Fuera de la ley (24 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Su actitud silenciosa no me inspiraba mucha confianza, pero, al fin y al cabo, hacían falta grandes dosis de autocontrol para gobernar el mundo.

—Mo-o-o-orga-a-a-an —canturreó Al, y yo, que estaba recogiendo mi espejo adivinatorio, me gire hacia él.

En ese momento me quedé paralizada. Tenía entre las manos uno de mis libros de magia terrenal.

—Suéltalo —le exigí.

Él entrecerró los ojos.

—Es posible que me hayan despojado de las maldiciones que había almace­nado en mi interior durante toda una vida —dijo en tono amenazante—, pero todavía recuerdo algunas cosas de memoria.

—¡Basta ya! —exclamé cuando pasó el brazo por la encimera tirando todas las cosas al suelo.

Jenks se posó en mi hombro inundándome de su aroma de clorofila rota.

—Esto no me gusta nada, Rachel —dijo.

—¡He dicho basta! —grité mientras Al dibujaba un rudimentario pentáculo y ponía mi libro en él.


Celero inanio
—dijo, y yo salté al ver que mi libro de hechizos empezaba a arder.

—¡Eh! —le grité repentinamente cabreada—. ¡Para de una vez!

Al entrecerró sus ojos de pupilas horizontales y, con un movimiento firme, lanzó otro libro en su lugar. El sonido retumbó con fuerza en mi interior. Su mirada detrás de la capa de siempre jamás manchada de negro mostraba un odio renovado. Lo había vencido una vez más. Yo. La apestosa bruja insignificante.

Entonces me quedé mirándolo, pensativa, antes de dejarme llevar por el impulso de llamar a Minias. Podía dejarlo allí, quemando todos mis libros, pero al menos hubiera sabido dónde estaba y hubiera conseguido pasar la noche a salvo. O también podía llamar a Minias para que se llevara el maldito culo de Al y esperar que nadie lo invocara de nuevo antes del amanecer. Pero algo en la expresión furiosa de Al me hizo recapacitar.

Más allá de la furia, se le veía cansado. Estaba cansado de que lo llevaran de un lado a otro y de que lo metieran en un espacio tan reducido, de ir a por mí y fracasar, de que Minias lo supiera, y de que se lo llevara a rastras a la cárcel con una correa. Era casi insultante. Tal vez, si lo dejaba en paz por una noche para que se lamiera las heridas y su orgullo, tendría el mismo detalle conmigo.

Por un momento dudé. Sin el tictac del reloj, que estaba hecho añicos en el suelo, el silencio de la cocina resultaba estremecedor. Al se irguió lentamente cuando se dio cuenta de que algo me rondaba por la cabeza y de que en realidad estaba considerando… dejarlo marchar.

—¿Te consideras afortunada, bruja? —gruñó el demonio con los labios se­parándose de sus dientes mientras sonreía. Era una sonrisa peligrosa que me horrorizó sobremanera. Pero el hecho era que, aunque podía matarme, yo ya no le tenía miedo. Y como él mismo había reconocido, lo había encerrado en un círculo demasiadas veces.

Estaba cansado y, a juzgar por el comentario que había hecho previamente, tal vez ligeramente deseoso de que alguien confiara en él.

Al deslizó la vista hacia el espejo adivinatorio que estaba en mi mano y su mirada se volvió introspectiva cuando se dio cuenta de que estaba sopesando mis opciones.

—¿Una noche de tregua? —me preguntó.

Yo me mordí el labio y escuché el pulso en mi oído.

—Vete de aquí, Al —dije sin molestarme en añadir ninguna orden más.

Él pestañeó lentamente. Su expresión se relajó y una sonrisa auténtica se dibujó en sus labios.

—No sé si eres increíblemente lista o mucho más estúpida de lo que pensa­ba —dijo antes de desvanecerse con un elegante gesto teatral entre una nube de humo rojo.

