Read Gengis Kan, el soberano del cielo Online

Authors: Pamela Sargent

Tags: #Histórico

Gengis Kan, el soberano del cielo (60 page)

—Me dijeron que eras sabia —dijo él—, y esta herida también demuestra que eres valiente.

—No soy sabia —murmuró ella—. Si lo hubiera sido, habría encontrado la manera de impedir la ruina de mi esposo. Tampoco soy valiente. No hace falta valor para hacer frente a una muerte que se anhela.

—¿Y sigues anhelándola?

—Debo aceptar lo que debe ser. Mi primer esposo era un hombre valiente, pero era viejo cuando me convertí en su esposa. Tenía la esperanza de poder guiar a su hijo y encontrar en él un poco de la grandeza del padre, pero Dios no lo quiso así. Ahora debo ser mujer de un hombre que parece tener un poco del coraje de Inancha. Tal vez eso me sirva de consuelo.

Él soltó una risa burlona.

—Un mongol maloliente, que sólo sirve para ser esclavo en un campamento Naiman. ¿No es eso lo que dijiste ?

—No exactamente. Dije que los mongoles sólo servían para ordeñar nuestro ganado, y eso si se les enseñaba a lavarse las manos.

—Y ahora mira dónde estás. —Permaneció un momento en silencio—. Había perdonado a los hombres que lucharon hasta el último aliento junto al Tayang. Él estaba muriéndose, no tenían necesidad de morir también.

Gurbesu se incorporó apoyándose sobre un codo y lo miró.

—Eran leales —dijo—, a pesar de lo que pensaban de aquél a quien servían, y no eran la clase de hombres que se rinden. Con su muerte, le demostraron a mi esposo hasta qué punto les había fallado, a ellos, que eran mejores hombres que él. Tal vez Dios quiso que ése fuera su tormento.

—Y tal vez quiera que yo sea el tuyo. Gurbesu la Bella debe ser ahora la esposa de un mongol maloliente.

—Entonces es bueno que el Kan me haya reclamado. El Kan mongol tal vez sea digno de algo más que de ordeñar nuestro ganado. Hasta podríamos haberle concedido el honor de sentarse junto a la entrada, con los criados.—Frunció el entrecejo—. Sólo derrotaste al hijo. Jamás habrías vencido a Inancha en la plenitud de sus fuerzas.

Él la atrajo hacia sí. Inancha podría haber sido como él en la juventud. Era más fácil pensar en él de ese modo, como el heredero de Inancha Bilge, y no como el conquistador de su pueblo.

87.

Khuln esperó junto al refugio mientras su padre subía la montaña. Dayir Usun parecía muy cansado y su rostro tenía una expresión de resignación. Al pie de la motaña, los soldados habían cortado árboles para construir barricadas. Los Merkit que seguían a su padre habían escapaco a ese bosque durante el verano. Ahora el aire era más frío, y los alerces muy pronto perderían sus agujas. No podrían ocultarse allí por mucho tiempo más. Era seguro que el enemigo llegaría pronto y estaría en condiciones de aplastar fácilmente a las debilitadas fuerzas Merkit.

Dayir Usun se sentó junto al fuego, después extendió el brazo y le tomó la mano. En otro tiempo, solía acariciar de esa manera la mano de su madre. La madre de Khulan había muerto esa primavera, y ellos la habían llorado, pero en su estado la mujer no habría soportado el duro verano ni el otoño.

—¿Qué te dijo el mensajero? —preguntó Khulan.

—Toghtoga Beki y sus hijos han ido hacia el oeste para unirse a los restos del ejército Naiman. —Dayir Usun miró fijamente las llamas—. Se atrincherarán con Guchlug si el enemigo los acosa. No aumentarán mucho las fuerzas Naiman. Casi todos los hombres de Toghtoga se rindieron o fueron capturados. El hombre dijo que las familias de Toghtoga y de sus hijos fueron capturadas después de la batalla.

—¿Vas a unirte a él? —preguntó ella.

