Fuera de la ley (50 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

—¿Eres capaz eliminar el virus vampírico? —pregunté esperanzada. Un instante después la ilusión se transformó en inquietud. Aquello era justo lo que Ivy estaba buscando, y estaba segura de que sería capaz de arriesgar ese once por ciento con tal de liberarse.
Ella no. No puedo volver a pasar por esto con ella. No podría soportarlo. No después de ver el sufrimiento de Quen
.

Trent apretó los labios con fuerza. Era la primera muestra de emoción que dejaba entrever.

—En ningún momento he dicho que fuera capaz de eliminarlo. Solo que podía evitar que se manifieste. El virus permanece latente. Además, solo funciona en tejidos vivos. Una vez mueres, deja de actuar.

De manera que, si Ivy se sometía al tratamiento, no solo no eliminaría el virus, sino que, una vez muerta, se convertiría en un no muerto. Estaba claro que no era una cura adecuada para Ivy, y yo respiré aliviada. Sin embargo… ¿por qué mi padre se había expuesto a un riesgo como aquel?

El cuero de la silla estaba frío, y no me sentía capaz de pensar, porque tenía el cerebro embotado por la hora y por la falta de sueño. ¿Querría decir aquello que Piscary había mordido a mi padre?

Levanté de nuevo la cabeza y vi que Trent tenía la mirada perdida y los puños apretados con tal fuerza que los nudillos estaban blancos.

—¿Mi padre estaba atado a Piscary?

—Los archivos no dicen nada al respecto —respondió quedamente sin prestar atención.

—¿Y tú no lo sabes? —exclamé. Él me miró con severidad, casi como si mi actitud lo sacara de quicio—. ¡Estabas allí!

—En aquella época carecía de importancia —dijo enfadado.

¿
Cómo es posible que no tuviera importancia
?

Yo fruncí los labios y sentí que mi propio enfado se intensificaba hasta el punto de que creí que iba a ponerme a gritar.

—Entonces, ¿por qué lo hizo? —pregunté con los dientes apretados—. ¿Por qué se arriesgó? Aunque estuviera atado a Piscary, hubiera bastado con dejar la SI —dije haciendo aspavientos sin ton ni son—. O conseguir que lo trasladaran a otra parte del país. —En ocasiones alguna gente se veía atada a un vampiro de forma accidental y, cuando la tapadera fallaba, había diferentes maneras de que no lo procesaran. Al igual que al resto de la gente, podía pasarle a los empleados de la SI, y había diversas opciones con grandes sumas de dinero de por medio y generosas primas por traslado.

Trent no dijo nada. Aquello era como jugar a las adivinanzas con un perro.

—¿Conocía los riesgos, y aun así, lo hizo? —inquirí.

Trent suspiró, abrió los puños y, tras flexionar las manos, se quedó mirando los puntos de presión, cuyo color blanco contrastaba con el rojo del resto.

—Mi padre se arriesgó de inmediato a seguir el tratamiento porque el estar atado a Piscary comprometía su posición como… —Entonces vaciló, y su rostro angulado se crispó por la rabia—. Comprometía su poder político. Tu padre me suplicó que le permitiera hacer lo mismo, pero no por el poder, sino por ti, por tu hermano y por tu madre.

Yo me quedé mirando a Trent mientras su rostro y sus palabras se iban haciendo más severos.

—Mi padre arriesgó su vida para conservar su poder —dijo con acritud—. El tuyo lo hizo por amor.

No obstante, aquello seguía sin explicar los motivos. Los celos en la mirada de Trent me hicieron pensar, y me quedé mirando cómo observaba el jardín que sus padres habían construido, sumido en los recuerdos.

—Al menos tu padre esperó hasta que supo que no había otra opción —dijo—. Hasta que no estuvo completamente seguro.

Poco a poco, su voz entrecortada se fue apagando hasta quedarse en silencio. Tensa, le pregunté:

—¿Seguro de qué?

