Fuera de la ley (22 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

El abrigo negro que llevaba le llegaba hasta los tobillos y hacía un bonito contraste con su nueva tez pálida, tal y como yo había anticipado. Había hecho caso de mi consejo y había utilizado un hechizo para cambiar su olor, y el delicado aroma de vampiro, mezclado con una pizca de colonia cara, me embriagó. No se había puesto las gafas, pero estas asomaban por la parte superior de un bolsillo del abrigo situado a la altura del pecho. Llevaba una bufanda gris de cachemir alrededor del cuello y me di cuenta de que hacía juego con sus zapatos, de un color negro mate en vez del tono acharolado que solía utilizar.

—¡Uau! —exclamé ladeando la cadera y apoyando la mano sobre el marco de la puerta para evitar que entrara—. ¡Hasta te han conseguido su voz!' No creí que fueran capaces de lograr algo así. ¡Te habrá costado un ojo de la cara!

Trent fijó la vista en los murciélagos que colgaban del techo del santuario y luego esbozó una sonrisa con los labios cerrados y las cejas levantadas. Eran espesas y negras, muy diferentes de sus mechones blancos, y que hacían que resultara muy sencillo leer las expresiones de su rostro. Parecía divertido, y su sonrisa se hizo aún más amplia mostrando una parte de sus largos colmillos. Al final había optado por las fundas, mucho más realistas, y yo sentí que me invadía un inadvertido subidón de adrenalina fruto de la mezcla del atractivo vampírico y la sensación de peligro. Entonces me pregunté si la razón por la cual Trent estaba de pie ante mi puerta era precisamente esa, porque intentaba suscitar el deseo. O tal vez está reconsiderando su decisión estelar de ir a siempre jamás y pensaba que mostrarme su disfraz de veinte mil dólares serviría para impresionarme.

De pronto, deseando no haberlo ayudado nunca, eliminé de mi rostro todas las emociones salvo la de fastidio.

—¿A qué has venido? —le pregunté con desdén—. ¿Se trata de Ceri? Pues deja que te diga una cosa: dejar que me fuera de allí pensando que habías sido tú el que la había dejado embarazada fue algo mezquino incluso para ti. Si entonces te dije que no iba a ir a siempre jamás por ti, ahora te puedo asegurar que no trabajaré para ti bajo ningún concepto.

Sí, estaba furiosa con Ceri, pero no por eso habíamos dejado de ser amigas.

Trent me miró fijamente a los ojos mientras sus pupilas se dilataban lenta­mente por la sorpresa.

—Me alegro mucho de saberlo, señorita Morgan. Una de las razones por las que quería hablar con usted era precisamente esa, decirle que se mantuviera alejada del señor Kalamack.

Yo me quedé paralizada. Su voz no solo había perdido su cadencia cantarina, sino que había adquirido un acento muy neoyorquino.

En ese momento oí el ruido de la puerta de un coche que se habría y dirigí la atención hacia más atrás de Trent y del bordillo. El hombre que descendía del asiento del copiloto no era Jonathan, ni tampoco Quen. No, aquel tipo era mucho mayor, con los hombros amplios y unos brazos tan anchos como mis muslos. Por la elegancia de sus movimientos era evidente que se trataba de un vampiro. Pero Trent no solía contratar vampiros a menos que fuera absolu­tamente necesario. Aquel hombre con pantalones negros y una camisa negra ajustada se quedó de pie junto al coche, con los brazos cruzados, adoptando una pose que resultaba terriblemente intimidatoria a pesar de que se encontraba a diez metros de distancia.

Yo tragué saliva y miré de nuevo al hombre que se encontraba en el rellano. Ya no creía que se tratara de Trent.

—Usted no es Trent, ¿verdad? —le pregunté.

Él me dedicó la hermosa sonrisa por la que era conocido Rynn Cormel y yo me ruboricé.

—No.

—¡Oh, Dios mío! Lo siento muchísimo, señor Cormel —balbuceé pregun­tándome si era posible cagarla todavía más. El jefe supremo de Ivy estaba allí de pie, en nuestro rellano, y yo acababa de ofenderlo gravemente—. Ivy no se encuentra en casa en este momento. ¿Le apetecería entrar y esperar a que regrese?

Con una mirada amargamente viva, Cormel echó la cabeza hacia atrás y soltó una larga y sonora carcajada que me resultó bastante reconfortante. Maldita sea. Él era un no vivo. No podía pisar terreno consagrado. Y pedirle que esperara allí habría sido una estupidez. ¡Como si alguien como él tuviera tiempo para quedarse a esperar a mi compañera de piso!