—No —respondió el hombre con un suspiro—. Khulan, estoy cansado de luchar. Estoy harto de la guerra y de Toghtoga. Pero entregarse a los mongoles también tiene sus riesgos. Temujin recordará que yo fui uno de los que atacó su campamento tiempo atrás para robarle a su primera esposa.

—Tal vez le agrade que le jures lealtad —dijo la joven—, ya que así le ahorrarías el esfuerzo de enviar a sus hombres a perseguirnos.

—Debo ofrecerle más que eso. —Sus ojos de pesados párpados se entrecerraron—. El hambre no ha arruinado tu belleza.

Eso era lo más próximo a un cumplido que podía salir de la boca de su padre. El se había sorprendido de tener una hija tan bella porque tanto Dayir como su esposa eran viejos en el momento en que ella nació.

—Se dice —continuó su padre—, que Temujin aprecia la belleza. Tú podrías ser mi regalo para él, y tal vez lo conmuevas hasta el punto de que decida compadecerse de nuestro pueblo.

Los dedos de la joven se clavaron en el suelo.

—No debo de ser un gran premio —susurró—. La dura vida que hemos llevado sin duda habrá dejado su marca en mí.

—No te ha marcado en absoluto, niña. Tú eres prácticamente lo único que me queda, y si acudo a Gengis Kan para pedirle clemencia no puedo hacerlo con las manos vacías.

—¿Les has dicho a tus hombres que intentas rendirte?

—Ellos me han dicho que eso sería lo más prudente.

Finalmente, su padre deseaba la paz, y la compraría con ella, del mismo modo que había tratado de comprar la vietoria con sus hijos y con sus hombres. La joven había rogado que terminara la lucha, sin pensar que ella misma sería el precio.

—Si debo ir contigo —dijo—, lo haré con gusto.

De todas maneras, él podía obligarla a hacerlo; no lo castigaría con lágrimas ni súplicas. Khulan pensó en todos los tormentos que el Kan mongol había infligido a su pueblo y a tantos otros. Ahora se convertiría, tal vez, en la mujer de un hombre cuya mayor pericia era la guerra, la cosa que ella más odiaba.

Khulan y su padre partieron de las colinas boscosas llevando tan sólo cinco soldados y dos caballos de recambio. Después de un día de marcha llegaron adonde los árboles eran más escasos; allí acamparon durante la noche, y luego prosiguieron su viaje.

Cuando el sol estaba alto, distinguieron un grupo de mongoles a lo lejos. Muy pronto los hombres galoparon hacia ellos, con las lanzas en ristre; Dayir Usun ordenó detenerse, después alzó los brazos.

—Venimos en son de paz —gritó.

Los hombres los rodearon y sofrenaron sus caballos. Eran diez, rápidamente nueve de ellos apuntaron al grupo con sus arcos. El que estaba cerca de Dayir Usun bajó la lanza.

—¿Quién eres? —preguntó—. ¿De dónde vienes?

—Soy Dayir Usun, jefe de los Uwa-Merkit. He salido de mi escondite para someterme a Gengis Kan.

El desconocido lo miró fijamente. Tenía unos ojos grandes que conferían un atractivo especial a su rostro de huesos marcados. Era joven, de unos veinte años, de piel cobriza y un corto bigote oscuro.

—Te saludo, Dayir Usun —dijo—. Nuestro Kan recibirá con agrado tu rendición.

—Mi pueblo ha sufrido mucho, y ya no podemos resistirnos. —Dayir Usun extendió las manos con las palmas hacia arriba—. Estoy dispuesto a ofrecer mi juramento a Gengis Kan y a entregarle a mi hija, a quien siempre he adorado, como regalo. Se llama Khulan, y si el Kan la encuentra agradable, sólo pediré que mi gente no muera cuando se someta a él.

Cuando el joven la miró, Khulan se ajustó el pañuelo que le ocultaba la parte inferior del rostro. La manera en que montaba hacía que pareciese más alto. Una leve sonrisa iluminó su bello rostro. Ante un gesto del joven, los otros mongoles bajaron los arcos.

—Por lo que veo, no viajas con demasiada escolta —dijo el mongol dirigiéndose a Dayir—. Muchos de los nuestros acechan esta región, dispuestos a matar a los Merkit que encuentren. Me llamo Nayaga, y soy capitán de cien hombres. Mi campamento está cerca… puedes detenerte allí.

