Fuera de la ley (52 page)

Read Fuera de la ley Online

Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

—¿Te hizo algo? —preguntó Takata apartando a mi madre de su pecho para poder mirarla a los ojos—. ¡Contesta, Alice! ¿Te ha puesto la mano encima?

—No —dijo en un tono monótono—. No era él. Le seguí el juego hasta que conseguí meterlo en un círculo. Pero estuvimos hablando… toda la noche. Tenía que entretenerlo para que no le hiciera daño a Rachel. Quiere utilizarla como si fuera una muñeca hinchable para luego entregársela a algún otro para saldar una deuda.

¡
Oh, no
!
Lo que me faltaba
.

Tenía el rostro lleno de lágrimas, y Takata volvió a abrazarla. Estaba ena­morado de ella. Se podía ver en su largo y expresivo rostro, incapaz de ocultar el dolor que sentía.

—Es tarde —dijo con la voz quebrada—. Deja que te lleve a la cama.

—Rachel… —dijo ella intentando zafarse.

—Ha salido el sol —respondió él evitando que me viera en la esquina—. Está bien. Seguramente estará durmiendo. Tú también deberías echarte un poco.

—No quiero irme a la cama —respondió malhumorada. Nunca la había oído hablar en ese tono—. Tienes que irte. Monty está a punto de llegar, y le duele horrores enterarse de que has venido. No quiere admitirlo, pero lo sé. Además, Robbie es demasiado mayor para seguir viéndote. Se acordará de ti.

—Alice —susurró con los ojos cerrados—. Monty está muerto. Robbie está en Portland.

—Lo sé —musitó ella resignada, haciéndome sentir fatal.

—Venga —la animó—. Vamos a la cama. Hazlo por mí. Si quieres, te cantaré hasta que te quedes dormida.

Mi madre protestó, y él la cogió en volandas con la misma facilidad con la que habría levantado uno de sus bajos eléctricos. Entonces ella recostó la cabeza en su hombro y Takata se giró hacia mí, que seguía inmóvil en un rincón.

—Por favor, no te vayas —susurró. Luego se dio la vuelta y se la llevó.

El corazón me latía con fuerza, y me quedé allí escuchando cómo atravesaban la casa. La suave voz de mi madre hacía preguntas, y él respondía en un tono más grave. Luego se quedaron callados y, cuando oí que empezaba a cantarle con suma dulzura, me fui tambaleando hasta la mesa. Aturdida, me derrumbé en la silla en la que había estado sentada mi madre, apoyé uno de los brazos y hundí la cabeza.

Tenía ganas de vomitar.

23.

El aroma ácido a sopa de tomate resultaba reconfortante, pues ayudaba a enmas­carar el olor a metal caliente y a ámbar quemado. Me sonaban las tripas y me pareció patético que pudiera tener hambre cuando me sentía tan agotada, tanto física como mentalmente. De todos modos, la noche anterior no había comido prácticamente nada a excepción de un puñado de diminutas salchichas sujetas con palillos y seis cuadraditos de pastel de calabaza con un poco de nata encima.

El suave sonido de la cuchara de madera golpeando el borde de un cazo hizo que alzara la vista de la mesa de linóleo consumida y me quedé mirando como Takata volcaba la sopa humeante con torpeza en un par de cuencos blancos. Resultaba extraño verlo preparar la cena, aunque hubiera sido más apropiado llamarlo el desayuno, teniendo en cuenta la hora. No estaba acostumbrada a ver una estrella de rock en la cocina de mi madre, buscando cosas vacilante, lo que me dio a entender que había estado allí en otras ocasiones, pero que nunca había cocinado.

Con el rostro crispado, intenté desprenderme del amargo sentimiento. Esta­ba segura de que tenía que haber una explicación. Y la única razón por la que estaba allí sentada es porque quería oírla. Por eso, y porque lo más probable es que la SI estuviera buscando el coche de Trent. Y porque estaba desfallecida y él estaba preparando algo de comer.

