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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Fuera de la ley (38 page)

Aparté la vista de aquel bicharraco de color gravilla de apenas treinta centí­metros agazapado bajo una de las vigas maestras, y me dirigí lentamente hacia una silla plegable para mirar por una de las largas ventanas. Estaban protegidas por una celosía para evitar la entrada de todo tipo de bichos y animalejos y también el estruendo de las campanas. Nadie se explicaba cómo se las había arreglado la gárgola para colarse, y aquel misterio tenía cabreado a Jenks. Tal vez era como los pulpos y se podía meter por cualquier sitio.

En aquel momento me encorvé y apoyé la barbilla sobre mis brazos, que estaban cruzados sobre el alféizar, y aparté las persianas para ver el luminoso cielo nocturno e inspirar el aire húmedo e impregnado del olor a mojado de las tejas de madera y de las losas del pavimento.

No sabía porqué, pero me sentía muy a gusto, como si estuviera a salvo de todo. Era una sensación de tranquilidad, casi como si envolviera una especie de recuerdo. Quizá se debía a la presencia de la gárgola, pues se decía que eran guardianes, pero no lo creía. Aquel lugar me transmitía una sensación de paz desde mucho antes de que se instalara allí.

Había subido la silla plegable el pasado verano, pero la estantería, el diván desgastado y el tocador ya estaban allí cuando lo descubrí. Este último estaba cubierto por una plancha de granito verde y tenía un precioso espejo desazogado en la parte posterior. Hubiera podido servir como encimera para realizar hechizos, porque parecía muy resistente y era fácil de limpiar. No podía evitar preguntarme si antiguamente habrían utilizado aquel lugar para preparar conjuros. A pesar de que no había ni rastro de cables o tuberías, razón por la cual había tenido que encender unas velas, me seducía la idea de convertir aquel lugar en algo más que en un escondite ocasional donde guardar mis libros de magia y preparar hechizos cuando me veía obligada a estar en terreno consagrado. Aun mas, bajarlo todo para darle una limpieza sería pesadísimo.

Afortunadamente el hechizo de Ceri no requería demasiada parafernalia. Aquel hechizo de líneas luminosas no aparecía en ninguno de mis libros, pero Ceri dijo que si era capaz de encender una llama con la magia de líneas, no tendría ningún problema en conseguirlo. Si finalmente lo lograba, es posible que me tomara algo de tiempo en transformarlo en un hechizo inmediato, de los que solo necesitan una única palabra mágica. En aquel momento, me aparté de la ventana y me rodeé la cintura con los brazos para protegerme del fresco y de la humedad, deseando que resultara sencillo. El frío sería un factor determinante por sí mismo para conseguir que lo memorizara.

La magia de líneas luminosas no era mi fuerte, pero la idea de poder crear una luz siempre que quisiera resultaba tremendamente atractiva. En una ocasión había conocido a alguien capaz de utilizar las líneas luminosas para escuchar las conversaciones de la gente desde una distancia considerable. Al recordarlo, una tenue sonrisa curvó las comisuras de mis labios. Tenía dieciocho años, y estábamos fisgoneando cómo un oficial de la SI interrogaba a mi hermano, Robbie, sobre la desaparición de una chica. Aquella noche había sido un auténtico desastre, pero en aquel momento pensé que, quizá, aquel era el origen de que los miembros de la SI no me pudieran ni ver. No solo los habíamos puesto en evidencia encontrando a la chica que había desaparecido, sino que también habíamos localizado al vampiro no muerto que la había raptado.

El débil sonido de los pasos de Ceri cruzando la calle flanqueada de árboles se filtró a través de los listones de la ventana, y yo me puse derecha. Ivy estaba abajo, con el ordenador y un montón de folios desperdigados intentando utilizar la lógica para descubrir al asesino de Kisten. Se había quedado muy callada al ver mi amuleto para cambiar el color de la piel, y su expresión hermética dejaba bien claro que todavía no estaba preparada para hablar de lo ocurrido. Y yo tenía el suficiente sentido común como para no presionarla. De momento, que todavía siguiera allí me parecía más que suficiente. Jenks estaba con Matalina y con los niños, evitando la gárgola, y que cada uno de nosotros tres estuviera ocupado en cosas diferentes hacía que la iglesia se hubiera convertido en un remanso de paz y tranquilidad.

En ese momento oí entrar a Ceri llamando a Ivy. Yo me puse de pie de un salto e hice como si le quitara el polvo a la estantería. Entonces se oyeron unos pasos que subían corriendo las escaleras, que resultó ser la gata de Jenks. El animal se detuvo en seco al descubrirme allí mirándome con sus intensos ojos negros y la cola torcida.

—¡Ey, Rex! —exclamé haciendo que su cola se erizara—. ¿Qué pasa? —le espeté. El estúpido felino salió disparado por la puerta e, inmediatamente des­pués, se oyó un femenino murmullo de sorpresa en la escalera y sonreí.

Los suaves pasos de Ceri en la escalera se oyeron más fuerte y, con la tiza en la mano, miré al inacabado suelo de madera de fresno para decidir de qué tamaño iba a dibujar el círculo. La puerta de la escalera chirrió y yo me giré, con una sonrisa.