Dayir Usun asintió.

—Tal vez cuando nuestros caballos hayan descansado, podrás decirnos dónde encontrar a tu Kan.

Nayaga frunció el entrecejo.

—Te aconsejo que no viajes solo. Tienes suerte de que te haya encontrado: otros están impacientes por saborear la sangre de los Merkit. Será mejor que te quedes conmigo hasta que pueda conducirte a la presencia del Kan.

—Te lo agradezco —dijo Dayir Usun.

Khulan observó a Nayaga mientras lo seguían. Muchas veces había esperado encontrar a un hombre así entre sus pretendientes, pero todos los que había tenido eran hombres de mirada dura, con voces penetrantes, cuerpos macizos y rostros curtidos por el viento. Ninguno de ellos tenía la mirada cálida y transparente de Nayaga, ni montaba con tanta gracia como él.

Las manos de la joven se cerraron sobre las riendas. Se dijo que era feliz de tener que esperar en el campamento de aquel mongol durante un tiempo.

El campamento de Nayaga estaba formado por diez "yurts" pequeños que se alzaban sobre una loma. Algunos hombres apacentaban los caballos, otros estaban sentados fuera de las tiendas, limpiando sus espadas y cuchillos. Nayaga dejó a los soldados Merkit con uno de sus hombres y después condujo a Dayir Usun y a Khulan a una de las tiendas. Hecho esto, se marchó para hablar con sus soldados.

En la tienda había varias monturas, y de sus paredes colgaban arcos y aljabas. Algunas pieles cubrían el suelo y un fuego ardía en un pequeño fogón.

—Ese capitán parece buena persona —masculló Dayir mientras se sentaba—. Nos arriesgamos más de lo que creí al cabalgar hacia aquí, pero de todos modos no teníamos elección.

Una voz los llamó desde fuera; Nayaga entró. Khulan se volvió hacia él. En el rostro del hombre se dibujó una expresión de asombro, y le devolvió la mirada, incapaz de desviar los ojos. La joven sintió que le ardían las mejillas; Nayaga se sonrojó.

Un dolor tan agudo como el provocado por una espada traspasó el corazón de Khulan. Algunas muchachas que conocía habían hablado de ese sentimiento, de un ardor que parecía una fiebre, de un dolor semejante al que produce una flecha al desgarrar la carne. Nayaga también lo sentía, ella podía verlo en su rostro sonrojado, en sus ojos centelleantes.

Khulan se sentó a la izquierda de su padre. Nayaga la miró; la joven bajó los ojos.

—Lamento no poder ofreceros más que esta pobre tienda de campaña —dijo el joven.

—Nuestro último refugio han sido los árboles —replicó Dayir—. Este "yurt" será más que suficiente para nosotros.

Nayaga buscó un pellejo colgado de la pared, a sus espaldas.

—Y sólo tengo un poco de "kumiss".

Dayir Usun asintió.

—También eso será bien recibido.

Nayaga roció unas gotas y después le alcanzó el pellejo.

—He luchado contra Temujin durante muchos años, pero se dice que puede olvidar a los viejos enemigos —dijo Dayir.

—Es cierto —dijo Nayaga—. Yo mismo luché contra el Kan hace tan sólo tres años. Servía en la retaguardia cuando Jamukha Gur-Kan atacó a Gengis Kan.

Dayir le tendió el pellejo a Khulan.

—Y te entregaste —dijo dirigiéndose al joven.

Khulan bebió y le entregó el pellejo a Nayaga, cuyos dedos rozaron levemente los de ella cuando lo tomó de sus manos.

—¿Qué recompensa te ofreció Temujin? —preguntó Dayir Usun—. Debo suponer que no demostró mucha clemencia con Targhutai, ya que no he oído hablar del Taychiut desde aquella batalla.

—No entregamos a Targhutai. Le cortamos las ligaduras, le dimos un caballo y le dijimos que era libre de marcharse. Él no se rindió, así que según parece no tenía demasiada fe en la clemencia de Gengis Kan. Nosotros seguimos adelante y nos entregamos.

