Fuera de la ley (51 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

El frío del suelo empedrado me atravesó los calcetines y me recorrió todo el cuerpo. Conducir sin zapatos había sido extraño, como si el pedal fuera demasiado pequeño. El tiempo que había tardado en llegar hasta allí también había ayudado a calmarme, y las alusiones de Trent a la pena, la culpa y la vergüenza me recordaron que yo no era la única persona a la que afectaba aquel hecho. A decir verdad, era algo así como el último eslabón del drama, el caballo perdedor, un daño colateral. O bien era la vergonzosa consecuen­cia de un error, o el resultado de una acción deliberada cuyo origen habían intentado ocultar.

Ninguna de las dos opciones me hacía sentirme bien. Especialmente si tenía en cuenta que mi padre llevaba muerto muchos años, de manera que el hombre que había dejado embarazada a mi madre había tenido tiempo de sobra para darse a conocer, si hubiera querido. O tal vez se trató de un rollo de una noche y no le importaba lo más mínimo. Es posible que ni siquiera lo supiera. Quizá mi madre solo quería olvidarlo todo.

Los niños de la parada del autobús se habían dado cuenta de que iba descalza, y yo ignoré sus gritos mientras recorría el camino encorvada y de puntillas. Entonces recordé la época en que yo misma esperaba en la parada y cogía el mismo autobús del que bajaban los niños humanos. Nunca entendí por qué mi madre había insistido en que viviéramos en un barrio en el que la mayoría de los vecinos eran humanos. Tal vez se debía a que mi padre lo era, y nadie se habría dado cuenta de que no era un brujo.

Al llegar al porche tenía los dedos congelados por culpa de la escarcha. Empe­zando a temblar, llamé al timbre y me quedé escuchando el sonido. Después de un rato, miré a mi alrededor y volví a llamar. Tenía que estar en casa. El coche estaba aparcado fuera, y joder, ¡eran las siete de la mañana!

En aquel momento me di cuenta de que todos los niños de la parada me estaban mirando.

—¡Eh! Es la hija pirada de la loca señora Morgan —murmuré apartando la baldosa suelta para coger la llave de repuesto—. ¡Y va descalza! Desde luego, está como un cencerro.

No obstante, la llave no estaba echada, y con una creciente sensación de que algo no iba bien, me metí la llave en el bolsillo y entré.

—¿Mamá? —la llamé sintiendo en las mejillas el calor del hogar.

Me extrañó que no respondiera y arrugué la nariz. La casa despedía un olor extraño, como a metal quemado.

—¡Mamá! ¡Soy yo! —dije alzando la voz y cerrando la puerta con fuer­za—. Siento mucho volver a despertarte tan temprano, pero tengo que hablar contigo. —Entonces eché un vistazo al salón vacío. ¡Dios! No se oía ni una mosca—. ¿Mamá?

De pronto me relajé al oír el sonido familiar que hacían las páginas de plástico del álbum de fotos al despegarlas.

—¡Oh, mamá! —dije quedamente mientras me ponía en marcha—. ¿Has vuelto a pasar la noche mirando fotos?

Preocupada, entré en la cocina. Los calcetines mojados chirriaban en con­tacto con el linóleo. Mi madre estaba sentada a la mesa, vestida con unos vaqueros y una camiseta azul y sujetando una taza de café vacía. Tenía el pelo revuelto, y el álbum estaba abierto por una de las páginas de nues­tras vacaciones, en la que se veían narices quemadas por el sol y sonrisas cansadas. No levantó la vista cuando entré, y al ver que uno de los fuegos estaba encendido al máximo, corrí a apagarlo. Fue entonces cuando pisé un amuleto que estaba en mitad de la habitación.

—¡Santo Dios, mamá! —dije girando la manivela del hornillo y sin­tiendo el calor que emitía la parrilla de metal—. ¿Cuánto tiempo lleva encendido? —¡Maldición! Estaba al rojo vivo. Aquello explicaba el olor a metal quemado.

