Fuera de la ley (20 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

La maldición
. Sí, necesitaría una maldición para volver a salvarme el pes­cuezo. Realmente iba a tener que esforzarme al máximo si quería alejar de Al a la persona que le estaba dando carta libre para salir de la cárcel.

—No puedo creer que lo metieran en la cárcel solo porque te dejara vivir sabiendo cómo almacenar energía linear —cavilé tomando un sorbo de té y sorprendida de que no fuera café—. Lo han despojado de todas las pociones que había acumulado. No me extraña que quiera verme muerta.

—Si llegara a saberse, eso limitaría su reserva de familiares —farfulló Ceri. Era obvio que intentaba zanjar la cuestión.

—Tal vez, pero el caso es que tiene a alguien que se dedica a cocinarle hechi­zos. Se presentó con su habitual apariencia aristocrática y su traje de terciopelo verde. Te lo juro, si me entero de que es Nick, le voy a dar una patada en el culo que lo voy a mandar de vuelta al puente de Mackinaw. Eso si Al no lo ha despedazado antes con sus dientes. Si no me ando con cuidado, ese demonio me matará.

—No —se apresuró a decir Ceri—. Al no haría algo así. Tiene que ser un farol. Dijo…

De pronto se interrumpió y yo me concentré en su expresión repentinamente angustiada, casi presa del pánico. De pronto mi experiencia como cazarrecompensas se despertó y el corazón empezó a latirme a toda velocidad. «
Dijo
». ¿
Ceri ha hablado con él
? ¿
Con Al
?

—¿Tú? —acerté a decir agitando los pies—. ¿Eres tú la que está invocándolo?

—¡No! —respondió poniéndose todavía más pálida—. ¡No, Rachel! Solo he estado haciéndole algunos hechizos de apariencia. Por favor, no te enfades.

Horrorizada, intenté encontrar las palabras para expresar cómo me sentía.

—¡Lleva tres noches seguidas por ahí suelto y tú no me has dicho nada!

—Me aseguró que no te atacaría —dijo sin moverse—. Creí que no te pasaría nada. Me lo prometió.

—¡Pues me atacó! —le grité sin importarme que los vecinos pudieran oír­me—. ¿El muy cabrón va a matarme porque no tiene nada que perder, y tú te dedicas a prepararle hechizos?

—Es un buen trato —respondió—. Por cada trece me descuenta un día de mancha. Ya he liberado mi alma del peso de un año entero.

Yo me quedé mirándola fijamente. ¿Estaba haciéndole hechizos voluntaria­mente?

—¡Pues me alegro por ti! —le espeté.

Su cara se puso roja de la rabia.

—Es la única manera que tengo de librarme de la mancha sin hacer algo inmoral —dijo mientras el viento agitaba los mechones de su pelo—. Me pro­metió que no iría a por ti.

Entonces abrió mucho los ojos y se colocó una mano a la altura del pecho mientras su estado de ánimo oscilaba como una cometa.

—¿De veras quieren que los ayudes a capturarlo? No lo aceptes, Rachel. Independientemente de lo que te ofrezcan. Si Al se ha vuelto un demonio sin escrúpulos, será tan escurridizo y retorcido como una pastinaca. ¡Ya no puedes fiarte de él!

Como si alguna vez hubiera sido de fiar.

—De manera que ahora ya no puedo fiarme de él. ¿Qué tipo de juego es este en el que las reglas cambian continuamente?

Ceri me miró de arriba abajo con aire desafiante.

—A mí no me parece que te hiciera ningún daño.

—¡Me agarró del cuello y me sacudió! —le grité. Estaba defendiéndolo. ¡Estaba defendiendo a Al!

—Si eso es todo lo que te hizo, el hecho de que rompiera su promesa está abierto a interpretaciones —dijo con acritud—. Es un farol.

¡Joder
!
No puedo creerlo
.

—¡Te estás poniendo de su parte!