—¡Rachel! —gritó Jenks zumbando furiosamente en mi cara y despidiendo polvo—. ¿Qué coño estás haciendo? Volverá enseguida.

Yo inspiré lentamente y me erguí. Con el espejo en la mano, agucé el oído, intentando percibir cualquier rastro demoníaco en la iglesia. Me dolía la mano y la flexioné para retirar algunos pelos de Al de debajo de las uñas con cara de asco.

—Déjalo estar, Jenks —dije.

Algo estaba cambiando entre Al y yo o, mejor dicho, había cambiado. No sabía muy bien qué, pero me sentía diferente. Tal vez porque no había recurrido lloriqueando a Minias. Tal vez si tratara a Al con más respeto, conseguiría que él hiciera lo mismo conmigo. Tal vez.

—¿Cómo puedes ser tan jodidamente imbécil? —me gritó Jenks—. Mueve el culo de una vez y ponte a salvo en la zona consagrada. ¿No te das cuenta de que va a volver?

—No lo hará, Jenks. Esta noche no. —De pronto el nivel de adrenalina bajó de golpe y las piernas empezaron a temblarme. Entonces dirigí la vista hacia Rynn Cormel, que se encontraba en la esquina intentado controlarse, e inspiré profundamente una vez más para intentar reducir las pulsaciones y que mi olor no resultara tan tentador. El vampiro todavía no se había movido, pero empezaba a tener una apariencia más humana. Cansada, dejé el espejo adivinatorio en su sitio, entre los tres libros de hechizos demoníacos que habían quedado intactos. El que había quemado Al era un simple manual de magia terrenal.

Rynn dio un paso adelante y se detuvo cuando Jenks se situó entre nosotros y empezó a zumbar a modo de advertencia. El vampiro parecía asqueado.

—Lo has dejado marchar —me reprochó—. Y sin ningún tipo de condición. Era cierto que te dedicas a tratar con demonios.

El café estaba listo y yo crucé la habitación deslizando mis dedos temblorosos por la superficie de la burbuja para romperla. A continuación me apoyé en la encimera, desde donde podía divisar tanto al hombre como el arco del pasillo. Luego inspiré profundamente, me serví una taza de café y, tras hacerle un gesto a Rynn para saber si quería un poco, tomé un trago.

—Yo no me dedico a tratar con demonios —dije después de que el primero de ellos recorriera mi garganta—. Son ellos los que tratan conmigo. Le agra­dezco mucho que intentara ayudarnos, pero Jenks y yo ya lo teníamos todo bajo control.

No quería que pensara que necesitaba su protección. La protección de un vampiro tenía un precio. Y yo no estaba dispuesta a pagarlo.

—¿Que lo tenían todo bajo control? —exclamó Rynn Cormel arqueando las cejas—. ¡Pero si les he salvado la vida!

Jenks resopló visiblemente enfadado.

—¿Salvarnos la vida? ¡No me seas capullo! Ha sido Rachel la que ha salvado la tuya. Fue ella la que lo encerró en el círculo.

Seguidamente se giró hacia mí perdiéndose la expresión sombría de Rynn y dijo con gesto de preocupación:

—Tienes que ir a terreno consagrado. Podría volver.

Yo lo miré con el ceño fruncido y me tanteé las costillas con la mano que me quedaba libre en busca de posibles contusiones.

—No te preocupes. No me pasará nada. Por cierto, deberías tomarte una pastilla para enfriar tu polvo antes de que eche a arder.

El pixie resopló indignado. A continuación me giré hacia el vampiro y pregunté:

—¿Le apetece sentarse?

Jenks emitió un ruido de frustración.

—Voy a ver cómo están los niños —farfulló antes de salir disparado.

Rynn Cormel lo observó en silencio mientras se marchaba. Luego evaluó mi cansancio y cruzó la habitación para sentarse en la silla de Ivy, delante de la pantalla resquebrajada. Tenía un largo arañazo en la mejilla que no sangraba y el pelo alborotado.