—Lo siento —farfullé muerta de vergüenza—. Probablemente tendrá usted muchas cosas que hacer. ¿Quiere que le diga que ha estado aquí? O, si lo desea, puedo intentar localizarla con el móvil…

Entonces recordé el manual vampírico que había escrito para prolongar la esperanza de vida de una sombra y que en ese momento se encontraba en el fondo de mi armario. Ivy me lo había dado la segunda noche que pasamos bajo el mismo techo para que yo dejara de hacer cosas que la ponían a cien. Leerlo había resultado muy instructivo, y algunas cosas me habían dejado boquia­bierta y con el estómago revuelto. Eran capaces de hacer cosas espeluznantes en nombre del placer…

En ese preciso instante apareció Rex junto a mis pies, que había llegado desde las profundidades de la iglesia atraída por el olor a vampiro, algo que asociaba con Ivy. La muy estúpida empezó a restregarse contra mí por error para luego enroscarse alrededor de las piernas de Cormel. Estremecida por mis pensamientos, hice amago de agarrarla y, cuando ella me respondió con un bufido, el señor Cormel la cogió en sus brazos, empezó a hacerle carantoñas y me miró por entre las orejas del animal.

Rynn Cormel había gobernado el mundo entero durante la Revelación y, en cierto modo, su carisma había traspasado las fronteras de la muerte consiguiendo imitar de forma extraordinaria la vida, a pesar de tratarse de un no vivo. Era algo extremadamente inusual que un vampiro no vivo tan joven fuera capaz de fingir tan bien el tener un alma. Me imaginé que se debía al hecho de que era un político, lo que le había permitido practicar durante largo tiempo antes de morir.

—En realidad —dijo—, es con usted con quien quería hablar. ¿La pillo en mal momento?

Yo me atraganté y las comisuras de sus labios se alzaron divertidas. ¿Qué podía querer de mí el maestro vampiro de Ivy?

—Ummm… —susurré retrocediendo hacia el oscuro vestíbulo. Él era un no vivo. Me podía pedir lo que quisiera… y le habría bastado insistir un poco para conseguir cualquier cosa de mí. ¡Oh, Dios! Regla 6.1. ¿Habría…? ¡Qué tonta!, si había podido escribir algo así, era porque lo había probado.

—Solo la entretendré un par de minutos.

Mi respiración se volvió más fluida. Cualquiera de las prácticas que aparecían en su libro necesitaba al menos de unos veinte minutos. A menos que estu­viera preparando una segunda parte: «Cómo enganchar a tu sombra y dejarla suplicando y sin aliento en tan solo dos minutos».

En aquel momento dejó que la gata se deslizara de entre sus brazos y se sacudió su inmaculado abrigo. Rex siguió ronroneando y enroscándose. En­tonces miró por encima de mí justo en el momento en que el batir de alas se hacía más evidente.

—Rachel, se está haciendo tarde —gritó Jenks en tono de preocupación—. Voy a llevarme a todo el mundo al tocón para pasar la noche.

Sin embargo, su actitud cambió por completo cuando se posó sobre mi hombro.

—¡Joder! ¡Qué fuerte! —exclamó despidiendo un polvo de pixie que pro­vocó unos rayos tan potentes que iluminaron mis pies—. ¡Rynn Cormel! ¡La madre que te parió, Rachel! —añadió mientras revoloteaba de forma errática a mi alrededor—. ¿Te das cuenta? ¡Es Rynn Cormel! —De repente, como si alguien lo hubiera clavado al aire, se detuvo en seco—. Se lo advierto, señor Cormel, como se le ocurra embaucar a Rachel, le partiré la cabeza en dos para que el sol penetre hasta lo más hondo de su ser.

Yo deseé que la tierra me tragara, pero Cormel, adoptando una actitud digna, se agarró las manos delante de él y le hizo una pequeña reverencia con la cabeza.

—No tiene por qué preocuparse. Solo quiero hablar un momento con la se­ñorita Morgan. Eso es todo. —Seguidamente, vaciló y yo me ruboricé cuando bajó la vista hacia mis pies descalzos—. ¿Hay algún lugar más cómodo donde podamos…?

Oh, Dios. Qué rabia me daba cuando pasaba algo así.

—Ummm —mascullé sin saber por dónde salir. A continuación, con una mueca de disculpa, pregunté—: ¿Le importaría dirigirse a la parte posterior de la iglesia, señor presidente? Disponemos de dos salas para nuestros clientes no vivos. Siento mucho pedirle que entre por la puerta trasera, pero la mayoría de nuestros clientes están vivos.

—Puede llamarme Rynn —dijo con una sonrisa de papá Noel—. En realidad nunca llegué a jurar el cargo. —Seguidamente, tras girarse hacia su guardaes­paldas, añadió—: Nos encantará reunimos con usted al otro lado. ¿Se va por aquí? —inquirió inclinándose hacia la derecha.

Yo asentí con la cabeza alegrándome de que Ivy hubiera instalado un ca­mino de pizarra, y luego me pregunté si habríamos sacado la basura semanal. ¡Mierda! Esperaba que así fuera.

—Jenks, si no hace demasiado frío para ti, ¿te importaría acompañar al señor Cormel?

El soltó un breve resplandor y salió despedido hacia el exterior.

—¡Faltaría más! —dijo volando hasta el final de las escaleras y regresando de inmediato a la parte superior—. Sígame, por favor.

Su diminuta voz tenía un tono sarcástico, y a mí no me hubiera sorprendido que aprovechara la oportunidad para amenazarlo de nuevo. A él no le impre­sionaban ni los títulos, ni las leyes, ni ninguna otra cosa salvo las espadas de pixies, y se tomaba muy en serio su trabajo de protegerme el culo.