—¡Eso no es cierto! —exclamó mientras sus mejillas se llenaban de puntitos rojos—. Simplemente te estoy diciendo cómo funciona su sistema legal. Si existe alguna laguna jurídica, le permitirán usarla. Y yo solo le estoy haciendo hechizos para disfrazarse. Jamás haría nada que pudiera causarte algún daño.

—¡Estás trabajando para Al y no me lo dijiste!

—¡No lo hice porque sabía que te enfadarías!

—¡Pues tenías razón! —le grité con el corazón a punto de salírseme del pecho—. ¡Te liberé de él y tú me lo pagas así! No eres más que otro familiar potencial que se cree más lista que un demonio.

El rostro de Ceri se puso lívido.

—¡Fuera de aquí!

—¡Con mucho gusto!

Ni siquiera recuerdo haber atravesado la casa. Lo que sí recuerdo es que salí al jardín delantero como un vendaval porque el golpe de la mosquitera me hizo dar un respingo. Keasley estaba sentado en los escalones con tres pixies en la palma de su mano. Estos salieron volando al oír el portazo y él se giró hacia mí.

—¿Habéis arreglado vuestras cosas? —preguntó. Apenas acabó de hacer la pregunta, abrió mucho los ojos al ver que yo pasaba de largo dando grandes zancadas. De pronto un grito de frustración proveniente del patio trasero retumbó por todo el vecindario. Luego se oyó un ruido atronador y los pixies dieron un chillido ante el repentino cambio de presión. Ceri estaba teniendo una pataleta.

—Felicidades, Jih —dije parándome en seco al final de los escalones—. Me encantaría conocer a tu marido como es debido pero, a partir de ahora, no creo que vaya a ser bien recibida en esta casa. —A continuación me giré hacia Keasley y añadí—: Si me necesitas, ya sabes dónde estoy.

Sin decir nada más me marché con el corazón en la garganta y serias difi­cultades para respirar. Jenks me alcanzó y, cuando se colocó a la altura de mis ojos, le puse mala cara.

—¿Qué ha pasado, Rache? ¿Ceri está bien?

—¡Oh, sí! —mascullé bajando con brusquedad el pestillo de la valla metálica y rompiéndome una uña—. ¡Está estupendamente! Está trabajando para Al.

—¿Es ella la que está invocándolo para que salga de la cárcel?

—No, se dedica a hacerle hechizos de disfraz para limpiar la mancha de su alma.

Entonces crucé la calle y, al comprobar que no hacía ningún comentario, levanté la vista. Tenía mala cara y parecía encontrarse ante un dilema.

—¿Acaso no te parece mal? —le pregunté incrédula,

—Bueno… —empezó intentando escaparse por la tangente.

No podía creerlo.

—Así es como empieza todo, Jenks —dije recordando la época en que trabajaba para la SI llevándoles brujos que habían ido por el mal camino—. Después llega una maldición negra y te promete que la uses para una buena razón ofrecién­dote tantas cosas a cambio que no puedes decir que no. Después llegará otro, y otro, hasta que, sin darte cuenta, te has convertido en su familiar. Pues bien, si quiere volver a tirar por la borda su vida, no es asunto mío.

Jenks voló junto a mí durante unos segundos y finalmente se decidió a hablar.

—Ceri sabe lo que hace.

En ese momento llegamos a los anchos y gastados escalones de la iglesia y me detuve. Si entraba inesperadamente y fuera de mí, me metería en un lío. El deseo de sangre de Ivy se disparaba ante las emociones intensas, y yo lo sabía muy bien. Entonces me giré y miré hacia la casa de Keasley. El roble estaba cubierto por una capa de color rojo que hacía que pareciera que estaba en llamas. La gente había salido de sus casas y observaban boquiabiertos las llamas ficticias provocadas por la ira de Ceri, pero yo sabía que nunca haría daño al árbol.