—Estaba quemando sus libros —dijo como si fuera algo importante para él.

Yo miré el pentáculo que Al había dibujado en la encimera y el segundo libro que reposaba sobre un montón de cenizas.

—Quería salir —dije—. Estaba quemando mis libros porque le jodia que yo estuviera a punto de llamar a otro demonio para que lo encarcelara. Espero que haberle concedido una noche de tregua lo empuje a hacer lo mismo. ¡Ma­dre mía! ¿Realmente confiaba en que un demonio tomara una decisión moral basada en el respeto?

A juzgar por la expresión del vampiro, parecía que estaba empezando a entenderme.

—Ya veo. Eligió el camino más difícil y arriesgado pero, al hacerlo, le estaba diciendo que no iba a confiar su seguridad en ningún otro. Que no le tiene miedo. —A continuación, ladeando la cabeza, añadió—: Sin embargo, debería tenérselo.

Yo asentí con la cabeza. Debería tener miedo de Al, y así era, pero no aquella noche. No después de verlo… descorazonado. Si estaba abatido porque una apestosa bruja insignificante conseguía escapársele una y otra vez, tal vez debía dejar de tratarme como una apestosa bruja insignificante y mostrarme un mínimo de respeto.

Una vez que resolví que Rynn Cormel había recuperado el control por com­pleto, mis hombros empezaron a relajarse.

—Y bien, ¿de qué quería hablarme?

Él dejó escapar una lenta y carismática sonrisa. Me encontraba a solas con Rynn Cormel, un político extraordinario y un maestro vampírico que tiempo atrás había gobernado el mundo libre. En ese momento acerqué el azucarero a mi taza. Estaba empezando a temblar y había decidido echarle la culpa a la falta de azúcar. Sí, ese era el motivo.

—¿Está seguro de que no le apetece un poco de café? —le pregunté sirvién­dome una tercera cucharada de azúcar—. Está recién hecho.

—No, no. Gracias —respondió con un gesto algo apurado que lo hizo parecer aún más encantador—. He de reconocer que me siento algo avergonzado —dijo, y yo tuve que contener una carcajada—. He venido porque quería asegurarme de que se encontraba bien después del ataque demoníaco de ayer y, no solo se encuentra usted de maravilla, sino que me ha demostrado que es perfectamente capaz de defenderse por sí misma. Ivy no exageraba al referirse a sus habilidades. Le debo una disculpa.

Con una tenue sonrisa, aparté a un lado el azucarero. Era agradable escuchar un piropo de vez en cuando. Pero los vampiros no muertos no se avergonzaban. Él era un maestro vampírico joven, adulador y muy experimentado, y en ese momento me di cuenta de que sus orificios nasales se abrían para aspirar la mezcla del aroma de Ivy con el mío.

El vampiro sacudió la cabeza con un gesto muy humano.

—Esa mujer tiene una voluntad de hierro —dijo. Era evidente que se refería a la capacidad de Ivy para vencer sus ganas de morderme. Resultaba muy difícil viviendo juntas de aquel modo.

—Hábleme de ello —dije, y mi intimidación por estar sentada en mi cocina con Rynn Cormel se desvaneció dando paso al pánico de luchar por mi vida—. Yo creo que me está utilizando para ponerse a prueba.

Cormel, que estaba mirando al señor Pez, volvió a dirigir la mirada hacia mí.

—¿Ah, sí?

El tono inquisitivo de su voz me puso nerviosa, y me di cuenta de que estaba evaluando la mezcla entre la vida de Ivy y la mía. Irguiéndome, le hice un gesto con la taza del café.

—¿Qué puedo hacer por usted, señor Cormel?

—Llámame Rynn, por favor —dijo dirigiéndome una de las famosas sonrisas que le habían ayudado a salvar el mundo libre—. Creo que, después de lo que ha pasado, deberíamos tutearnos.

