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Authors: Pamela Sargent

Tags: #Histórico

Gengis Kan, el soberano del cielo (61 page)

De modo que pensaba que era bella. Los brazos de Khulan se cerraron con fuerza alrededor de sus piernas. No debería estár fuera con él; su padre podía despertarse y seguramente le sorprendería no encontrarla en la tienda.

—¿Tienes esposa, Nayaga?

Él se acercó y se sentó. Si ella extendía un brazo podía tocarlo.

—Capturé a una mujer cuando luchamos contra los tártaros —dijo él—. Era una de las cautivas más hermosas, y su belleza conmovió mi corazón, pero habíamos jurado ofrecer al Kan las mujeres más bellas. De modo que se la llevé, pero él puso la mano de ella en la mía y me dijo que la tomara como esposa. Es el más generoso de los hombres; si uno de sus soldados no tiene abrigo, el Kan es capaz de darle el suyo. Ha conseguido mucho para sí, pero también ha dado mucho a los demás.

Nayaga ya tenía una bella esposa; Khulan sintió una punzada en el corazón. Sin embargo, el Kan se la había entregado, y eso también le daba esperanzas.

—Debes de echarla de menos —dijo Khulan.

—Está embarazada, y eso le ha dado un poco de alegría. Tuvo poca alegría antes… se la pasaba llorando por los que había perdido… su padre, sus hermanos y el hombre con el que estaba casada. El Kan no podía perdonar a los que habían dado muerte a su propio padre, y nos ordenó matar a todos los prisioneros varones, salvo a los niños muy pequeños.

—Sé lo que les hizo a los tártaros —dijo Khulan—. En tu opinión es noble y generoso, pero con ellos sólo demostró crueldad.

—Eran sus enemigos mortales. Yo no quería cumplir sus órdenes, pero tenía que obedecer… si los hubiera dejado con vida, los tártaros habrían sido como una lanza en su costado. Con ellos jamás podría haber habido paz.

—No puede haber paz —dijo ella—, mientras los hombres peleen.

—Tal vez las guerras terminen —dijo Nayaga—, cuando todos los enemigos del Kan se hayan rendido… Pero es una idea tonta. ¿Cómo podríamos vivir sin nada que ganar? Los hombres no tendrían motivos para vivir en un mundo así, sin pensar en nada más que en llenarse la panza y engendrar hijos tan inútiles como ellos mismos.

—Es probable que encontraran otras cosas que hacer —dijo la joven.

—No hay otra cosa. La tarea de un hombre es hacer la guerra, y estar preparado para el combate. —Hizo una pausa—. Eres una mujer extraña, Khulan. —Ella se puso tensa al oír que pronunciaba su nombre—. La tarea de una mujer es atender a su esposo y a sus hijos, cuidar las tiendas y rebaños de modo que él esté libre para luchar. Si las mujeres no se ocuparan de todo eso, no podríamos luchar, y si no pudiéramos luchar, de nada serviríamos para las mujeres.

—Mi padre luchó durante toda su vida —dijo ella—, y eso sólo nos trajo muerte y derrota. Ahora debe entregarse a tu Kan. Hubiera sido mejor entregarse años trás.

—¿Sin luchar? Deseas lo imposible, Khulan. Un hombre puede respetar a un enemigo que ha luchado con valor. Sólo despreciará al que se someta a él por cobardía. —Suspiró—. Sin embargo, hay algo de verdad en tus palabras. Yo lucho porque debo hacerlo, pero la guerra no me produce alegría, como a otros. A pesar del placer que me da el botín, agradezco siempre que la batalla haya terminado. —Permaneció en silencio durante largo rato, y después agregó—: Antes me preguntaba por qué el Kan me había dado el mando. Él ve en el corazón de los hombres y sabe cómo son. Pensé que vería esta debilidad en mí. Pero después oí lo que le decía a uno de nuestros guerreros más feroces, un hombre que podía soportar el hambre, la sed y el frío sin sentirlos, y que podía sobrevivir a cualquier penuria, cómo le explicaba por qué no sería un buen comandante.