—Eso espero, Jenks. Eso espero.

9.

—Chisssst… ¡Silencio! —exclamó en voz baja uno de los hijos de Jenks—. La vas a asustar.

En ese momento se alzó un coro de voces que mostraban su disconformidad y yo sonreí a la ilusionada pixie que estaba de pie en mi rodilla, con un vestido de seda verde que le llegaba hasta los tobillos, pero sin dejar de agitar las alas para no perder el equilibrio. Estaba sentada en el suelo, junto al sofá del santuario, con las piernas cruzadas y cubierta de niños pixie. Las coloridas telas se agitaban por la brisa que levantaban sus alas de libélula, y el polvo que desprendían hacía que toda yo reluciera a la tenue luz del crepúsculo. Rex se encontraba bajo el piano de Ivy y no parecía asustada. Más bien dispuesta a atacar.

La pequeña gata anaranjada estaba agazapada junto a una de las patas, moviendo la cola, con las orejas de punta y unos ojos negros que mostraban la típica actitud previa al momento de atacar. Al final Matalina había tenido que dar su brazo a torcer después de reconocer que hasta el más pequeño de sus hijos podía volar a mayor altura que el salto de un gato. Para colmo, Jenks había insinuado que permitir que Rex pasara el invierno dentro contribuiría a que no se convirtieran en unos centinelas perezosos, de manera que, al final, la gata se había salido con la suya.

En aquel momento estábamos intentando poner en práctica una teoría según la cual, si los niños pixie, que eran la debilidad de la gata, conseguían que se acercara a ellos mientras estaban conmigo, tal vez Rex empezaría a sentir cierta simpatía por mí. Como idea no estaba mal, pero no estaba funcio­nando. Rex me había tomado manía desde que había utilizado una maldición demoníaca para convertirme en lobo. Posteriormente había recuperado mi apariencia normal, con la piel impoluta y sin rellenos, pero hubiera preferido tener la cara llena de pecas en vez de la mancha demoníaca que acompañó a la inesperada transformación.

—Esto no funciona —dije volviéndome hacia Jenks y Matalina, que se habían situado en lo alto de mi escritorio, al calor de la lámpara, para observar cómo se desarrollaban los acontecimientos. El sol se había puesto, y a mí me extrañó que Jenks no los hubiera mandado a todos al tocón, pero quizás era porque hacía mucho frío. O tal vez no quería que sus hijos estuvieran fuera mientras la gárgola estuviera al acecho. En realidad no entendía por qué le molestaba tanto. Al fin y al cabo, no medía más de treinta centímetros. A mí me parecía que quedaba muy mona en la cornisa, y si hubiera podido salir fuera, proba­blemente hubiera tratado de engatusarla para que bajara aprovechando que, a aquellas horas, probablemente estaría despierta.

—Ya te dije que no daría resultado —gruñó Jenks—. Hubiera sido mucho más productivo que hubieras empleado este rato en subir al campanario para hablar con ese pedazo de roca.

¿
Ese pedazo de roca
? ¡Ah! Se refería a la gárgola.

—No pienso asomarme a la ventana del campanario para ponerme a dar gritos —farfullé cuando los pixies empezaron a chillar—. Ya hablaré con ella cuando baje. Estás tan enfadado que no consigues que se marche.

—¡Mira! ¡Se está acercando! ¡Rex se está acercando! —gritó uno de los niños lo suficientemente fuerte como para ponerme la carne de gallina. Sin embargo, la gata solo se estaba desperezando y preparándose para una buena sesión de miradas. Eso era lo único que hacía, mirarme fijamente.

—¡Eh! ¡Gatita! Estúpida gatita —le dije intentando engatusarla—. ¿Cómo está mi gata cobardica? —canturreé extendiendo la mano sin moverme del suelo. Una de las hijas de Jenks descendió por la superficie de mi brazo con la mano también extendida—. No voy a hacerte daño, pequeña tontorrona de color naranja. Ven aquí, juguetito de los hombres lobo.