Trent se giró, y el roce del lino y la seda emitió un suave frufrú. Su rostro juvenil estaba contraído por el odio. Los dos habíamos perdido a nuestros pa­dres, pero era evidente que sentía celos de que el mío hubiera muerto por amor. Con la mandíbula apretada y, aparentemente, con intención de herirme, dijo:

—Seguro de que Piscary lo había infectado con la suficiente cantidad de virus como para transformarlo. Yo inspiré profundamente y contuve la respiración. La confusión hizo que la mente se me quedara en blanco.

—¡Pero los brujos no pueden transformarse! —exclamé, empezando a sentir náuseas—. ¡Ni tampoco los elfos!

Trent me miró con desdén, actuando por una vez como quería en vez de esconderse detrás de la fachada que le servía de consuelo.

—No —respondió con crueldad—. No pueden.

—Pero… —En ese momento sentí que las rodillas me fallaban y que me faltaba la respiración. De pronto recordé las veces que mi madre se había que­jado de que mi padre y ella no habían podido tener más hijos. Siempre pensé que se refería al hecho de que hubieran descubierto mi enfermedad genética, pero ahora… Y también sus recomendaciones librepensadoras sobre que de­bía casarme por amor y tener hijos con el hombre adecuado. ¿Quería decir, entonces, que debía casarme con la persona amada y tener hijos con otro? ¿Se refería a la antigua práctica según la cual las brujas que se casaban con alguien de una especie que no era la suya tomaban prestado al hermano o al marido de su mejor amiga para engendrar niños? Y luego estaba la historia que me había repetido una y otra vez de que, cuando estaban en la universidad, ella invocaba todos los hechizos de mi padre a cambio de que él le preparara los círculos. Eso significaba…

Alargué el brazo para apoyarme en el sillón. La cabeza me daba vueltas porque me había olvidado de respirar. ¿Mi padre no era un brujo? Entonces, ¿con quién se había acostado mi madre?

Cuando alcé la vista, descubrí la cara de satisfacción de Trent al ver que ten­dría que replantearme toda mi vida, y que probablemente no me iba a gustar.

—¿Él no era mi padre? —chillé, aunque no me hizo falta ver que negaba con la cabeza—. ¡Pero si trabajaba para la SI! —exclamé buscando algo a lo que agarrarme. Estaba mintiendo. Tenía que estar mintiendo. Estaba apretándome las tuercas para ver cuánto podía joderme.

—Cuando tu padre entró a formar parte de la SI, la organización era bastante nueva —dijo sin ocultar la gran satisfacción que le producía todo aquello—. No disponían de registros muy fiables. En cuanto a tu madre… —añadió con sorna—, es una excelente bruja terrenal. Hubiera podido enseñar en la universidad, e incluso convertirse en uno de los promotores de hechizos más influyentes del país. ¡Lastima que decidiera cargarse de hijos tan pronto!

Tenía la boca seca, y me sonrojé al recordar el hechizo que le había pasado a Minias para ocultar su olor a demonio. O cuando, aquella misma semana, había descubierto un fuerte olor a magia que había desaparecido pocas horas después. ¡Joder! ¡Hasta Jenks había picado!

—Heredaste tus aptitudes para la magia terrenal de tu madre —dijo Trent, haciéndose eco de mis pensamientos—> tus dotes con las líneas luminosas de tu verdadero padre, y tu afección sanguínea de ambos.

A pesar de estar temblando por dentro, no podía moverme.

—El hombre que me crió era mi verdadero padre —dije en un arrebato de lealtad—. ¿Quién…? —empecé a decir movida por mi necesidad de conocer la verdad—. Tú tienes que conocer la identidad de mi padre biológico. Estoy segura de que consta en alguno de tus múltiples registros. ¿Quién es?

Con una sonrisa malévola, Trent se recostó en el sillón, cruzó las piernas y colocó las manos en el regazo.

