzas para cuidar el jardín, a pesar de los hechizos que le había estado preparando Ceri para mitigar los dolores.

—Puede ser —respondió el pixie, consciente de sus límites. Yo le lancé una mirada amenazante y él hizo una mueca—. De acuerdo. No le contaré a nadie tu jodido secreto. ¿De qué se trata? ¿Trent lleva un sujetador para hombres?

Yo esbocé una breve sonrisa y luego me puse seria de nuevo.

—Keasley es León Bairn.

—¡No me jodas! —exclamó Jenks mientras un repentino destello de luz iluminaba la parte inferior de las hojas—. ¡Me tomo una tarde libre y tú descubres que Ceri está embarazada y que vive bajo el mismo techo que una leyenda muerta!

Yo sonreí tímidamente.

—Trent estaba muy hablador hoy.

—¡Qué fuerte! —Jenks se quedó pensativo y sus alas adquirieron una to­nalidad plateada—. ¿Y por qué te lo dijo a ti?

—No lo sé —admití encogiéndome de hombros mientras caminaba desli­zando la punta de los dedos por la valla de tela metálica que bordeaba el jardín de Keasley—. Tal vez quería presumir de saber algo que yo desconocía. Una cosa más, ¿te ha dicho Jih que se ha «arrejuntado» con un tipo?

—¿Qué?

Sus alas se detuvieron de golpe, y yo extendí la mano a toda prisa con un chute de adrenalina. Por fortuna, se repuso antes de caer sobre mi palma. Jenks se alzó de nuevo con la típica expresión de un padre horrorizado.

—¿Te lo ha dicho Trent? —chilló. Cuando asentí, giró la cabeza hacia los jardines frontales de la casa, que empezaban a mostrar la elegancia que confería la presencia de los pixies incluso en otoño—. ¡La madre que la parió! —dijo—. ¡Tengo que hablar inmediatamente con mi hija!

Sin esperar a que le respondiera, salió disparado hacia la casa, pero se detuvo bruscamente al llegar a la verja. A continuación se alzó varios centímetros, sacó del bolsillo un minúsculo pañuelo rojo y se lo ató al tobillo. Era el equivalente pixie a la bandera blanca, y servía para indicar que iba con buenas intenciones y que no pretendía invadir el territorio de nadie. Nunca se lo había puesto para visitar a su hija, y la noticia de que tenía marido debía de provocarle un sentimiento agridulce. Con las alas de una sombría tonalidad azul, voló por encima de la casa en dirección al patio donde Jih había concentrado todos sus esfuerzos en construir un jardín.

Sonriendo ligeramente, levanté una mano para saludar a Keasley. Abrí la puerta, y entré.

—Hola, Keasley —exclamé mirándolo con un nuevo interés provocado por el conocimiento de su historia. El anciano hombre negro estaba en medio del jardín, con las baratas zapatillas de deporte prácticamente cubiertas por la ho­jarasca. Sus pantalones vaqueros estaban desgastados por el uso, y no porque los hubieran maltratado con un lavado a la piedra, y llevaba una camisa de cuadros rojos y negros que le quedaba algo grande y que probablemente había comprado en algún saldo.

Las arrugas que surcaban su rostro hacían que resultara extremadamente fácil leer sus expresiones. Llevaba un tiempo preocupada por el matiz ama­rillo de sus ojos marrones pero, a excepción de la artritis, se podía decir que gozaba de buena salud. Aunque se notaba que en su juventud debía haber sido un hombre alto, en aquel momento sus ojos quedaban, más o menos, a la altura de los míos. La edad había hecho estragos en su cuerpo pero, por suerte, todavía no había afectado a su mente. Era el típico anciano sabio del vecindario y el único que conseguía darme consejos sin que le guardara rencor por ello.

Pero lo que más me gustaba de él eran sus manos. Observándolas se podía decir qué tipo de vida había llevado: oscuras, enjutas, huesudas y algo agarrotadas. Sin embargo, resultaba evidente que no tenían miedo de trabajar y eran capaces de lanzar hechizos, coser mordeduras de vampiros y contener niños pixies. Le había visto hacer las tres cosas delante de mí, y confiaba en él. A pesar de que fingía ser alguien que no era. Al fin y al cabo, todos lo hacíamos.

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