Gengis Kan, el soberano del cielo (58 page)

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Authors: Pamela Sargent

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—Sus descendientes serán honrados —continuó el Kan—, como si ella aún fuese una de mis esposas. Ibakha no ha hecho nada deshonroso. Jamás le daría a un amigo fiel una mujer que lo hubiera hecho. Yo soy quien ofendió a los espíritus por tenerla. —Tomó la mano de Ibakha y la colocó en la del hombre—. Que seas tan feliz a su lado como lo fui yo.

El Kan se encaminó hacia la entrada y salió. Jurchedei se quedó mirando fijamente a Ibakha, evidentemente tan consternado como la muchacha. Ella corrió hacia la entrada.

Un hombre le alcanzaba un caballo al Kan. Detrás de él, unos pocos guerreros estaban junto al fuego, calentándose las manos. Uno de ellos levantó la vista; ella vio los ojos oscuros de Teb-Tenggeri.

—Cuando marche a la guerra —dijo Tolui—, te traeré una copa de oro de la tienda del Tayang.

Sorkhatani giró en la montura.

—¿Acaso tu padre planea combatir contra los Naiman?

—Tendrá que hacerlo más tarde o más temprano. Tal vez este otoño, o el año próximo… ya tendré edad suficiente para el combate.

—A menos que los Naiman hagan la paz —dijo ella.

Tolui frunció el entrecejo; después se alegró.

—Si no combate contra ellos, tal vez ataquemos a los Merkit.

—No te preocupes, Tolui. Siempre habrá guerras. Tendrás muchas oportunidades de demostrar tu valor.

Sorkatani pensó fugazmente en su hermana, a quien el Kan había entregado ese invierno. Se decía que un sueño le había ordenado hacerlo, pero Sorkhatani solía preguntarse si el Kan no estaba secretamente aliviado por haberse deshecho de ella. "Tendría que haberse casado conmigo", pensó, pero ahora sabía por qué no lo había hecho. Ella demostraría su amor hacia el padre de Tolui siendo una buena esposa para su hijo.

—Te desafío a una carrera —dijo Tolui.

—Mira que tal vez te venza.

—No, no lo harás.

El caballo de él partió al galope. Ella lo siguió, con las trenzas flotando al viento.

85.

Gurbesu había ordenado que le llevaran la cabeza de Toghril Ong-Kan. Una cinta de plata rodeaba el cuello; la placa de plata sobre la que estaba apoyada la cabeza descansaba sobre un trozo de fieltro blanco.

La cabeza estaba colocada sobre una mesa situada a la derecha del trono del Tayang; los ojos de pesados párpados de Toghril miraban vacíamente el fogón. Gurbesu había ofrecido libaciones a la cabeza, sosteniendo la copa junto a los labios torcidos, y las concubinas del Tayang habían cantado. El Ong-Kan había acudido en busca de refugio, y su muerte era un mal presagio. Gurbesu esperaba que su espíritu se aplacase con los honores que se le rendían.

Las muchachas sentadas detrás de Gurbesu siguieron tañendo sus laúdes. El Tayang hablaba de los mongoles con Ta-ta-tonga. Bai Bukha casi no había hablado de otra cosa desde que se había enterado de la muerte de Toghril a manos de guardianes Naiman; los guardias no habían creído que el viejo fuera el Ong-Kan.

Últimamente había habido muchos presagios malos. Un potro de la yegua favorita del Tayang había sido estrangulado en su vientre y había nacido muerto. El tercer hijo de Gurbesu con Bai Bakha, al igual que los dos anteriores, había salido demasiado pronto del vientre de su madre y no había sobrevivido.

Ella había sido objeto de una pobre elección después de la muerte de Inancha Bilge. El que se hubiese convertido en la esposa de Bai Bukha no había impedido que él y su hermano Buyrugh pelearan. Ahora el Tayang se estaba cansando de ella. Muy pronto ya no la escucharía en absoluto.