Qué hijo de puta

—¡Dime de una vez quién es mi padre, maldito cabrón! —le grité haciendo que los hombres que desmontaban el escenario dejaran lo que estaban haciendo y se nos quedaran mirando.

—No quiero que pongas en peligro a ese pobre hombre —respondió cáus­ticamente—. Lo haces con todos los que están a tu alrededor. Además, me parece muy presuntuoso por tu parte dar por hecho que quiera que lo busques. Algunas cosas es mejor olvidarlas. Las razones pueden ser muy diversas. Pena, culpa… vergüenza.

En ese momento me puse en pie, hecha una furia. No podía creer lo que estaba pasando. Para él, se trataba de una demostración de fuerza. Ni más, ni menos. Era consciente de que necesitaba saberlo, así que no me lo diría.

Sentía un cosquilleo en las puntas de los dedos e, incapaz de controlarme, me abalancé sobre él.

Trent logró colocarse tras la butaca con tanta rapidez que casi no me di cuenta.

—Ni se te ocurra tocarme —dijo con severidad—, o haré que te metan en una celda de la SI antes de que tu cabeza deje de dar vueltas.

—Rachel —dijo una voz ronca que provenía del nivel superior. Trent y yo nos giramos.

Se trataba de Quen, que iba envuelto en una sábana blanca, como si fuera un sudario. A su lado se encontraba el interno, apoyándolo. Tenía el pelo empapado de sudor, y era evidente que le costaba mantenerse en pie.

—Si le pones la mano encima a Trenton —dijo con voz grave—, voy a te­ner que bajar… y liarme a bofetadas contigo. —Me estaba sonriendo, pero la expresión de satisfacción y de gratitud desaparecieron de su rostro cuando se giró hacia Trent—. Debería darte vergüenza, Sa'han. Me parece impropio… de tu honorabilidad… y tu reputación —concluyó con voz entrecortada.

Yo alargué los brazos al ver que le flaqueaban las piernas, y el interno se tambaleó al encontrarse, de repente, con un peso muerto como aquel.

—¡Dios mío, Quen! —farfulló Trent. A continuación me miró con estupor—. ¡Has dejado que creyera que había muerto!

Yo lo observé boquiabierta y di un paso atrás.

—Eeeh… Lo siento —acerté a decir con el rostro encendido por el remordi­miento—. En ningún momento he dicho que estuviera muerto. Tan solo olvidé decirte que estaba vivo. Has sido tú el que lo ha dado por hecho.

Trent me dio la espalda y se dirigió hacia las escaleras.

—¡Jon! —gritó subiendo los escalones de dos en dos—. ¡Ven corriendo, Jon! ¡Lo ha conseguido!

Yo me quedé sola, allí en medio. La voz de Trent, alegre y esperanzada, retumbaba contra las silenciosas paredes de la sala, haciéndome sentir fuera de lugar. En ese momento se abrió de golpe una de las puertas que daban al vestíbulo y Jon entró corriendo y se dirigió hacia el lugar donde el interno depositaba en el suelo a Quen, que había perdido otra vez el conocimiento. Trent ya se había reunido con ellos, y la emoción y el afecto que despedían me llegó a lo más hondo.

Tenía que salir de allí.

Con el corazón a mil, eché un vistazo a la sala y tuve la sensación de que los restos de la fiesta me empaparan como una mancha. Tenía que irme. Tenía que hablar con mi madre.

Con un solo propósito en mente, me dirigí a la cocina. Mi coche estaba en el garaje, y aunque me había dejado el bolso y la cartera en el piso de arriba, lo más probable es que las llaves siguieran en el contacto. No podía subir a la habitación, donde todos exultaban de alegría. No en el estado en que me encontraba: confusa, aturdida y después de haber sufrido una semejante bofetada por parte de Trent. Además, estaba furiosa conmigo misma por no haberme dado cuenta antes. Me sentía una imbécil. Lo había tenido delante de mis narices durante años y no había sido capaz de comprenderlo.