—Como estás vivo —dijo Dayir Usun—, supongo que no le dijiste a Temujin que habías liberado a Targhutai.

—Tuvimos que decírselo. De lo contrario, ¿qué habría ocurrido si los hombres de la guardia de Targhutai hubiesen sido capturados? Seguramente le habrían dicho al Kan que nosotros acompañábamos a su jefe. De modo que mi padre le dijo al Kan que íbamos a llevarle a Targhutai, pero que advertimos que traicionar a nuestro jefe era indigno, y que lo habíamos liberado.

Dayir soltó un silbido.

—¿Y todavía conservas la cabeza sobre los hombros?

—Él nos elogió, diciendo que de nada le servían hombres que pudieran traicionar a sus jefes. Después, cuando mi padre admitió que había seguido mi iniciativa, el Kan me elogió todavía más. Yo sólo tenía dieciséis años, pero me dio el mando de cien hombres y dijo que esperaba grandes cosas de un joven tan sabio, así que, como verás, hice lo adecuado. —Nayaga bebió y se enjugó la boca— Si le hubiéramos entregado a Targhutai, creo que nos habría matado y habría respetado la vida de nuestro jefe.

Dayir Usun se frotó el mentón.

—Vaya historia.

—Te demuestra la clase de hombre que es el Kan. Nunca me he arrepentido de haberle jurado lealtad. Con los traidores es implacable, pero siempre honra a los honestos, y a aquellos que han sido sus enemigos pero están dispuestos a ofrecerle sus espadas.

—Eso me tranquiliza —dijo Dayir Usun—. Tal vez perdone a este viejo Merkit y acepte a mi hija como esposa. Ella no es desagradable, y es una muchacha buena y fuerte. Ha tenido varios pretendientes, pero nunca me ofrecieron lo que verdaderamente vale, aunque creo que algunos estaban dispuestos a subir el precio. Ahora es mejor, viendo lo que nos ha ocurrido.

Nayaga tragó saliva con dificultad.

—Creo que el Kan quedará complacido con tu hija —dijo con voz ronca— Te prometo que la mantendré a salvo hasta que podamos viajar. —Se puso de pie—. Ahora me marcharé; supongo que querréis descansar…

Salió rápidamente de la tienda.

Cuando su padre y los hombres se durmieron, Khulan salió de la tienda. Algunos mongoles montaban guardia fuera de los "yurts", en el límite del campamento, Nayaga y otros dos guerreros estaban en cuclillas junto al fuego. Él había acudido a su tienda esa noche, y sus palabras habían estado dirigidas a Dayir, pero Khulan había sentido su mirada.

Rodeó la tienda y se escondió detrás de un arbusto para aliviarse; después ascendió la loma hasta el sitio donde estaban atados los caballos. No podía dormir, y no quería volver al "yurt". Se sentó, colocó los brazos sobre las rodillas y de repente sintió que alguien la observaba. Se volvió; una figura en sombras se acercó a ella.

—¿Por qué estás sentada aquí, señora?

La joven reconoció la voz de Nayaga.

—No puedo dormir —respondió.

—Perdóname por decirlo, pero tal vez deberías cubrirte el rostro y la cabeza cuando salgas de tu tienda. La noche te cubre ahora, pero tendrías que cubrirte tú misma durante el día.

Las sombras ocultaban el rostro de Nayaga; ella recordó su mirada cálida.

—¿Acaso te desagrada tanto mi rostro?

—Juré mantenerte a salvo. No quiero que ninguno de mis hombres se sienta tentado de comportarse deshonrosamente contigo. Un hombre puede olvidarse fácilmente de todo ante un rostro tan bello como el tuyo.

Other books

The Nine Tailors by Dorothy L. Sayers
A Turn of Light by Czerneda, Julie E.
The Noh Plays of Japan by Arthur Waley
Road of the Dead by Kevin Brooks
Charmed by Trent, Emily Jane
Against the Giants by Ru Emerson - (ebook by Flandrel, Undead)
Traveller by Richard Adams
Claimed by Her Demon by Lili Detlev
Birds of America by Lorrie Moore