Mi madre no respondió, y yo fruncí el ceño preocupada cuando descubrí la cafetera de filtro que nunca usábamos junto al fregadero. Era una de esas cafeteras antiguas que se ponían al fuego y mi padre no bebía café a no ser que lo preparáramos con aquel cacharro. También había una bolsa de café en grano abierta y un motón de filtros desperdigados por la encimera.

¡Mierda! Había estado hurgando en los recuerdos una vez más.

Dejé caer los hombros y, tras recoger el amuleto, lo puse encima de la mesa.

—Mamá —dije poniéndole la mano en el hombro para que volviera a la realidad—. Mamá. Mírame.

Ella me sonrió con los ojos inyectados de sangre y el rostro lleno de manchas rosadas por culpa del llanto.

—Buenos días, Rachel —respondió con indiferencia. Yo sentí un escalofrío al ver lo poco que concordaban su voz y su aspecto—. Todavía es pronto para ir al colegio. ¿Por qué no vuelves un rato a la cama?

Mierda. Esto no pinta nada bien. Será mejor que llame al médico
, pensé. Entonces inspiré profundamente y descubrí un olor que había quedado oculto por el hedor a metal chamuscado. Con expresión gélida busqué su mirada vacía. Allí olía a ámbar quemado.

Angustiada, me acerqué al amuleto, lo agarré y cogí una silla para sentarme cara a cara frente a ella. Al no se había presentado en toda la noche pero ¿y si Tom lo había enviado…?

—Mamá —le pregunté buscándole los ojos—, ¿te encuentras bien? —Ella se limitó a parpadear y yo, cada vez más asustada, la sacudí suavemente—. ¡Mamá! ¿Ha estado Al aquí? ¿Era un demonio?

Ella tomó aire como para decir algo, pero luego bajó la mirada hacia el álbum y pasó una de las páginas.

El miedo se apoderó de mí, haciendo que todo mi cuerpo se pusiera en ten­sión. Tom no se arriesgaría a mandarme a Al, sabiendo que podía cercarlo y enviárselo de vuelta, así que se lo había mandado a mi madre.
Lo mataré. En cuanto le eche el guante, acabaré con él
.

—Mamá —dije apartando el álbum a un lado y cerrándolo—. ¿Al ha estado aquí? ¿Te ha hecho daño?

Mi madre me miró a los ojos y, por un momento, pareció recobrar el sentido.

—No —respondió con indiferencia—. Pero tu padre sí. Te manda recuerdos…

Mierda, mierda, mierda
… ¡
Qué asco de día
!
Las cosas no pueden ir peor
. Entonces reconocí el amuleto y entendí lo que hacía allí. A mi ma­dre nunca se le había dado bien hacer círculos y, siempre que podía, había preferido pedir ayuda a otro brujo. Lo había utilizado para capturar a Al, de lo contrario ya no estaría allí. Entonces miré a mi alrededor y vi que tenía un aspecto normal, y que no había ni rastro del caos que Al solía dejar en mi cocina.

—Mamá —le dije apartándole la mano del álbum y colocándola en mi re­gazo—. No era papá.
Quienquiera que sea papá
. Era un demonio que se hacía pasar por él. Independientemente de lo que dijera, no eran más que mentiras. Un montón de mentiras, mamá. —Estaba empezando a mirarme con cierto conocimiento y, mitad aliviada, mitad asustada, le pregunté:

—¿Te ha hecho algo? ¿Te ha tocado?

—No —respondió tocando con los dedos el amuleto apagado—. No le dejé. Me di cuenta de que no era él, y lo encerré en un círculo. Estuvimos hablando toda la noche. Hablábamos y hablamos de cómo eran las cosas antes de que muriera.

Sentí un escalofrío que me recorría de arriba abajo, e intenté no echarme a temblar.

—Fuimos muy felices. Sabía que si no retenía al demonio, iría a por ti, e imaginé que estabas por ahí pasándolo bien. Supe enseguida que no era tu padre. Jamás vi a tu padre sonreír de ese modo, cruel y rencoroso.