Mientras colocaba uno de los cuencos con sopa delante de mí y deslizaba un plato con dos trozos de pan tostado, me di cuenta de que él también parecía cansado. Entonces se quedó mirando el amuleto que llevaba para advertirme de posibles ataques demoníacos por sorpresa. Pensé que iba a decir algo, pero no lo hizo. Enfadada, agarré una servilleta del servilletero que había encima de la mesa.

—Sabes que me gusta acompañar la sopa con tostadas —dije con la barbilla temblorosa—. ¿Vienes mucho por aquí?

Él, que estaba delante del hornillo, se giró con el otro cuenco en la mano.

—Una vez al año, más o menos. Últimamente, desde que se apoya tanto en el pasado, algo más. Le encanta hablarme de ti. Está muy orgullosa.

Lo observé colocar el cuenco al otro lado de la mesa y se sentó en la silla, removiéndose hasta que encontró una posición cómoda en el delgado almohadillado. Entonces se me ocurrió que quizá podía averiguar cuándo la había visitado estudiando las fechas de sus conciertos y las citas con el médico de mi madre.

—Lo siento —dijo, vacilante, mientras tomaba una servilleta—. Ya sé que la cena deja mucho que desear, pero no estoy acostumbrado a cocinar, y hasta un imbécil sería capaz de calentar un poco de sopa.

Ignorando las tostadas, probé la sopa y mi tensión se liberó cuando el sabroso calor me bajó por la garganta. Le había echado un chorrito de leche, exactamente como a mí me gustaba. Entonces su bolsillo empezó a zumbar y me quedé mirándolo. El alto brujo parecía molesto mientras sacaba el móvil y miraba el número.

—¿Tienes que irte? —le pregunté cortante. Tendría que haberlo inmovilizado contra la pared y obligarlo a hablar.

—No. Es Ripley. Mi batería. —Una lánguida sonrisa curvó sus comisuras haciendo que su alargado rostro pareciera aún mas largo—. Me llama para que tenga una excusa para marcharme en caso de que lo necesite.

Tomé otro trago de sopa, enfadada conmigo misma por estar hambrienta cuando tu vida se estaba derrumbando.

—¡Qué maja! —farfullé.

Entonces dejé de ignorar el pan tostado por cuestión de principios, lo agarré y lo metí en la sopa. De modo que sabía que me gustaba tomar la sopa con tosta­das. Eso no significaba que no pudiera comérmelas. Con los codos apoyados en la mesa, lo miré mientras lo masticaba. Estaba destrozada, y aquella situación era demasiado extraña.

Takata bajó la vista.

—Quería decírtelo —dijo, y mi corazón dio un vuelco—. Hace mucho tiempo. Pero cuando Robbie se enteró, se marchó, y eso casi acaba con tu madre. No podía arriesgarme a que hicieras lo mismo.

Pero ¿sí que te pudiste arriesgar a tomar un café conmigo hace siglos? ¿Ya contratarme para tu servicio de seguridad el año pasado?

—¿Robbie lo sabe? —le pregunté intentando ocultar mis celos injustificados.

De pronto me pareció que había envejecido, con sus ojos azules apretados, y me pregunté si, cuando tuviera hijos, tendrían los ojos verdes o azules.

—Me reconoció en el funeral de tu padre —explicó con una mueca de dolor sin alzar la vista de la sopa—. Tenemos las mismas manos, y él se dio cuenta.

Con la mano temblorosa, tomó otra cucharada de sopa mientras yo mojaba una esquina de la tostada en silencio.

Me sentía una imbécil. ¡Dios! El año anterior Takata me había preguntado mi opinión sobre la letra de
Red Ribbons
y yo no lo había pillado. Había intentado decírmelo y yo había sido demasiado dura de entendederas para darme cuenta. Pero ¿quién se iba a imaginar algo así?

—¿Quién más lo sabe? —le pregunté con cierto temor.