—¿Has encontrado el anillo? —pregunté.

Ella me devolvió la sonrisa mostrándome un anillo plano de metal.

—Estaba en la caja de herramientas de Keasley —dijo entregándomelo.

—Gracias —respondí sintiendo su peso en mi mano. Las gotas de lluvia hacían que su cabello claro reluciera y habían dejado marcas en su camisa, y yo me sentí culpable por haberla obligado a subir hasta allí—. En serio, te estoy muy agradecida. Sé que nunca probarías a hacer esto si no fuera para ayudarme.

Sus ojos verdes brillaron divertidos a la luz de las velas, y algo en ella hizo que me pusiera en guardia. Era como si estuviera tramando algo. Su voz sonaba despreocupada, pero mi instinto me decía otra cosa, así que decidí observarla con atención.

—Voy a preparar el círculo —dije intentando hacerme oír por encima de la lluvia—. ¿Quieres estar dentro o fuera?

Ella vaciló, como si fuera a decirme que no me iba a hacer falta ningún cír­culo, y luego asintió, recordando la primera vez que me enseñó cómo dibujar un círculo para invocar demonios e inesperadamente mi aura se esfumó.

—Dentro —dijo ella. Entonces se puso de pie y mostró intención de despla­zarse, pero yo le indiqué con un gesto que se quedara donde estaba. Lo dibujaría alrededor del diván en el que se acababa de sentar.

—Ahí estás bien —le dije empezando el círculo a unos treinta centímetros de distancia de las paredes de la sala hexagonal. Mi pelo formó una especie de cortina roja entre nosotras, y la sensación que transmitía Ceri de que aquello no estaba bien se acentuó. El chirrido de la tiza se mezcló con el sonido de la lluvia, y la brisa que entraba entre los listones era helada. No conseguía desprenderme de la sensación de que me estaba ocultando algo. Al acabar me puse de pie y me retiré el pelo de la cara. Entonces mis ojos se toparon con los suyos y yo los entrecerré con expresión desafiante. Como era de esperar, ella apartó la vista.

Mi corazón dio un pequeño vuelco de miedo. No iba a hacer ningún otro hechizo que me enseñara Ceri, a menos que antes supiera exactamente qué podía esperar de él. Haberme enterado demasiado tarde de que los conjuros, que había utilizado para convertirme en lobo y para aumentar el tamaño de Jenks, eran, en realidad, maldiciones, me había servido de lección.

—No es un hechizo normal, ¿verdad? —le pregunté.

Ella alzó la vista.

—No.

Yo solté un suspiro y me dejé caer sobre la silla plegable. Entonces me quedé mirando el trozo de tiza que tenía en la mano y lo dejé sobre la superficie de mármol verde con un golpe.

—Es demoníaco, ¿verdad?

Ella asintió con la cabeza.

—Pero no deja mancha —explicó—. No vas a cambiar la realidad, tan solo te colocarás encima de una línea. Es similar a cuando estuviste a punto de arro­jarle energía sin pulir a Ivy. Si eres capaz de hacer algo así y, tal y como quedó demostrado, atraerla de nuevo hacia ti sin resultar herida, deberías lograr esto…

La frase se fue apagando al final y yo flexioné los dedos recordando que el dolor apenas había durado un momento antes de desvanecerse en el caos que todo aquello originó. Magia demoníaca.
Mierda, mierda, mierda
.

—Tal vez no lo consigas —dijo entonces como si esperara que así fuera—. Solo quiero saberlo. Si al final lo logras, dispondrás de algo que un día podría salvarte la vida.

Yo apreté los labios con fuerza mientras recapacitaba sobre ello.

—¿Estás segura de que no deja mancha?

Ella sacudió la cabeza.

—Completamente. Solo estás modificando energía, no cambiando la realidad.

Resultaba tentador, pero sabía que había algo más que todavía no me había contado. Lo percibía en sus movimientos sutiles, mi capacitación como cazarrecompensas me lo decía a gritos. Pensé en Quen, en su lecho de muerte, y me pregunté qué demonios hacía Ceri allí, en el campanario, en vez de estar con él. Aquello no tenía sentido. A menos que…

—Quieres saber si soy capaz para poder contárselo a Quen, ¿verdad?

Ceri se sonrojó y el miedo se apoderó de mí haciendo que me irguiera.

—No debería ser capaz, ¿verdad? —pregunté, y cuando ella negó con la cabeza yo sentí un nudo en la garganta—. ¿Se puede saber qué demonios me hizo el padre de Trent? —dije, presa del pánico.

Sus ojos relampaguearon.

—No sigas por ahí, Rachel —dijo poniéndose en pie. Seguidamente se acercó a mí inundándome con su olor a seda mojada—. Lo único que hizo el padre de Trent fue mantenerte con vida. Tú eres tú.

Sus manos vacilaron apenas un segundo antes de coger las mías, pero yo lo percibí y el miedo se hizo aún más intenso.