Tras lanzarme una sonrisa que hubiera hecho perder la cabeza al mismísimo Gengis Kan, el vampiro bajó las escaleras. Yo contemplé cómo se dirigía con decisión hacia el sendero lateral mientras sus zapatos taconeaban con elegancia escuchándolo todo, observándolo todo. Un vampiro maestro. El maestro de nuestra ciudad. ¿Qué podía querer de mí si no se trataba de sangre?

Yo me escabullí hacia el interior y cerré la puerta de un golpe, aliviada de que Cormel hubiera ordenado con un gesto al chófer y a su guardaes­paldas que se quedaran donde estaban. No los quería dentro de mi iglesia, independientemente de que estuviera Jenks. La presencia de tres vampiros podía dar pie a numerosos malentendidos.

—¿Matalina? —dije alzando la voz mientras atravesaba el santuario— Tenemos un cliente.

Sin embargo, la mujer pixie ya había obligado al último de sus hijos a dirigirse hacia el vestíbulo y a salir por la chimenea de la sala de estar. Los únicos que le estaban causando algún problema eran los más pequeños, que no se acordaban de las instrucciones que les había dado el año anterior. Si no se quedaban fuera durante el tempo que Cormel estuviera en la iglesia, al día siguiente tendrían que limpiar una a una todas las ventanas.

Yo me puse las zapatillas de estar por casa, que estaban junto a la puerta posterior, quité el pestillo y me precipité hacia la cocina para ver si me daba tiempo a recogerla un poco. Presioné con el codo el interruptor de la luz y, antes de que los tubos fluorescentes terminaran de parpadear y se encendieran del todo, agarré un plato lleno de migas y lo metí en el lavavajillas. El señor Pez, mi beta, comenzó a agitar la cola con nerviosismo ante la repentina luz, y yo me acordé de que debía echarle de comer. Junto a él, en el alféizar, había una pequeña calabaza que había comprado para Jenks y para sus hijos con la esperanza de que se decidieran por ella en vez de por el ejemplar enorme que habían cultivado durante el verano en el montón de desechos orgánicos. Las posibilidades eran más bien escasas, dado que habían puesto la detestable pero hermosa hortaliza debajo de la mesa para que se fuera calentando. Tenía un tamaño descomunal y yo no tenía ningunas ganas de repetir el fiasco del año anterior. Por lo visto, las semillas de calabaza podían dispararse con una dolorosa precisión.

Yo adoraba mi cocina, con sus costosas encimeras, sus dos hornillos y su frigorífico de acero inoxidable lo suficientemente grande como para meter una cabra, al menos en teoría. Apoyada contra el muro interior había una antigua mesa de madera donde Ivy tenía el ordenador, la impresora y sus cosas de oficina. Una parte me correspondía a mí, pero últimamente se había quedado reducida a la esquina y me veía obligada a empujar sus cosas una y otra vez para tener un poco de espacio para comer. De todos modos, tenía que reconocer que yo me había apoderado de la isla central, de manera que estábamos en paz.

La pequeña encimera del centro estaba cubierta de un montón de hierbas con las que andaba experimentando, el correo de la semana anterior, que estaba en una esquina y que amenazaba con caerse al suelo y un batiburrillo de los más variopintos instrumentos para preparar hechizos terrenales. Justo encima había un enorme estante del que colgaban varias cacerolas de cobre y otros utensilios de cocina y que los pixies solían utilizar para jugar al escondite porque podían acercarse al metal sin peligro de quemarse. Bajo la encimera reposaban el resto de las cosas que necesitaba para preparar conjuros, amontonadas de cualquier manera, así como la mayoría de la parafernalia para líneas luminosas que no sabía qué hacer con ella. Mi pistola de bolas, junto con sus correspondientes hechizos para dormir, estaba dentro de otro grupo de cacerolas de cobre y mi pequeña colección de grimorios estaba apoyada sobre otros libros de cocina mundanos en un estante bajo, al que se podía acceder por ambos lados. Tres de ellos eran libros de maldiciones demoníacas, y me daban demasiado miedo como para almacenarlos debajo de mi cama.

Al final concluí que, en general, el lugar presentaba un aspecto bastante decente. Entonces encendí la cafetera que Ivy había dejado preparada para el desayuno del día siguiente. Lo más probable es que Cormel no quisiera tomarlo, pero al menos el olor contribuiría a bloquear las feromonas. O quizá no.

Preocupada, puse los brazos en jarras. La única cosa que podría haber hecho en caso de que hubiera avisado con algo más de tiempo habría sido barrer la sal del interior del círculo grabado en el suelo de linóleo que rodeaba la encimera central.

En ese momento noté que la presión atmosférica cambiaba y me giré. Sin embargo, mi profesional sonrisa de bienvenida se congeló cuando me di cuenta de que no había oído el clic que indicaba que alguien había abierto la puerta trasera.

—¡Mierda! —susurré poniéndome tensa al darme cuenta del porqué.

Había pisado terreno no consagrado.

Y Al estaba allí.

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