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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Fuera de la ley (39 page)

—¿Estás segura de que no supone ningún problema? —pregunté señalándola.

—Sí. Es más, si estuviera despierta, intentaría entablar una relación con ella y le pediría que atara el hilo.

Yo miré esperanzada aquel bulto alado de color grisáceo, pero no se movió. Ni siquiera sus orejas puntiagudas.

—Lo haré yo misma —dije. A continuación me subí al tocador y me puse de pie. Tenía la cabeza dentro de la campana, y el sutil eco que golpeaba mis oídos me hizo estremecer. Rápidamente até la cuerda al badajo y me bajé.

Ceri la cortó con los dientes y con destreza movió sus pálidos dedos e hizo una honda de tres puntas del tamaño de la palma de su mano para colocar dentro el anillo de metal. A continuación lo soltó y este se balanceó suavemente a la altura del pecho por encima del tocador.

—Ahí está bien —dijo, retrocediendo—. Eso hará una bonita luz.

Yo asentí, sin quitarle ojo a la gárgola, y preguntándome si la cola que se enroscaba alrededor de sus curtidos pies se había movido ligeramente. No me gustaba realizar hechizos delante de desconocidos, especialmente si se trataba de alguien que se había instalado en mi casa sin pagar el alquiler.

—Bueno, el primer paso consiste en… —apuntó Ceri haciendo que volviera a dirigir mi atención hacia ella.

—Perdona —dije recuperando la compostura—. Déjame echar un vistazo al círculo exterior.

Ceri me hizo un gesto de aprobación y yo dirigí mi conciencia hacia la línea luminosa que nos rodeaba. La energía, clara y pura, empezó a fluir y yo exhalé, mientras las fuerzas de mi interior se equilibraban. Luego me desprendí de la zapatilla de estar por casa de una patada y toqué con el dedo del pie el círculo de tiza metálico. La palabra mágica,
rhombus
, resonó con fuerza en mi mente y una capa de siempre jamás del grosor de una molécula se elevó, pasó por encima de nuestras cabezas formando un arco y se cerró. En apenas medio segundo, la palabra mágica había conseguido condensar los cinco minutos de preparativos con la tiza y las velas. Había tardado seis meses en aprender a hacerlo.

La horrible oscuridad que se desplegó en el exterior de la media esfera un segundo después, y que hacía todo lo posible por aplacar el tono dorado con el que mi aura había teñido el típico color rojo de la lámina de siempre jamás, me provocó un escalofrío. Aquella mancha era la representación visual del estado en que se encontraba mi alma. Mientras volvía a colocarme la zapatilla, me sentí fatal. A Ceri no parecía molestarle, pero su mácula era mil veces más espesa que la mía.
Menos un año
, pensé esperando que de verdad me hubiera perdonado por haberle gritado.

La gárgola se había quedado fuera del círculo, lo que me hizo sentir infinita­mente mejor. Mis cabellos estaban empezando a flotar debido a las corrientes de energía que recorrían mi interior, y yo me atusé los rizos con una mano.

—Odio cuando pasa esto —dije descubriendo un pelo suelto y tirando de él para usarlo en el hechizo.

Con una risita, Ceri asintió con la cabeza y, al ver su expresión de confianza, me giré hacia el tocador con el cabello entre los dedos.

Luego resoplé y, más calmada, agarré el frasco de aceite.


In fidem recipere
—dije impregnándome las yemas de los dedos y deslizándolas por el cabello para que quedara bien cubierto. Aquel pelo servía como conducto para que la energía fluyera hacia el interior del círculo y mantener la luz, mientras que el aceite, gracias a su alto punto de inflamación, evitaría que prendiera.

Ceri tenía el ceño fruncido, pero mostraba su conformidad asintiendo con la cabeza, así que enrollé cuidadosamente el cabello alrededor del anillo. El paso siguiente requería una gota de sangre, y el pinchazo de la aguja de punción fue prácticamente imperceptible. Cuando lo embadurné con mi sangre, tuve la sensación de que el anillo de metal estaba más caliente de lo normal.