—¡Malditos mongoles! —Bai Bukha se reclinó en su trono—. ¿Es que acaso la ambición del Kan no tiene límites? —Miró hacia la derecha, donde estaban sentados sus generales—. En el cielo hay muchas estrellas, y un sol y una luna, pero los mongoles sólo admiten un Kan en estas tierras. Los tártaros ya no existen, los Kereit se sometieron a él. ¿Cuándo llegará nuestro turno?

—Ojalá ese día no llegue jamás —dijo Jamukha.

Gurbesu se había sentido disgustada cuando su esposo le había dado refugio; no confiaba en un hombre cuyo mayor talento era cambiar de bando. Sin embargo, no tenía nada que decir contra él durante el tiempo que había pasado con ellos. Cuando el Tayang lo llamaba, Jamukha acudia a su "ordu"; en otro caso, parecía feliz de que lo dejaran tranquilo. Su bello rostro no estaba marcado por las tribulaciones, pero sus ojos oscuros tenían la expresión contemplativa de un anciano.

—Te preocupas demasiado por Temujin —continuó Tamukha—. Se ha desgastado en las guerras y necesita tiempo para recuperarse. Hasta que esto último ocurra, los que están sometidos a él se liberarán de sus ataduras.

Bai Bukha funció el entrecejo.

—Yo digo que ha llegado el momento de atacar. ¿O creéis que os llamé aquí para beber con el Ong-Kan? Todos pueden ver cuán bajo hizo caer a su pueblo Gengis Kan. —Entrecerró los ojos—. Jamukha nos aconseja que esperemos. Yo digo que debemos luchar.

—¿Puedo hablar, esposo y Tayang? —preguntó Gurbesu. Bai Bukha gruñó y asintió con la cabeza—. Esos mongoles son una turba bárbara y maloliente… ¿qué haríamos con ellos si los capturáramos? Sus muchachas más nobles y bellas serían inútiles para todo lo que no fuera ordeñar las ovejas, y hasta para eso tendrían que aprender a lavarse las manos.

Los generales rieron.

—¿Mi esposa me aconseja no luchar? —preguntó Bai Bukha.

—Déjalos tranquilos en sus tierras —respondió ella—. En algún momento volverán a luchar entre ellos, y entonces será tu oportunidad de atacarlos.

—Las mujeres no saben nada de la guerra —masculló el Tayang.

—Tú sabes poco más, Tayang —dijo Khori Subechi—. Una lanza fuerte arrojada por un brazo débil rara vez llega el blanco.

—¡Me insultas! —exclamó Bai Bukha.

—Sólo digo la verdad —replicó Khori Subechi—. Aún no te has probado en la guerra. Pero te hemos jurado obediencia, y debemos hacer lo que ordenes.

Gurbesu bajó la vista. Los generales podían creer que sus palabras eran sabias, pero acabarían por obedecer a su esposo. Pensarían que su propia habilidad como generales compensaría los defectos del Tayang.

Jamukha se inclinó hacia adelante.

—Temujin me hizo daño —dijo—. Nada deseo más que su derrota. Pero éste no es el momento de luchar. Temujin florece con la guerra, y los que le han jurado fidelidad se unirán ante una amenaza Naiman.

—Cobardes —dijo el Tayang—. Estoy rodeado de cobardes. Jamukha tiene tanto miedo de su "anda" que ha perdido el valor. Tal vez ya no desee sustituirlo como Kan mongol.

Gurbesu alzó una mano, luego la dejó caer. Un aullido procedente de fuera la alarmó; los perros ladraban. Otro augurio, pensó, y se estremeció como si los lobos rodearan el campamento.

—Mandaré un enviado a los Ongghut —dijo Bai Baukha.

—Una buena estrategia —murmuró Koksegu Sabrak—. Es decir, si es que los Ongghut deciden luchar.

—¿Prefieres esperar a que los mongoles nos ataquen? —gritó Bai Bukha. Se puso de pie de un salto; la luz del hogar titilaba sobre la cabeza del Ong-Kan, haciendo que su mueca helada pareciera una sonrisa despectiva. El Tayang gritó y señaló la cabeza con una mano temblorosa—. ¡ Hasta este muerto se burla de mí! ¡Mirad cómo ríe! ¡Puedo oír su risa! —cogió la cabeza y la arrojó al suelo.