Él sonrió con la boca cerrada, casi con timidez.

—Se lo conté a Ripley, pero ella ya tiene un pasado del que ocuparse y no se lo dirá a nadie.

—¿Y Trent? —lo acusé.

—Trent lo sabe todo —musitó. Al percibir mi inquietud, añadió—: Su padre necesitaba una muestra de material genético para preparar tu tratamiento. El señor Kalamack podía haber usado la de Robbie, pero la reparación habría sido más lenta y no tan perfecta. Cuando tu padre me lo pidió, accedí. No solo por ti, sino para que Robbie no tuviera un verano del que no recordara absoluta­mente nada.

En aquel momento fruncí el ceño, recordando. O mejor dicho, recordando que no recordaba.

—De manera que Trent sabe que soy tu padre biológico, pero desconoce la razón. —Takata se recostó en la silla con su gran vaso de leche, y sus largas piernas golpearon la pata de la mesa por mi lado y la retiró rápidamente—. No era asunto suyo —dijo poniéndose a la defensiva.

Me sentía incapaz de continuar con mi tostada y la dejé sobre la mesa. Luego me quedé mirando la sopa, inspiré para armarme de valor y luego pregunté:

—¿Por qué?

—Gracias —susurró Takata.

Cuando lo miré, me di cuenta de que tenía los ojos bañados en lágrimas, pero estaba sonriendo. Entonces dejó el vaso y se quedó mirando por la ventana, observando la luz, cada vez más intensa.

—Tu padre y yo conocimos a tu madre en la universidad.

Ya había oído aquello antes, pero no tenía ni idea de que el otro tipo fuera Takata.

—Me dijo que conoció a mi padre cuando se inscribió en un curso de líneas luminosas al que no tenía derecho a asistir. Según ella, se apuntó para conocer a un brujo que estaba como un tren que se colocaba delante de ella, pero que acabó enamorándose de su mejor amigo.

Su sonrisa se hizo más amplia, mostrando los dientes.

—Me encantaría saber cuál de los dos era el que estaba como un tren.

Confundida, me acerqué el cuenco de sopa.

—Pero mi padre, quiero decir, Monty, era un humano.

Takata asintió con la cabeza.

—Por aquel entonces la gente tenía muchos más prejuicios. Bueno, tal vez los mismos que ahora, solo que nadie tenía miedo de mostrarlos. Para evitar las críticas, le dijo a todo el mundo que era un brujo. Hasta que conocimos a tu madre, Monty me saqueaba el armario para oler adecuadamente.

Me quedé pensando unos instantes, y luego volví a comer.

—En cuanto a tu padre y yo… —continuó haciendo que su agradable voz llenara por completo la cocina—. No sé cómo pudimos pasar todos aquellos años sin matarnos. Los dos amábamos a tu madre y ella nos amaba a los dos. —Tras unos instantes de vacilación, añadió—: Por diferentes razones. Le pa­recía tremendamente divertido que sus hechizos de olor funcionaran tan bien que ni siquiera los profesores fueran capaces de descubrir que tu padre era un humano. Su habilidad con las líneas luminosas era más que suficiente. Era una locura, los dos compitiendo por ella, y ella entre dos fuegos.

Yo alcé la vista y él la bajó.

—Pero entonces la dejé embarazada de Robbie justo cuando mi carrera musical empezaba a despegar. No me refiero a un éxito local, sino a nivel de la Costa Oeste. Aquello lo cambió todo. —Con la mirada perdida, continuó—: Amenazó con tirar por la borda tanto sus sueños como los míos, lo que creía­mos que queríamos.

Sentí que me miraba, y no dije nada, y me limité a inclinar el cuenco para terminarme la sopa.

—Tu padre nunca me perdonó que la dejara embarazada e impidiera que acabara los estudios y se convirtiera en una de las mejores creadoras de he­chizos del estado.

—¿Tan buena es? —pregunté dando otro bocado a la tostada.

Takata sonrió.

