Fuera de la ley (37 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

—Pues aquí me tienes —dije retirándome un mechón rizado de la cara—. Además, siempre quise ver a toda una potencia mundial sobre patines. Lo haces muy bien… para ser un asesino.

Trent entrecerró sus ojos verdes y apretó la mandíbula. Era evidente que intentaba contener su rabia. ¡Dios! ¡Cuánto me gustaba llevarlo al límite! Y que además le importara lo que yo pudiera pensar lo decía todo.

—Necesito que me acompañes —dijo mientras doblábamos la esquina. Yo solté una carcajada que se perdió en el estruendo de los altavoces.

—¿En tu misión suicida? —pregunté—. Me alegra que por fin te hayas decidido a pedir ayuda, pero no pienso ir contigo a siempre jamás. Olvídalo.

Estaba a punto de decir algo pero, sus emociones más dejaban ver más de lo habitual, se quedó callado cuando bajaron las luces y se encendió la bola de discoteca.

—Patinaje por parejas —se oyó decir a Chad por los altavoces en un tono aburrido—. Los que no la tengan, que salgan de la maldita pista.

Yo alcé las cejas con expresión retadora, pero Trent me sorprendió acer­cándose a mí y agarrándome del brazo. Tenía los dedos fríos, y mi sonrisa se desvaneció. Aquello no me gustaba ni un pelo. Me encantaba sacar de quicio a Trent y, para ser sincera, me daba la impresión de que lo soportaba estoi­camente para poder hacer lo mismo conmigo, pero ¿aquello? Nunca le había notado la piel tan fría.

—Mira —le dije mientras ponían una música más lenta y las parejas empe­zaban a acercarse—, no voy a ir a siempre jamás. Al me está haciendo la vida imposible otra vez, y lo que menos necesito es meterme en su territorio, así que quítatelo de la cabeza.

Trent sacudió la cabeza con incredulidad.

—No puedo creer que lo llames «Al».

—Como comprenderás, no voy a usar su nombre de invocación —respondí ofendida. Estábamos pasando por delante del área de descanso, y en ese momento divisé a Marshal. Se encontraba de pie, delante de un sofá vacío con expresión preocupada y dos granizados en las manos. Se irguió cuando me vio, y yo le hice un gesto de «espera un minuto».

A pesar de las luces que giraban, pude captar su expresión de confusión y de decepción. A continuación, cuando se dio cuenta de con quién me encontraba, parpadeó. Justo entonces lo dejamos atrás mientras patinábamos en dirección al otro extremo de la pista.

—No se trata de siempre jamás —dijo Trent devolviéndome a nuestra con­versación.

Yo apreté los labios y me pregunté si volverían a prohibirme la entrada si lanzaba a Trent contra la pared.

—Sí, ya lo sé. Se trata de Ceri y de su bebé. Dios, Trent. Me lo habría esperado de cualquiera menos de Quen.

Trent estuvo a punto de soltarse, pero lo sujeté con fuerza, evitando mirarlo a la cara.

—¿Te lo dijo Ceri? —inquirió. Parecía avergonzado y me pregunté si había estado sopesando la idea de casarse con ella y hacer creer a todos que el hijo era suyo.

Entonces me di la vuelta permitiendo que viera mi cara de asco.

—Sí, me lo dijo. Es mi amiga. O lo era. —El rostro de Trent no mostraba ninguna emoción, y yo sentí una punzada de culpa—. Oye, lo siento. Si te sirve de algo, creo que Ceri y tú hacéis muy buena pareja y que tendríais unos niños realmente guapos pero, dime la verdad, ¿crees que podríais ser felices?

Él apartó la vista y se quedó mirando la pareja que patinaba delante de no­sotros y que iba vestida de Bonnie y Clyde.

—Rachel —dijo mientras sonaban los últimos versos de la canción, que eran tan cursis que daban ganas de vomitar—. Necesito que vengas conmigo a mi casa. Esta noche.