—¿Por qué?

—Le dijo que un hombre que no podía sentir lo que sentían sus soldados, que no se conmovía ante la debilidad y el dolor, no podía ocuparse de las necesidades de sus hombres. Ahora espero que mi debilidad me convierta en mejor comandante de mis subordinados.

—No creo que un hombre sea débil porque no le guste la guerra —dijo ella.

—Eres extraña, Khulan. Pones en mi boca palabras que jamás he pronunciado. —Se levantó—. Y no debería decirte nada de esto. Vuelve a la tienda y sueña con el esposo que te espera.

Antes de que ella pudiera responderle, Nayaga se marchó.

88.

Khulan salió de la tienda al alba. Nayaga estaba con algunos hombres cerca de la fila de caballos atados. Cuando la vio, una sonrisa iluminó su rostro.

Ella se acercó a él. Tal como el joven le había sugerido, se había cubierto el rostro y la cabeza. Nayaga le hizo una reverencia; Khulan señaló los caballos.

—Quedarme en este campamento —dijo la mujer—, me pone inquieta. Me gustaría salir a cabalgar.

—Creía que ya habías cabalgado bastante. ¿Acaso tu padre…?

—Todavía duerme. Y no le importará… agradecerá que no lo despiertes.

Nayaga miró a sus hombres.

—Muy bien, pero no puedo permitir que cabalgues sola.

Cuando ensillaron los caballos, la joven y Nayaga partieron juntos, seguidos de siete hombres que se mantuvieron a cierta distancia de ellos.

—Lamento tener que retenerte aquí —gritó Nayaga por encima del aullido del viento—, pero es por tu seguridad. Sé que tu padre y tú debéis de estar muy impacientes por terminar el viaje.

—Hice este viaje porque debo obedecer a mi padre. Fue su deseo ofrecerme al Kan… no el mío —replicó ella.

—No deberías decir esas cosas, Khulan. Cualquier mujer se sentiría honrada de contarse entre sus esposas.

Ella se adelantó. Cabalgaron sin hablar hasta que llegaron a un bosquecillo. Nayaga lo rodeó y se detuvo. Khulan desmontó y condujo su caballo hacia los pinos.

—No entres en el bosquecillo —dijo él—. Debemos mantenernos a la vista de mis hombres.

Ella ató las riendas a una raíz y se sentó.

—No temas, Nayaga. Aunque nos encontrásemos solos, estoy segura de que no te comportarías de manera deshonrosa. —No pudo reprimir sus palabras—. Amas demasiado a tu Kan. Es evidente que tu único deseo es librarte de mí lo antes posible. —Quería herirlo, azotarlo con sus palabras—. Un hombre que ofrece a su Kan una cautiva que desea para sí mismo es sin duda digno de confianza.

El rostro de él palideció. Desmontó de su caballo y se sentó a pocos pasos de ella.

—Cuando Dayir Usun haga su juramento de lealtad —dijo—tu pueblo tendrá paz. Mis hombres y yo ya no tendremos que acosaros. Anoche me decías cuánto anhelabas la paz.

—Sí, y tu Kan agradecerá que me hayas protegido. Quizá hasta te recompense por haberlo hecho.

Él apretó los labios.

—Será suficiente recompensa saber que he cumplido con mi deber.

Khulan permaneció en silencio unos instantes.

—Tal vez puedas contarme algo de sus otras esposas —dijo por fin.

—Su esposa principal es Bortai Khatun —dijo Nayaga—, quien todavía es hermosa y sabia. Debes de conocerla, puesto que fue cautiva de tu pueblo. Nunca se lo recuerdes al Kan.

—Él ha tenido su venganza —dijo la joven—. Mi padre ha tenido motivos para lamentar que los Merkit la hayan capturado.