—Ganaste todos los concursos de Halloween en los que participaste. Inventaba continuamente nuevas pociones para que tu padre superara todos los detec­tores de hechizos de la SI, que cada vez eran más sensibles. Una vez me contó que Jenks la consideraba una especie de gurú de la magia, casi una hechicera. No era porque no estuviera creando hechizos, sino porque lo estaba haciendo.

Yo asentí con la cabeza y me limpié la mantequilla de los dedos. Mierda. Me había olvidado de recoger a Jenks en la puerta de entrada. Ni siquiera había frenado lo suficiente como para que se subiera al coche. Tal vez Ivy podía ir a recogerlo. Yo no pensaba volver por allí.

—De acuerdo, ahora entiendo muchas cosas —dije—. Heredé de ella mis dotes para la magia terrenal. Y según Trent, tú te manejas muy bien con las líneas luminosas.

Él se encogió de hombros y se pasó la mano por la cabeza haciendo balancear sus rizos.

—Antiguamente sí, pero no las utilizo mucho. Al menos, no de forma consciente.

Recordé estar sentada junto a él en el solsticio de invierno y verle saltar cuando el círculo de Fountain Square se cerró. Sí, lo más probable es que hubiera heredado de él mis dotes con las líneas luminosas.

—Entonces, dejaste embarazada a mi madre y decidiste que tus sueños eran más importantes que ella y te marchaste —lo acusé.

Su pálida tez adquirió un intenso color rojo.

—Le pedí que se viniera conmigo a California —se justificó, afligido—. Le prometí que podríamos formar una familia y, al mismo tiempo, realizarnos profesionalmente. Pero ella demostró ser más sensata que yo. —Takata cruzó los brazos por encima de su delgado pecho y se encogió de hombros—. Sabía que una de las dos facetas se resentiría, y no quería que mirara atrás y les echara la culpa a ella y al niño por impedirme que alcanzara el éxito.

Sus palabras estaban cargadas de amargura, y yo cogí lo que quedaba de mi tostada.

—La quería mucho, pero Monty la amaba tanto como yo. De hecho, todavía la quiero —añadió—. Él quería casarse con ella, pero nunca se lo pidió porque sabía que quería tener hijos y que él no podía dárselos. No creía estar a la altura, especialmente cuando yo no hacía más que recordárselo —admitió bajando los ojos con sentimiento de culpa—. Cuando, finalmente, ella decidió que no me acompañaría a California, él le pidió matrimonio, pues iba a tener el hijo que siempre había querido.

Revelar aquellos recuerdos hizo que su rostro se crispara.

—Y ella accedió —dijo quedamente—. El dolor que me causa es mucho mayor de lo que jamás sería capaz de admitir. Decidió quedarse con él y con ese trabajo de peón de la SI que aceptó como desafío, en vez de venir conmigo y optar por tener una gran casa con piscina y yacusi. Volviendo la vista atrás, me doy cuenta de que fui un estúpido, pero me fui convencido de que estaba haciendo lo correcto.

Cuando se vende el deseo a cambio de libertad / y se intercambia la necesidad por fama / esas elecciones hechas desde la ignorancia / se convierten en sueños de vergüenza manchados de sangre. ¡
Qué hijo de puta
!

Sus ojos buscaron los míos y mantuvo la mirada.

—Monty y tu madre serían felices, y yo me iría a California con el gru­po. Mi hijo crecería en un hogar rodeado de amor. Pensé que había cortado todos los vínculos. Tal vez, si no hubiera vuelto, todo habría salido bien, pero lo hice.

Recogí las migajas con un dedo, y me las comí. Todo aquello parecía una pesadilla que no tenía nada que ver conmigo.

Other books

Fragmentos de honor by Lois McMaster Bujold
Airel by Patterson, Aaron, White, C.P.
Flashback (1988) by Palmer, Michael
Occasional Prose by Mary McCarthy
A Dangerous Nativity by Caroline Warfield
Seaweed by Elle Strauss