Yo respiraba agitada, y le miré las manos como si pudieran mostrar la marca de lo que había tenido que pasar. Estaba bien. Bueno, no estaba bien, pero estaba allí, ilesa. Al menos físicamente. Había pasado la noche hablando con Al para que no viniera a buscarme. ¡Que Dios la bendiga!

—¿Te apetece un café? —preguntó alegremente—. Acabo de preparar un poco.

En aquel momento miró la taza vacía. Estaba limpia, y era evidente que no la había usado. En un principio pareció aturdida pero, al ver la cafetera y darse cuenta de que no lo había hecho, se mostró casi indignada.

—Será mejor que te acuestes un poco —dije. Quería preguntarle sobre mi padre biológico, pero el miedo comenzó a invadirme violentamente. La había visto comportarse de modo extraño anteriormente, pero no hasta ese extremo. Tenía que llamar al médico. Y encontrar sus hechizos.

—Venga, mamá —dije poniéndome en pie e intentando que se levantara—. Todo se va a arreglar.

Ella se negó a moverse y, cuando se echó a llorar, me puse furiosa con Al. ¿Cómo se atrevía a presentarse en casa de mi madre y dejarla en aquel estado? Tendría que habérmela llevado a la iglesia. ¡Debería haber hecho algo!

—Lo echo mucho de menos —dijo. La congoja en su voz hizo que sintiera un nudo en la garganta. Entonces me recosté en el respaldo de la silla—. ¡Nos queríamos tanto!

En aquel momento la abracé, pensando que la vida era muy cruel cuando los hijos tenían que consolar a los padres.

—No te preocupes, mamá —susurré. Sus estrechos hombros empezaron a temblar—. Todo ha terminado. El demonio lo hizo a propósito porque quería causarte daño. Pero no volverá a ocurrir. Te lo prometo. Te quedarás en mi casa hasta que encuentre la manera de retenerlo.

El miedo rodeó mi alma y la apretó con fuerza. Iba a adoptar el nombre de Al para detenerlo. Tal y como estaban las cosas, no tenía otra opción.

—Mira —dijo sorbiéndose la nariz mientras agarraba el álbum y lo atraía hacia sí—. ¿Te acuerdas de estas vacaciones? Te quemaste tanto que no pudis­te subir a ninguna de las atracciones. En realidad Robbie no quería herir tus sentimientos cuando te dijo que parecías un cangrejo.

Intenté cerrar el álbum, pero mi madre no me dejó.

—Tienes que dejar de mirar las fotos, mamá. No te hace ningún bien.

Entonces oí que alguien abría la puerta de entrada y me puse tensa.

—¿Alice? —gritó una fuerte voz masculina, profunda y potente. Mi corazón dio un vuelco cuando la reconocí—. No he sido yo —se justificó, acercándose—. ¡Dios, Alice! No le he dicho nada. Tienes que creerme. Ha sido Trent. Y como no deje de meterse en tus asuntos familiares le voy a…

Cuando Takata entró en la cocina, agitando su melena rizada, me quedé mi­rándolo fijamente con el corazón a punto de salírseme del pecho. Llevaba los puños cerrados, tenía el rostro enrojecido y parecía muy enfadado. Iba vestido con un pantalón vaquero y una camiseta negra que le hacían parecer delgado y normal. Cuando me vio abrazada a mi madre, se detuvo en seco, incapaz de seguir hablando. Su rostro macilento se puso pálido.

—El coche de fuera no es tuyo —dijo sin mostrar ningún tipo de emoción—. Es de Trent.

Mi madre lloraba en silencio y yo inspiré profundamente.

—No encontraba el mío, así que lo cogí prestado.

Entonces tragué saliva y recordé que sus empleados me habían oído discutir con Trent. Aquello lo explicaba todo.

—¿Tú? —chillé. Había una única razón por la cual se había presentado allí, entrando sin llamar como si fuera su propia casa. En aquel momento sentí que la sangre me subía a la cabeza, y me habría puesto de pie de no ser porque mi madre me agarró con fuerza para que no lo hiciera—. ¡Tú!