—Ummm,
lungo
—dije frotándome las palmas de las manos con nerviosis­mo para limpiarme los restos de aceite y sangre. Seguidamente, tras consultar las notas, realicé los gestos correspondientes que me provocaron un pequeño calambre en la mano derecha.

—Bien —me alentó Ceri aproximándose sin apartar la vista del metal grisáceo.


Rhombus
—exclamé enérgicamente mientras contenía una oleada de energía que quería escapar a mi control y soltando solo una ínfima cantidad mientras tocaba el anillo.

Entonces brotó una segunda burbuja de energía y el anillo de metal se des­dobló para existir tanto allí como en siempre jamás, adquiriendo una apariencia irreal y translúcida, como la de un fantasma. Yo sonreí al ver la esfera negra y dorada suspendida como si fuera una de las bolas de Navidad de Ceri, mientras la cuerda seccionaba en dos la barrera de irrealidad mientras sujetaba el metal en cuyo interior se encontraba el hechizo. No tenía muchas oportunidades de poder contemplar la mitad inferior de un círculo protector, y aunque sabía que no debía considerar que el contraste entre la mancha de oscuridad demoníaca y la brillante esfera dorada era hermoso, no pude evitarlo. Le confería la apa­riencia de una pátina envejecida.

—Ahora tienes que intentar que se ponga al rojo vivo —me exhortó Ceri, a pesar de que seguía pareciendo preocupada.

Mí vida va a cambiar con la creación de la luz
, pensé.


Lenio cinis
—dije con un nudo en la garganta mientras observaba cómo mis dedos realizaban torpemente la invocación. Las dos cosas debían producirse simultáneamente, de lo contrario el aire se consumiría echando a perder el hechizo antes de que el conjuro de conexión, que debía aumentar la cantidad de energía para hacerlo arder, hubiera comenzado a actuar. Al menos, eso era lo que decía la teoría.

Con gesto preocupado, contuve la respiración y observé cómo la esfera emitía un fugaz destello y comenzaba a arder de forma constante.

—¡Oh, Dios mío! —chillé al percibir cómo una sensación de vértigo se apoderaba de mí y se asentaba haciendo que me sintiera como si estuviera flotando. La fuerza que provocaba que el globo ardiera se abalanzó sobre mí y me agarré al tocador para estabilizarme. No podía apartar la vista de la esfera ardiente.

—¡Respira! —me ordenó Ceri con una alegría forzada. Yo inspiré hondo y contuve la respiración. Sentir cómo la energía fluía dentro de la bola y se convertía en una luz efímera era absolutamente increíble. Era una especie de vacío mental, similar a cómo debía sentirse alguien al entrar en caída libre. Era la sensación más extraña que había experimentado jamás, pero Ceri me sonreía a través del espejo con el rostro contraído y los ojos humedecidos.

—Es una sensación alucinante, ¿sabes? —dije tensa, con los nervios a flor de piel y entusiasmada al mismo tiempo.

—No, no lo sé —dijo ella con un rápido parpadeo—. Yo no puedo hacerlo. Rachel… —añadió—, deberías tener cuidado.

Yo tragué saliva. Había conseguido algo que ninguna otra bruja o elfo era capaz de hacer, a excepción de Lee. Magia demoníaca. Y había resultado muy sencillo.

Sin apenas darme cuenta, mi vida había vuelto a dar un giro. No había per­cibido el cambio, pero me había convertido en una persona diferente. Aquel pequeño globo de luz había supuesto el punto de inflexión.