—Se dice que su esposa Khadagan también es sabia —continuó él—, pero no es bella. Sin embargo, el Kan la ama y la respeta porque le ayudó a escapar de sus enemigos cuando era muchacho. No olvida esas cosas, y es por ello que hay tantos que desean servirlo. Después están las dos hermanas tártaras, Yisui Khatun y Yisugen Khatun, a las que tomó después de la campaña contra ese pueblo. Las ama mucho, por eso han sido honradas con el título de Khatun.

—Y estoy segura de que también ellas lo aman —dijo Khulan—, por haberlas protegido de sus tropas.

—También tomó una mujer entre los Kereit, una sobrina del ex Kan, pero cuando tuvo un sueño que le ordenaba abandonarla, se la obsequió a Jurchedei, uno de sus generales más valientes, y le dijo que debía honrarla siempre.

—Y supongo que eso es otra demostración de su generosidad.

—Cuando la primavera pasada derrotamos a los Naiman —prosiguió Nayaga—, su Khatun, Gurbesu, también se convirtió en su esposa. Ella fue al campo de batalla para ver combatir a su esposo. Se dice que es tan valiente como un hombre. Su mujer más reciente es Tugai, que era la esposa de Khudu, hijo de Toghtoga. Cuando Toghtoga Beki y sus hijos huyeron, sus esposas y rebaños cayeron en nuestras manos. El Kan tomó a Tugai y entregó la nueva esposa de Khudu, Doregente, a su hijo Ogedei.

—Un mensajero le habló a mi padre de las pérdidas de Toghtoga.

—Y también hay otras mujeres, por supuesto, concubinas, esclavas o cautivas de las que él disfruta durante una o dos noches antes de entregarlas a otros.

—Me sentiré perdida entre tantas —dijo la joven.

Nayaga meneó la cabeza.

—No estarás perdida, Khulan. Brillarías entre mil esposas.

—Tal vez tenga otro sueño que le diga que no puedo ser suya. Tal vez…

—¡Khulan! Dije que nunca me arrepentiría de haberle jurado lealtad, pero ahora lo lamento. Yo… —Se puso de pie—. Debemos regresar.

—Nayaga…

—Ahora, Khulan, antes de que pierda la cabeza.

El joven montó a caballo. Ella sintió un nudo en el pecho, y apenas podía respirar. Montó a caballo y lo siguió.

Ese mismo día Nayaga salió del campamento a cazar con algunos hombres. Por la noche aún no había regresado. Tal vez, pensó Khulan, permaneciese alejado hasta que llegara el momento de conducirla a la presencia del Kan. Así no se sentiría tentado ni olvidaría su deber.

Khulan se quedó cerca del "yurt", alejándose tan sólo para recoger más estiércol seco para alimentar el fuego. Dayir Usun estaba sentado fuera con sus hombres y los mongoles, reparando arneses y afilando las armas. Ya era demasiado tarde para que cambiara de idea y la entregara a Nayaga, aunque el joven fuese lo bastante necio para intentar pedirla. Todos estos hombres sabían que ella era un presente para el Kan; sólo él podría decidir qué hacer con ella. Dayir creería que estaba loca por preferir a un capitán de una centena y no al Kan.

Esa noche, cuando el campamento estaba en silencio y Dayir Usun y sus hombres roncaban tranquilamente, a Khulan le pareció oír a Nayaga que hablaba con alguien fuera de la tienda. Tal vez pasara mucho tiempo hasta que pudieran partir hacia el campamento del Kan. Tal vez siguiera reinando el desorden en esa región; el Kan podría olvidarse de una joven a la que nunca había visto. Pero era absurdo desear eso y estaba mal preocuparse tan poco por el destino de su pueblo.

Al día siguiente, por la mañana, uno de los hombres de Dayir ensilló un caballo y lo llevó a Khulan. Ella le dijo que se mantendría cerca del campamento, y finalmente el hombre se marchó a reunirse con los otros soldados de su padre.

La joven rodeó el campamento al trote. Su padre estaba fuera, y caminaba hacia el límite del campamento. Una mano abrió la cortina de otro "yurt"; Nayaga salió y se irguió al verla.