Takata me miró con los ojos muy abiertos y dio un paso atrás con las manos en alto, como si se estuviera rindiendo.

—Lo siento. No podía decírtelo. Se lo prometí a tus padres. No te puedes imaginar lo difícil que ha sido para mí.

¿
Para ti
?, pensé mirándolo fijamente, furiosa y horrorizada. ¡Joder! De manera que
Red Ribbons
hablaba de mí. Lo atravesé con la mirada, perci­biendo su sentimiento de culpa. Maldita sea. Había basado toda su carrera en poner a la vista todos sus remordimientos por habernos abandonado a mi madre y a mí.

—¡No! —exclamé moviéndome hacia delante y hacia atrás al compás que marcaba mi madre, que estaba perdida en su propio infierno personal—. Mi madre y tú… ¡no!

Mi madre empezó a sollozar con fuertes hipidos y yo la abracé con más fuerza, dividida entre seguir consolándola o gritarle a Takata.

—¡Ya no aguanto más! —farfulló, intentando secarse las lágrimas—. Las cosas no debían suceder de este modo. Esto nunca debió pasar —exclamó. Yo la solté un poco.

—¡Tú no debías estar aquí! —gritó poniéndose en pie y mirando a Taka­ta—. No es tu hija. ¡Es hija de Monty! —le espetó llena de rabia, con los ojos enrojecidos y el pelo alborotado—. Lo dejó todo por ella y por Robbie cuando tú decidiste dedicarte en cuerpo y alma a la música. Renunció a sus sueños para cuidar de nosotros. Tú tomaste tus propias decisiones y no puedes echarte atrás. ¡Rachel no es tuya! No puedo… —En aquel momento se tambaleó y yo la agarré para que no se cayera—. ¡Basta ya! —gritó. Se agitaba con tal fuerza que acabó tirándome al suelo—. ¡Lárgate! ¿Me has oído? ¡No quiero seguir con esto!

Estupefacta, me desplacé hacia atrás hasta que noté la encimera. No sabía qué hacer. Mi madre estaba allí de pie, sollozando, con los brazos alrededor de la cintura y la cabeza gacha, y yo tenía miedo de tocarla.

Takata evitaba mirarme a la cara y, con la mandíbula apretada y los ojos llorosos, cruzó la habitación y la rodeó con sus largos y esqueléticos brazos.

—Lárgate —repitió mi madre entre lágrimas. No obstante, él le tenía los brazos sujetos, y tampoco parecía que realmente quisiera que se marchara.

—Chisssst —dijo él consolándola mientras ella se derretía en sus brazos y apoyaba la cabeza en su pecho.

—No pasa nada, Allie. Todo se va a arreglar. Robbie y Rachel son hijos de Monty, no míos. Él es su padre y siempre lo será. Ya verás como todo se arregla.

Yo me quedé mirándolo y me di cuenta de que teníamos una altura similar, que mis rizos enredados eran iguales a sus rastas y que mis brazos y piernas, delgados pero fuertes, se parecían a los suyos. Entonces observé sus pies, que quedaban al descubierto porque llevaba chanclas, y tuve la sensación de estar mirando los míos en el cuerpo de otra persona.

Entonces me apoyé en la encimera y me puse la mano en el estómago. Me estaban entrando náuseas.

—¡Quiero que te vayas! —sollozó mi madre, aunque esta vez lo hizo en un tono mucho más bajo. Takata se limitó a mecerla.

—No te preocupes —la tranquilizó sin dejar de abrazarla, pero mirándome a mí—. Todo se va a arreglar y las cosas seguirán como siempre. Nada va a cambiar.

—¡Pero está muerto! —gimió—. ¿Cómo es posible que estuviera aquí, si está muerto?

Takata me miró con curiosidad, y yo le susurré el nombre de Al. El miedo hizo que su rostro se tiñera de aprensión. Entonces miró el amuleto que estaba sobre la mesa, y después a mí. Lo sabía todo sobre mí. Y yo no sabía nada de él. Hijo de puta.

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