Cuando me hube acostumbrado a la extraña sensación de energía fluyendo a través de mí, me quedé mirando la luz. Su resplandor no era como el brillo claro de los fluorescentes, sino más similar al del ámbar. Iluminaba la habitación hexagonal con una especie de neblina negra y dorada que parecía más oscura que la luz de las velas, pero infinitamente más difícil de alcanzar. La forma en que cubría intensamente las paredes vacías me recordó a cuando el sol del atardecer asomaba por detrás de las espesas nubes de tormenta cubriéndolo todo de una delgada sombra mientras el cielo se llenaba de una presión imperceptible y de olor a ozono. Dejando a un lado que se trataba de magia demoníaca, la había creado yo, y era lo más alucinante que había visto jamás.

Mientras la observaba, me pasé la lengua por encima de los labios.

—¿Qué pasaría si añadiera más energía? —me pregunté a mí misma en voz alta.

—¡Rachel, no! —gritó Ceri.

En ese momento cayó algo del techo, aterrizando sobre la superficie de mármol del tocador con un agudo estruendo. Era la gárgola, que me miraba con sus ojos rojos muy abiertos y que agitaba la cola despidiendo el típico olor a piel de león. Yo me aparté dando un traspié y golpeé con el codo el círculo protector, haciéndolo caer.

—¡No lo hagas! —exclamó con una voz alta y resonante.

Con la boca abierta, me quedé mirando cómo el pequeño ser que estaba ante mí sacudía sus ásperas alas y luego las replegaba. Entonces se quedó mirando las nuevas grietas que se formaban bajo sus pies y la vergüenza hizo que adquiera un intenso color oscuro.

—¡Por las heces de un dragón! —farfulló—. Me he cargado tu mesa. Lo siento. Que Dios, en su infinita gracia, se apiade de mí. Tengo el cerebro de arcilla.

Yo reculé de nuevo y me choqué con Ceri, y ella emitió un suave sonido inquisitivo.

Entonces recuperó su característico color gris y agitó las alas.

—¿Quieres que la arregle? Puedo hacerlo.

Su comentario me desconcertó, y volví a respirar.

—¡Jenks! —grité todo lo alto que pude—. ¡Hay alguien aquí con quien tienes que hablar del alquiler!

La gárgola volvió a mudar de color, y todo su cuerpo se volvió negro salvo el mechón blanco del extremo de la cola con forma de látigo.

—¿Alquiler? —gritó. De pronto encorvó sus musculosos hombros y empezó a balancearse de un pie a otro y, sin saber la razón, me recordó a un extraño adolescente—. No tengo con qué pagarte. ¡Que los santos patrones nos vuel­van locos! No tenía ni idea de que tuviera que pagar un alquiler. Nunca debí… Nadie me dijo que…

Parecía desesperado y Ceri se acercó a él rápidamente con expresión divertida y algo picara.

—Tranquilízate, joven gárgola. Creo que la propietaria no tendrá inconve­niente en darte alojamiento durante algunos meses por lo que acabas de hacer.

—¿A qué te refieres? ¿A destrozarle su mesa de bruja? —preguntó en tono socarrón mientras daba golpecitos con las garras de sus enormes pies. El tamaño de sus orejas era realmente impresionante, y estas se movían arriba y abajo mos­trando su estado de ánimo, como las de un perro. Además, los penachos blancos eran adorables.

Con una sonrisa aún más abierta, Ceri apuntó con los ojos a mi luz, que seguía brillando a pesar de las distracciones.

—Por evitar que la susodicha bruja se quemara las neuronas. —En ese mo­mento me tocó a mí cambiar de color y al ver mi sonrojo, Ceri añadió—: El círculo no es lo suficientemente grande para contener toda la energía que estás canalizando. Si la añades, podría implosionar y volverse contra ti.

Yo torcí el gesto y una sensación de incomodidad se apoderó de mí.

—¿De veras?

—¿Qué te parece si la sueltas ya? —me preguntó. Cuando la gárgola se aclaró la garganta, yo asentí y separé mi voluntad de la línea.