De acuerdo, tal vez estaba siendo un poco dura con ella pero, al fin y al cabo, no entendía ni una palabra de lo que estaba diciendo, y yo empezaba a cansarme de intentar ganarme su simpatía.

Jenks soltó una carcajada. Quizá debería haberme avergonzado de hablar así delante de los niños, pero estaban acostumbrados a oír cosas mucho peores de boca de su padre y, de hecho, los pixies que revoloteaban a mi alrededor habían aceptado mis cantarines insultos como una muestra poco sutil de la vulgaridad terrenal.

Descorazonada, dejé caer el brazo y paseé la vista por encima de los murciélagos colgantes hacia la cristalera de la ventana, cuyos colores cambiaban cuando se ponía el sol. Marshal había llamado para decirme que todavía estaba liado con las entrevistas y que no podría tomar café conmigo. Eso había sido varias horas antes, pero en ese momento se estaba poniendo el sol, y yo no podía dejar la iglesia a menos que quisiera convertirme en presa de un demonio.

En ese momento apreté las mandíbulas con fuerza. Tal vez alguien estaba intentando decirme que era demasiado pronto.
Lo siento, Kisten. Me gustaría que estuvieras aquí pero, por desgracia, no es así
.

El zumbido de mí móvil se abrió paso entre la cháchara de los pixies, y todos ellos salieron volando. Cuando me estiré para coger el bolso que estaba encima del sofá. Prácticamente tumbada, mis dedos rozaron el bolso y tiraron de él. Luego me senté, solté el aire de mis pulmones, me retiré el pelo de la cara y saqué el móvil. Era un número desconocido. Posiblemente se trataba del número fijo de Marshal.

—¡Hola! —contesté de manera informal dado que era mi teléfono personal y no el del trabajo. Entonces me di cuenta de que estaba cubierta de polvo de pixie y empecé a sacudirme los pantalones vaqueros.

—Rachel. —Era la voz de Marshal y su tono era de disculpa. Los pixies se agruparon en lo alto del escritorio y empezaron a chistarse unos a otros para poder oír la conversación. Rex se desperezó y, al ver que ya no estaban sobre mí, caminó lentamente hacia ellos. Yo fruncí el ceño. Maldita gata estúpida.

—¡Eh! Lo siento —continuó Marshal para llenar el silencio—. No entiendo por qué se está alargando tanto pero, por lo visto, no podré salir hasta dentro de unas horas.

—¿Todavía estás ahí? —pregunté mirando hacia las oscuras ventanas y pensando que ya no importaba a qué hora acababan las entrevistas.

—Solo quedamos otro tipo y yo —se apresuró a decir Marshal—. Quieren tomar una decisión hoy mismo, así que en este momento estoy intentando impresionarlos delante de un plato de pasta y una botella de agua con gas.

Resignada a pasar otra noche más sola con los pixies, me arranqué el trozo de uña que se me había roto preguntándome si tendría una lima en el bolso. Rex estaba bocarriba mientras los pixies jugaban a revolotear a su alrededor con cuidado de mantenerse lejos de su alcance.

—No te preocupes. Otra vez será —dije revolviendo el bolso en busca de la lima. Estaba decepcionada, aunque, al mismo tiempo, aliviada.

—Me han entrevistado al menos seis personas diferentes —se quejó—. ¡De veras! Cuando llegué aquí me dijeron que iba a ser una sola entrevista de unas dos horas.

En ese momento rocé con la yema de los dedos la áspera superficie de una lima y tiré de ella.

—Debería haber acabado alrededor de la medianoche —continuó al comprobar que yo no decía nada—. ¿Te apetece ir a El Almacén a tomar una cerveza? El tipo que está compitiendo conmigo dice que esta semana te dejan entrar gratis si vas disfrazado.

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