Gurbesu soltó una exclamación, horrorizada ante el sacrilegio. Tres generales hicieron signos contra el mal. Los laúdes de las muchachas callaron y el ladrido de los perros se hizo más audible.

Koksegu Sabrak se puso lentamente de pie.

—¿Qué has hecho? —preguntó—. Traes aquí la cabeza de un Kan muerto para que la honremos y luego la arrojas al suelo. Es un mal presagio, Bai… Oigo a los perros hablar de lo que vendrá. Eres nuestro Tayang, pero tu juicio siempre ha sido débil… eres más hábil en la caza y con los halcones que en la guerra.

—¡Nadie se burlará de mí! —gritó Bai Bukha—. ¡Ni tú ni este muerto! —Pisoteó la cabeza; Gurbesu oyó el crujido de los huesos—. Ya nadie dirá que el hijo de Inancha no es más que la sombra de su padre. ¡Todos retirarán sus palabras, o nadie saldrá con vida de esta tienda!

—¡Padre! —Guchlug se puso de pie y se acercó al Tayang—. Si lo que quieres es guerra, guerra te daremos, pero no podrás cazar tu presa con un carcaj vacío.

Bai Bukha respiraba agitadamente.

—El cielo está de mi parte —susurró—. Veo a los mongoles dispersándose ante nosotros.

Gurbesu se levantó, fue hasta donde estaba su esposo y se arrodilló delante de él.

—Ruego permiso del Tayang para hablar —dijo—. Si vas a luchar, no puedes retroceder. Una victoria te dará poder sobre las tierras de los mongoles y los Kereit, pero una derrota será nuestra ruina. Debes lanzar tus soldados contra el Kan mongol hasta que sus filas se rompan. Si pierdes, él no te dará oportunidad de retirarte. Acabará con todos nosotros.

—Tu reina dice la verdad —intervino Jamukha—. Si Temujin te derrota en el campo de batalla, no permitirá que vuelvas a amenazarlo. Te perseguirá hasta que dé contigo.

—No me hables de derrota —dijo el Tayang—. Gengis Kan está débil ahora, y sus enemigos combatirán a nuestro lado.

Gurbesu miró la aplastada cabeza del Ong-Kan y se persignó. Su esposo no cambiaría de opinión. Bajó la cabeza, escuchando los aullidos de los perros fuera de la tienda.

86.

El cielo lo había conducido hasta allí. Jamukha estaba junto al Tayang; detrás de ellos se erguía el macizo Khangai. Los Naiman habían avanzado hasta los montes Khaigan; el ejército había acampado al pie de sus estribaciones. En varios círculos se veían los estandartes de los Merkit, de los Kereit que aún se resistían a los mongoles y de los pocos enemigos tártaros de Temujin que habían sobrevivido.

Cuando el Tayang llegó a los montes Khangai, sus exploradores le informaron de que los mongoles avanzaban hacia el Orkhon. Bai Bukha supo entonces que los Ongghut habían decidido advertir a su enemigo en vez de combatir junto a él; la esperanza de atrapar a los mongoles más al este había desaparecido.

Sin embargo, el Tayang no perdió la calma. Era evidente que los Ongghut esperaban aliarse con los mongoles porque eso les resultaría útil contra sus amos Kin, pero tendrían que pactar con los Naiman cuando el Tayang lograse su victoria. Tal vez, pensaba Jamukha, había juzgado mal a Bai Bukha. Los Naiman todavía aventajaban en número a Temujin, pues a ellos se habían unido antiguos enemigos del Kan.

El Tayang mantenía a Jamukha a su lado, para que pudiera decirle cómo lucharían los mongoles. Jamukha sospechaba que Bai Bukha también desconfiaba de él y lo quería cerca para que no tuviese oportunidad de desertar.