Yo me puse rígida cuando la sensación de que algo tiraba de mí pareció venirse abajo parpadeando mientras la bola succionaba hasta el último ergio hasta que la luz que pendía encima del tocador se extinguió por completo. An­tes de que quisiera darme cuenta, la tenue luz dorada desapareció y todo se volvió apagado y gris a la luz de la vela parpadeante que estaba encima del tocador. Expectante, me quedé escuchando el sonido de la lluvia mientras el anillo de metal se balanceaba suavemente. La temperatura parecía haber descendido, y sentí un escalofrío. Magia demoníaca sin coste alguno. Antes o después tendría que pagar las consecuencias por lo que acababa de hacer. Estaba segura de ello.

—Se trata de magia de alto nivel, Rachel —dijo Ceri devolviéndome al presente—. Va mucho más allá de mis capacidades. Los riesgos de que des un paso en falso son altos, y puedes resultar gravemente herida si te pones a experimentar. Así que no lo hagas.

Sentí una punzada de irritación por el hecho de que me dijera lo que debía o no debía hacer, pero se desvaneció enseguida.

La gárgola agitó las alas y emitió un agradable sonido, como si estuviera deslizándolas por encima de la arena.

—Me pareció que no era una buena idea —dijo—. Al chocar contra la cam­pana, la energía se amplifica.

—Efectivamente. —Ceri se giró hacia la ventana cuando Jenks irrumpió zumbando a través del agujero para pixies de la ventana más alta.

—Ey —gritó agitando las alas violentamente mientras revoloteaba con las manos en jarras sin quitar ojo a la gárgola que se removía incómoda.

—Ya iba siendo hora de que te despertaras. ¿Qué crees que estás haciendo aquí? Rachel, oblígale a marcharse. Nadie lo ha invitado.

—Jenks, ha accedido a hablar sobre el alquiler —le dije, pero él no quería ni oír hablar del tema.

—¿Alquiler? —gritó el pixie aleteando para desprenderse del agua de la lluvia salpicando sobre el granito—. ¿Has estado comiendo polvo de hadas para desayunar? ¡No podemos tener una gárgola aquí!

Estaba empezando a dolerme la cabeza, y que Jenks aterrizara sobre mi hombro desprendiendo olor a tierra mojada no ayudaba mucho. Sentí que la camisa empezaba a humedecerse y no me gustaba nada que esgrimiera la espada que había cogido para moverse por ahí desde el día anterior. Ceri había tomado asiento en el diván desgastado con la$ manos a los lados del cuerpo y las piernas cruzadas a la altura de los tobillos, como si estuviera tratando de entretener a una multitud de admiradores. Estaba claro que me tocaba a mí.

—¿Y por qué no? —dije cuando vi que la gárgola había vuelto a cambiar de color y que se movía de un pie a otro.

—¡Porque traen mala suerte! —gritó Jenks.

Cansada de que me gritara en el oído, me lo sacudí de encima.

—Eso no es cierto —le espeté—. Además, a mí me cae bien. Acaba de evitar que me queme el cerebro. Al menos deberías permitirle que rellenara un for­mulario de arrendamiento o algo parecido. ¿O quieres que el ayuntamiento te penalice por discriminación? La única razón por la que no te cae bien es porque consiguió burlar tu sistema de vigilancia. ¡Por Dios, Jenks! Deberías estar su­plicándole que se quedara. Estás empezando a hablar como Trent.

Las alas de Jenks se detuvieron en seco y estuvo a punto de caer. Ceri ocultó una sonrisa, y por un momento la situación me resultó de lo más divertida. Las facciones del pixie se contrajeron y luego se relajaron. Claramente aturdido, se posó con recelo en la superficie del tocador agitando las alas a toda velocidad. Con un gesto teatral envainó la espada. Yo dudaba mucho que hubiera sido capaz de atravesar la piel de la gárgola, pero probablemente el resto de los presentes apreció el gesto.

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