—Sigues siendo la misma persona que eras en el momento en que tu madre alumbró —sentenció Ceri—, y si tienes la capacidad de hacer magia que na­die más puede hacer, deberías recibir la formación adecuada para lograr cosas donde otros han fracasado. Tener un poder fuera de lo común no corrompe a la gente, solo hace que salga a la luz quiénes son realmente, y tú, Rachel, eres una buena persona.

Yo me aparté y ella dio un paso atrás movida por la culpa. De pronto, en contra de mi voluntad, una desagradable sensación de desconfianza se apoderó de mí y me dije a mí misma que tenía que desterrarla de inmediato. No podía permitir que dejara de ser mi amiga.

—Prométeme que no se lo dirás a Quen —le pedí. Cuando vi que vacilaba, añadí—: Por favor, Ceri. Si realmente soy diferente, no quiero que todo el mun­do se entere. Déjame que sea yo quien decida si quiero decirlo, y a quién. Te lo ruego. De lo contrario me convertiré en… un simple títere en manos de otros.

Con expresión abatida, Ceri entrelazó las manos y, lentamente, asintió.

—No se lo diré a nadie —dijo en un susurro.

De inmediato toda la tensión que sentía se acumuló en mi garganta, como si fuera un pedazo de plomo. Entonces miré hacia la superficie de mármol donde se acumulaban todos los utensilios necesarios para la realización del hechizo y, con una sensación de cansancio al pensar en que estaba renunciando a la opor­tunidad de llevar una vida normal, me puse de pie. Mi reflejo en el envejecido espejo del tocador me devolvió la mirada. Entonces respiré hondo y pregunté:

—¿Quieres mostrarme primero cómo se hace?

Ceri se movió, colocándose de manera que pude ver su reflejo en el espejo.

—Yo no puedo hacerlo, Rachel.

Genial.

Fue como si se hubiera cerrado una puerta a mis espaldas. Ante mí había solo una gran oscuridad, amplia y aplastante, pero necesitaba creer que en algún momento de mi futuro me aguardaba un final feliz.
Esta soy yo
, pensé con una abrumadora sensación de irreversibilidad. Luego me limpié las manos en los vaqueros y me dirigí al tocador con decisión. Ha llegado la hora de averiguar lo que soy capaz de hacer.

La vela que había en el tocador se reflejaba en el espejo, haciendo como si fueran dos. A un lado se encontraba el trozo de tiza, el disco de metal, un ovillo de hilo de bramante, una aguja para hacer punciones y un frasco de aceite de semillas de uva. Tenía también allí mi libro de texto de líneas luminosas, abierto por el final, donde se encontraban la docena de páginas en blanco para hacer anotaciones. En la parte superior de una de ellas había escrito, de mala manera: «Hechizo de luz de Ceri», y unos dibujos que representaban los movimientos de las manos y las palabras en latín que debían acompañarlos, escritas tal y como sonaban. Sabía que a Ceri le indignaba que no supiera suficiente latín como para leerlo directamente, pero durante los últimos dos años había tenido que centrarme en otros asuntos y, al parecer, la cosa no tenía visos de cambiar. Aun así, no me habría venido mal una clase sobre los gestos de las manos.

—Veamos —dijo Ceri colocándose nerviosamente detrás de mí. Yo observé el reflejo de su rostro iluminado por la luz de la vela y me pregunté cómo se suponía que iba a enseñarme un hechizo que ella misma no era capaz de hacer. El aroma a canela y a seda se mezcló con el de la vela de arrayán brabántico y el olor a hierro de la campana que pendía sobre nuestras cabezas. Aquello me recordó a la gárgola pero, cuando levanté la vista, comprobé que seguía dormida.

—Deberíamos atar tu anillo de metal para conseguir una bonita esfera, en lugar de solo media, dentro del tocador —añadió con una forzada alegría que hizo que me doliera la cabeza—. Una vez listo, no podrás tocarlo, de lo contrario romperás el hechizo.

—¿Como un círculo cualquiera? —aventuré.

Ceri asintió y, de repente, parpadeó sorprendida al descubrir la gárgola.

—¿Eso es…? —balbució con cara de asombro.

—Una gárgola —dije yo, ayudándola a terminar la frase—. Apareció ayer. Jenks está cabreado, pero lo único que hace es dormir. —Entonces vacilé—. ¿Deberíamos hacer esto en algún otro sitio?

Ceri esbozó una misteriosa sonrisa y negó con la cabeza.

—No. Según mi abuela, traen suerte. Está muy bien donde está. También decía que los pixies son a los elfos lo que las gárgolas a las brujas.

Yo sonreí al recordar cuánto gustaba Ceri a los hijos de Jenks y el cariño que sentía por él la madre de Ellasbeth, otro elfo de sangre pura. Yo no sentía el mismo «afecto» por aquel trozo de piedra somnoliento que se había instalado en las vigas del campanario y, por lo que sabía, tampoco los demás brujos. No obstante, no conocía a ningún otro brujo que viviera en una iglesia, y aquel era el único lugar en el que se instalaría una gárgola. Por lo visto se debía a los iones que desprendían las campanas, o algo así.

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