Al entrar en la cocina todo se volvió borroso. Apenas había luz y los hornos estaban apagados. Empujé con fuerza la pesada puerta de la entrada de servicio y el metal golpeó la pared con un estruendo. Al verme, dos tipos vestidos de esmoquin se levantaron de un salto del bordillo. Yo los ignoré y me adentré a toda prisa en el aparcamiento subterráneo buscando mi coche. El frío del suelo pavimentado me atravesó los calcetines helándome los pies.

—¡Señorita! —gritó uno de ellos—. ¡Espere un momento! ¡Tengo que hablar con usted!

—Que te den —respondí entre dientes justo antes de divisar el coche de Trent. El mío no aparecía por ninguna parte. No tenía tiempo para tonterías.
Cogeré el suyo
, me dije a mi misma echando a correr hacia él.

—¡Señorita! —intentó de nuevo dando un chillido—. ¡Vuelva aquí! Necesito que me diga su nombre y me enseñe su acreditación.

¿Acreditación? ¡A la mierda con su jodida acreditación! A continuación tiré con fuerza de la manivela y descubrí aliviada que las llaves estaban puestas.

—¡Señorita! —se le oyó gritar en tono amenazante—. No puedo dejar que se marche sin saber quién es.

—¡Eso es lo que estoy tratando de averiguar! —le grité. En aquel momento me maldije a mí misma al darme cuenta de que estaba llorando. ¡Mierda! ¿Qué coño me estaba pasando? Sin poder dar crédito al profundo malestar que me afligía, me dejé caer sobre la suave piel del asiento del conductor. El motor se puso en marcha emitiendo un suave rumor soporífero: una mezcla de gasolina y pistones que evidenciaba que se trataba de una máquina perfecta.

Tras cerrar la puerta de golpe, me puse en marcha pisando a fondo el ace­lerador. Los neumáticos chirriaron, mientras yo me inclinaba hacia delante y tomaba la curva a demasiada velocidad. Si querían saber quién era, que le preguntaran a Trent.

Sorbiéndome la nariz, miré hacia atrás. El tipo más alto había sacado la pistola, pero apuntaba hacia el suelo mientras el segundo agente le transmitía órdenes desde la carretera de doble sentido. Una de dos, o Trent les había dicho que me dejaran ir, o iban a detenerme al llegar a la puerta principal.

Subí la rampa a toda velocidad, y la parte inferior del vehículo arañó el suelo mientras yo salía a la luz de un bote. En aquel momento solté un hipido y me sequé las lágrimas. No tomé la curva como es debido y sentí un momento de pánico cuando me salí de la calzada y me llevé por delante la señal de «prohi­bido el paso».

Pero ya estaba fuera. Tenía que hablar con mi madre, y se necesitaría mucho más que dos guardias de seguridad vestidos de esmoquin para detenerme. ¿
Por qué no me lo había dicho
?, me pregunté con las manos sudorosas y un nudo en el estómago. ¿Qué razones podía tener la pirada de mi madre para no contármelo?

Los neumáticos volvieron a chirriar cuando tomé la siguiente curva, y una vez en la carretera que conducía a la salida, empecé a sentir miedo. ¿No me lo había dicho porque estaba un poco loca, o estaba un poco loca porque le daba miedo decírmelo?

22.

El ruido sordo de la puerta del coche de Trent al cerrarse rompió la quietud otoñal, y los niños humanos que esperaban el autobús en la esquina se giraron brevemente antes de retomar sus conversaciones. Alguien había embadurnado de tomate la señal de tráfico, e intentaban mantenerse a cierta distancia. Con los brazos cruzados para protegerme del frío, me aparté el pelo de la cara y me dirigí al sendero de entrada de casa de mi madre.

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