Ella lo miró fijamente y después espoleó su caballo. Mientras se alejaba, Khulan apenas si oía los gritos de Nayaga en medio del viento y del sonido de los cascos de su caballo. Se irguió en los estribos y se inclinó hacia adelante, fustigando al animal hasta que vio aparecer el bosquecillo delante de ella, entonces tiró de las riendas.

El caballo se detuvo. Khulan desmontó de un salto y corrió a ocultarse entre los pinos, luego miró hacia atrás. Nayaga la había seguido; ni siquiera había ensillado su caballo. Cuando se acercó a los árboles, el caballo de Khulan trotó hacia él, y el joven cogió sus riendas.

—¡Khulan! —gritó—. ¡Khulan!

Ella se internó un poco más en el bosquecillo y se arrojó al suelo.

—¡Khulan! —Su voz era más fuerte; la joven oyó el crujido de las agujas de los pinos—. ¡Khulan!

—Aquí estoy —gritó ella.

—Juré protegerte —dijo el joven con dureza—. Te advertí que no debías cabalgar sola.

Ella se sentó y se quitó el pañuelo que le cubría el rostro. Él extendió una mano.

—Khulan —dijo en un susurro. Se quitó el arco y el carcaj del cinturón y cayó de rodillas junto a ella—. Khulan. —Su mano acarició las trenzas de la joven y le tomó el rostro mientras la besaba. Ella frotó la boca contra la de él, sorprendida ante el placer que eso le producía. Se sintió invadida por una alegría salvaje: el mundo no existía más allá del bosquecillo. Abrió los brazos al joven mientras la mano de él se movía entre sus piernas.

—Nayaga. —Lo acarició debajo del abrigo. El joven gimió suavemente y la estrechó aun más entre sus brazos.

Pero de pronto, él se separó y se puso de pie de un salto, después se apoyó en un árbol, dando la espalda a Khulan. Sus hombros temblaban; un jadeo seco salía de sus labios.

—Nayaga —repitió ella.

—Te amo —dijo él—. Lo que sentí por mi esposa la primera vez que la vi sólo fue una chispa, pero este fuego me consume. No puedo soportarlo.

—Te amo, Nayaga. —Ella se sentó y juntó las manos—. El cielo cubre muchas tierras… debe de existir algún lugar al que podamos ir.

—Oh, sí. Algunos de mis hombres me serían leales. Podríamos decirles a los demás que vamos a ver al Kan, y después huir. —Suspiró—. Es inútil, Khulan. No podría permitir que tuvieras esa vida, siempre ocultándonos… Los espíritus favorecen al Kan, de modo que no podríamos escapar de él. —Se volvió hacia la muchacha—. Tú y yo anhelamos la paz. Gengis Kan sabe que no habrá paz hasta que no haya un solo Kan bajo el cielo. No puedo salir corriendo y esperar el día en que la sombra de su ala me cubra.

—Tienes miedo de él —dijo la joven.

—Le temo más que a cualquier hombre que haya conocido. Si lo traicionara, nada quedaría de mí salvo unos huesos para los chacales. Pero también lo amo y lo respeto. No es la clase de amor que siento por ti, que me consume y no me da paz, pero lo siento, y pensar que tal vez ya lo haya traicionado por estar aquí contigo me tortura. —Su mano tembló—. No podría vivir así, como un hombre sin honor, robando lo que estaba destinado a mi Kan. No podría permitir que sufrieras a causa de mi debilidad.

—Tal vez él no me quiera —dijo ella desesperadamente—. Tal vez me entregue a ti. Ya entregó a una esposa, y te dejó que conservaras a tu mujer tartara.

—Cuando te vea —dijo Nayaga—, jamás te entregará a otro.

—Tienes razón, Nayaga —replicó ella con amargura—. Si escapamos, él sólo perdería una muchacha que nada significa para él, pero no creo que sea hombre capaz de olvidar fácilmente un insulto. Se enojaría con mi padre por no haberle llevado el obsequio prometido, y mi pueblo sufriría por eso.

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