En otro tiempo Jamukha siempre se sentía más vivo en la víspera de una batalla, alerta a cada imagen, sonido y olor. Pero ahora sus sentidos eran menos perceptivos: no podía anticipar la victoria ni la derrota. Antes siempre había deseado la batalla, pero ahora sólo ansiaba que terminara. Hasta su odio se había convertido en un fuego casi extinguido que ardía ocasionalmente. Una mano invisible lo retenía ahora, manejándolo a voluntad, y él no tenía la fuerza necesaria para resistirse.

Un soldado se presentó ante el Tayang para avisarle que los exploradores Naiman habían topado con la vanguardia del enemigo. Habían capturado un caballo mongol, tan flaco que se le contaban las costillas. El Tayang se regocijó: sus caballos bien alimentados podrían superar fácilmente a esos jamelgos hambrientos.

Dos noches más tarde llegó otro jinete para avisar que los mongoles habían acampado en las estepa que se extendía más allá del monte Nakhu. La planicie estaba sembrada de innumerables hogueras.

Cuando el soldado se marchó, el Tayang permaneció en silencio.

—Es una treta —le dijo Jamukha—. Temujin desea que creas que tiene más hombres que tú, para que te retires.

—Una retirada sería ventajosa para mí, no para él.

—Has venido aquí a luchar —dijo Khori Subechi—, y ahora hablas de retirada.

—Cállate —le espetó el Tayang, y después hizo un gesto a otro hombre— Daré las órdenes aquí. Busca a mi hijo y dile que se retire.

—Eso no le gustará —masculló Khori Subechi.

—Hará lo que yo le diga.

El hombre se marchó para llevarle el mensaje a Guchlug. Los otros se tendieron sobre sus monturas a descansar; el Tayang siguió sentado junto al fuego.

Ahora, Jamukha tenía las ideas más claras. El Tayang estaba demostrando más sabiduría de la esperada, pero tal vez ya fuera demasiado tarde. Sus generales sólo verían en una retirada estratégica una muestra más de la cobardía de Bai Bukha. Él los había empujado a aquella guerra, y ellos estaban resueltos a llevarla adelante. Si no se retiraban pronto, tal vez más tarde no pudieran hacerlo. Los mongoles los empujarían hasta los pasos de montañas o hasta los precipicios. Los generales Naiman tendrían que luchar a brazo partido para no perder terreno si deseaban una mínima oportunidad de triunfo.

Jamukha dormitaba cuando regresó el jinete. Guchlag venía con él. El hijo del Tayang se detuvo junto al fuego y escupió a un costado de las llamas.

—Mi padre habla como una mujer —dijo Guchlug. Los soldados dormidos se sentaron—. Cuando mis hombres me oyeron decir que querías que nos retiráramos, me avergonzó que tu semilla me hubiera dado la vida. Debería haber sabido que no tenías espíritu para la guerra cuando vi que ni siquiera salías de tu campamento para orinar.

—¡Tonto! —gritó Bai Bukha—. Es fácil para ti demostrar coraje ahora. Me pregunto si serás igualmente valiente bajo la sombra de la muerte, cuando veas al enemigo apiñado ante ti.

—Mi padre tiene miedo.

Los otros mascullaban; el general Khori Subechi agitó un puño.

—Nunca me he retirado —dijo—. ¿No fue la reina Gurbesu quien te dijo que deberías luchar para conservar el trono? Tendríamos que haberle dado el mando a ella… habría sido mejor general que tú.

—Muy bien —murmuró Bai Bukha—. Si dices que ha llegado el momento de luchar, lucharemos. Todos los hombres deben morir, y tal vez éste sea el momento en que los mongoles deban hallar su fin. Da la orden… atacaremos el campamento mongol.

Los Naiman bajaron de las montañas, se deslizaron a lo largo del río Tamir y después cruzaron el Orkhon. Al otro lado, los exploradores Naiman se enfrentaron a la vanguardia mongol, y fueron rechazados. Al pie del monte Nakhu, los Naiman ocuparon posiciones en el terreno herboso. Los mongoles estaban a la vista, sus diminutas figuras negras se destacaban contra el horizonte bajo el cielo que se oscurecía.

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