Yo solté una carcajada y miré el reloj.

—Ni lo sueñes. —Entonces, tras decidir que si no le daba una explicación podría darme alguna droga y llevarme a la fuerza, añadí—: No puedo, Trent. Si no estoy en terreno consagrado antes del crepúsculo, Al se enterará y se presentará. Aun así, te diré una cosa. Mañana por la tarde vendré a verte con una enorme y abultada factura por la consulta, acompañada de un no rotundo.

El miedo cruzó su rostro, y lo ocultó demasiado rápidamente como para que pensara que estaba intentando manipularme.

—Mañana será demasiado tarde —dijo quedamente, aunque su voz sonó clara y fuerte porque la canción había acabado y el ruido de los patines cesó—. Te lo pido por favor, Rachel. A mí me da lo mismo, pero me lo ha pedido Quen, y haría cualquier cosa por él.

¡
Eh
! ¡
Espera un momento
! De pronto dudé, lo obligué a detenerse y lo arrastré hasta la esquina, donde no molestáramos al resto de los patinadores.

—¿Quen? —pregunté—. ¿Y para qué quiere verme Quen?

De repente el local se iluminó y el chirrido del altavoz provocó que los dos hiciéramos un gesto de desagrado.

—Son las cinco en punto, queridos patinadores —retumbó la voz de Chad—. Ha llegado la hora de conceder el premio al mejor disfraz. Poneos en fila para que Aston y su putita entreguen al afortunado capullo o capulla un pase gra­tuito de un año de duración.

La gente disfrazada gritó entusiasmada y un buen puñado de clientes se cayó camino de la fila. Marshal estaba de pie junto a Jon, y aunque la expresión de sus rostros evidenciaba que no les hacia ninguna gracia vernos juntos, ambos intentaban obtener información el uno del otro. Marshal casi parecía pequeño al lado de la altura sobrenatural del detestable elfo que se ocupaba de la mayoría de las cuestiones administrativas de Trent, y yo le hice un gesto con la mirada para intentar decirle que no había sido idea mía.

—¿Y por qué no viene a verme él? —dije cuando pudo oírme por encima del bullicio. De repente todo cobró sentido—. ¡Maldita sea, Trent! —dije casi entre dientes—. No eres más que un estúpido hombre de negocios. Cuando te dije que no iría a siempre jamás, lo mandaste a él, ¿verdad?

La habitual flema de Trent se transformó en rabia. Detrás de él, Aston, el propietario del local, accedía a la pista con los patines puestos y una mujer mo­rena colgada del brazo. Tenía una cintura de avispa y unos pechos descomunales que, si duda alguna, eran fruto de un hechizo para aumentarlos. Los dos habían estado bebiendo, pero Aston había sido campeón olímpico de patinaje y, por la pinta, su acompañante debía de haber sido una estrella del Roller Derby, de modo que, probablemente, patinaba mejor borracha que sobria. Los hechizos para combatir el dolor estaban prohibidos en ese tipo de competiciones, pero el alcohol no.

El ruido del público aumentó considerablemente cuando pasaron junto a los clientes disfrazados y la gente gritaba sus opiniones de cómo debía acabar el concurso. Yo rodeé a Trent antes de que aprovechara la oportunidad para escabullirse sin dejar que le expresara lo que pensaba.

—¿Estuvo en siempre jamás y regresó con una maldición? —lo acusé—. No tienes ni idea de lo que estás haciendo. Deberías dejar los asuntos demoníacos en manos de profesionales.

Trent se puso pálido y la barbilla empezó a temblarle de rabia.

—Lo hubiera hecho, pero los profesionales tienen miedo, Morgan, y son demasiado cobardes para hacer lo que es necesario.

Furiosa, me acerqué a su cara.

—¡No te atrevas a llamarme cobarde nunca más! —le espeté.