—Rynn —dije con cautela pensando que aquello era realmente extraño. Entonces bebí otro trago de café y lo miré desde detrás de la taza. Si no fuera porque ya sabía que estaba muerto, jamás lo hubiera adivinado—. No te lo tomes a mal pero ¿a ti que más te da si yo estoy bien o no?

Su sonrisa se amplió.

—Formas parte de mi camarilla, y yo me tomo mis obligaciones muy en serio.

En ese momento deseé que Jenks no se hubiera marchado. Sentí una punzada de miedo y empecé a interesarme enormemente por el paradero de mi pistola de bolas. Rynn no estaba vivo, pero el hechizo adormecedor sería tan efectivo con él como con cualquier otro.

—No pienso permitir que me muerdas —le dije en un tono claramente amenazante mientras me obligaba a mí misma a tomar un nuevo sorbo de café. El olor amargo parecía surtir efecto.

Salvo por el hecho de que sus pupilas se estaban dilatando, conseguía disi­mular muy bien el deseo que mi miedo provocaba en él.

—No he venido para morderte —dijo arrastrando su silla hacia atrás un par de centímetros—, sino para asegurarme de que ningún otro lo haga.

Yo lo miré con recelo y descrucé los tobillos para estar lista para moverme en caso de que fuera necesario. Le había dicho a Al que yo le pertenecía, y esa era la razón por la que había intentado protegerme de él.

—Pero, si me consideras parte de tu camarilla —dije intentando no ser tan estúpida como para decirle que no necesitaba su ayuda—, ¿no los muerdes a todos?

Al oír la pregunta se relajó, se inclinó hacia delante para apartar el teclado de Ivy y apoyó los codos sobre la mesa. Su rostro se iluminó por el entusiasmo y yo me maravillé al ver lo vivo y emocionado que parecía.

—No lo sé. Nunca he tenido una —explicó mirándome fijamente con ex­presión sincera—. Y me han dicho que mis ansias por empezar una resultan encantadoras. Los políticos no pueden hacerlo. No contribuye a una carrera presidencial justa.

En ese momento se encogió de hombros y se reclinó sobre el respaldo de la silla. Estaba muy atractivo, seguro de sí y joven.

—Entonces surgió la oportunidad de evitar que los hijos de Piscary se desperdigaran, de hacerme con su feliz y bien estructurada camarilla y de reclamaros a Ivy y a ti. —En aquel momento vaciló y paseó la mirada por la cocina destrozada—. Y aquello hizo que me resultara mucho más fácil retirarme.

Mi boca se secó. ¿Se había retirado para estar más cerca de Ivy y de mí?

Rynn Cormel volvió a dirigir su mirada hacia mí.

—He venido esta noche para comprobar que estabas intacta y, efectivamente, así es. Ivy me dijo que eras perfectamente capaz de defenderte, pero di por hecho que era una excusa más para evitar que nos conociéramos.

Yo miré al vestíbulo vacío. Las cosas empezaban a cobrar sentido.

—Era mentira que tuviera una misión esta noche, ¿verdad? —le pregunté, a pesar de que conocía la respuesta.

El vampiro sonrió levantando la pierna y apoyando el pie sobre la rodilla opuesta. Había que reconocer que estaba tremendo. Y que quedaba muy bien allí sentado, en mi cocina.

—Me alegro mucho de saber que Ivy no mentía. Estoy gratamente impre­sionado. Te han mordido muchas más veces de las que muestra tu piel.

Yo volví a sentirme incómoda, pero bajo ningún concepto me cubriría el cuello. Aquel gesto habría sido una invitación para mirar.

—Tienes una piel preciosa —añadió, y yo tuve una sensación de mareo seguida por un cosquilleo creciente.

¡Maldita sea! Era consciente de que mi piel, que tenía menos de un año y que escondía un mordisco de vampiro no solicitado, resultaba tan tentadora como un filete de carne balanceándose delante del hocico de un lobo. A menos que el lobo estuviera muy bien alimentado, antes o después se abalanzaría sobre él.

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