No obstante, Trent respondió a mi rabia con la suya.

—¡Yo no mandé a Quen a siempre jamás! —dijo con sus finos cabellos flotando en el aire—. Que yo sepa, nunca ha estado allí. Lo que le ha sucedido es una consecuencia directa de tu incompetencia. Tal vez sea esa la razón por la que quiere verte. Para decirte a la cara que dejes de vivir del nombre de tu padre, que abras un bonito puesto de hechizos en el mercado de Findley y que te olvides de intentar salvar el mundo.

Me sentía como si me hubieran dado un puñetazo en la garganta.

—¡No metas a mi padre en esto! —le dije, casi entre dientes.

En ese mismo instante cayó sobre nosotros la potente y cálida luz de un foco.

—¡Felicidades! —gritó el señor Aston arrastrando las palabras. Entonces me di cuenta de que todo el mundo estaba mirándonos y aplaudían con entusias­mo—. ¡Ha ganado el premio al mejor disfraz!

Estaba hablando con Trent, y este se desprendió de su enfado, adquirió un equilibrio emocional a una velocidad envidiable y estrechó la mano del propietario del local con una serenidad de años de práctica, sonriendo mien­tras intentaba ordenar las ideas y entender lo que estaba pasando. Aun así, por detrás de su expresión de agrado, se percibía un destello de la rabia que sentía hacia mí. La joven belleza de los pechos falsos, que llevaba una cinta de entradas alrededor del cuello, soltó una risita y nos sorprendió a mí y a un desconcertado Trent dándole un sonoro beso en la mejilla que le dejó las marcas del pintalabios.

—¿Cómo se llama, señor Kalamack? —preguntó Aston haciendo grandes aspavientos hacia el público.

Trent se inclinó hacia mí por delante de Aston. Sus verdes ojos estaban prácticamente negros del cabreo.

—Quen ha preguntado por ti.

Al oír sus formales palabras, el miedo se apoderó de mí. ¡
Oh, Dios
! Era la segunda vez en mi vida que escuchaba aquella frase. La primera fue en la en­fermería del instituto. Ni siquiera me acordaba de la carrera hasta el hospital para llegar justo en el momento en que mi padre soltaba su último aliento.

—Un fuerte aplauso para el señor Quen —gritó Aston haciendo que el al­tavoz se acoplara—, ganador del concurso de disfraces de este año. Y ahora, los que tengan miedo de la oscuridad y de las criaturas de la noche, que se vayan a casa. Para los demás, ha llegado la hora de la diversión.

La música empezó y la gente se puso a patinar trazando círculos y más cír­culos. Yo me quedé mirando a Trent. ¿Quen estaba agonizando?

—Lo siento, señorita —dijo Aston poniéndome la mano en el hombro y apestándome con su aliento con olor a burbon—. Ha estado a punto de ganarle, pero se ha pasado un poco con el pelo. El de Rachel Morgan no es tan crespo. Que tenga una noche agradable.

La mujer que estaba con él se lo llevó casi a rastras canturreando. La luz del foco les siguió, dejándonos a Trent y a mí en la esquina de la pista, donde se acumulaban las pelusas. Con expresión cansada, Trent se quitó el collar de cupones y se limpió la marca de carmín con un pañuelo blanco de lino.

—Quen ha preguntado por ti —repitió provocándome un escalofrío—. Se está muriendo, Morgan. Por tu culpa.

16.

Me encantaba mi iglesia, pero tener que quedarme allí encerrada resultaba un verdadero coñazo. En aquel momento me encontraba en el campanario, introduciendo el último de mis libros de hechizos en la estantería con un ímpetu inusitado. De repente me di cuenta de que estaba a punto de volcarse y, sintiendo un subidón de adrenalina, alargué los brazos para impedir que aquel antiguo mueble de caoba lleno de muescas se me cayera encima. Afor­tunadamente, logré sujetarlo a tiempo y resoplé, feliz de que Ceri todavía no hubiera regresado de buscar provisiones para realizar hechizos y pudiera ver lo cabreada que estaba. Mi inoportuno mal humor se debía en gran parte al sentimiento de culpa, y mientras me metía el amuleto para cambiar el color de la piel debajo de la camisa, decidí que lo mejor que podía hacer era dejarlo estar. No pensaba ir a ver a Quen. Podía tratarse de un truco, o tal vez no, pero no estaba dispuesta a correr el riesgo. Era la mejor decisión, pero no estaba contenta con ella, lo que añadía credibilidad a mi nueva filosofía de que, si no me gustaba una decisión, probablemente era la mejor.

En aquel momento se escuchó el inicio de un trueno, cuyo sonido retumbó en las colinas que rodeaban y guarecían Cincy, para luego desvanecerse en la sibilante lluvia. Luego espiré, dejando que el aire saliera lentamente, me senté en el borde del gastado diván minuciosamente tallado, apoyé la barbilla en las palmas de las manos y eché un vistazo al pequeño y desangelado lugar. Cuando se hizo evidente el sonido de la lluvia cayendo sobre los guijarros y las hojas secas, sentí que la presión de la sangre empezaba a descender. Aquel cubículo hexagonal parecía mucho más espacioso de lo que era en realidad, y olía a polvo de carbón, lo que resultaba extraño teniendo en cuenta que el edificio se había construido mucho después de que dejara de utilizarse como combustible.

Había llegado a casa antes del anochecer y, atormentada por el remordimiento, había cruzado la calle y me había acercado a casa de Ceri para pedirle disculpas. Cuando Marshal y yo habíamos pasado por casa de mi madre, tuve la sensación de que se sentía aliviado por poder meterse en su todoterreno y largarse de allí, pensativo, y yo me prometí batirme en retirada antes de empezar a compor­tarme como una imbécil que se moría por ser su novia. Yo no iba a llamarlo, y si él no lo hacía… probablemente sería lo mejor.

Había ido a ver a Ceri con la intención de pedirle perdón por haber perdido los estribos y asegurarme de que se encontraba bien. Por eso, y porque quería recabar información sobre el estado de Quen. Ella tenía previsto ir a visitarlo aquella misma noche, pero me dijo que antes quería enseñarme cómo encender una luz. Probablemente era su manera de pedir disculpas, dado que era inca­paz de expresarlo con palabras. A mí no me importaba que lo dijera o que no, porque sabía que, cuando empezara a pasársele el dolor que le había causado, acabaría haciéndolo.

Seguía sin estar de acuerdo con lo que estaba haciendo con Al, pero inten­taba vivir su vida lo mejor que sabía. Además, yo había tomado decisiones mucho peores que ella con mucha menos capacidad para echarme atrás. Y no pensaba perder a otra amiga solo por una estúpida cuestión de orgullo y testarudez y por quedarme callada y no intentar arreglar las cosas.

En ese momento Ceri estaba buscando un anillo de metal que necesitaba para un hechizo de líneas luminosas que quería enseñarme pero, hasta que volviera, no tenía nada mejor que hacer que quedarme mirando la gárgola de Jenks, que todavía no se había despertado, pero que se había ocultado en las vigas para protegerse de la lluvia.

Había descubierto aquel tranquilo y frío lugar el invierno pasado, cuando intentaba evitar la prole de Jenks. Anteriormente había estado evitándolo porque los búhos de Ivy, por los que no sentía una gran simpatía, se habían instalado allí durante un breve periodo de tiempo. Sin embargo, no había descubierto su encanto hasta el verano, con la llegada de las primeras lluvias. Jenks había prohibido a sus hijos acercarse a la gárgola, así que no me molestarían. De todos modos, era bastante improbable que se aventuraran a salir del tocón con la que estaba cayendo. Pobre Matalina.

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