Gente Independiente (2 page)

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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

De las muchas historias que se han narrado acerca de esta solitaria casa en su valle de páramos, la más notable es indudablemente una que data de mucho antes de la época del gobernador Jón, y puede que no esté fuera de lugar recordarla para satisfacción de las personas que no han viajado por los terrenos llanos situados junto al río, donde los siglos yacen lado a lado en senderos igualmente invadidos por la maleza, recorridos por los caballos de tiempos pasados; o para la de los que puedan desear hacer una visita al antiguo solar de la colina enclavada en los marjales mientras recorren el valle.

No puede haber sido más tarde que a fines del ministerio del Obispo Gudbrandur cuando cierta pareja arrendó Albogastaðir del Páramo. El nombre del esposo no ha quedado registrado, pero la esposa se llamaba Gunnvór o Guóvór y era una mujer de natural sumamente violento, con la reputación de ser versada en las ciencias ocultas y de poseer la capacidad de cambiar de forma. Su esposo, que parece haber sido el más cobarde de los seres, gozaba de muy poca libertad, ya que estaba por completo bajo el dominio de ella.

Por de pronto no prosperaron mucho con su labor agrícola, y pocas, por cierto, eran las personas que tenían para que les ayudaran. La leyenda dice que la mujer, debido a la pobreza en que vivían y a la abundante progenie, obligó a su marido a llevar a sus hijos recién nacidos al desierto y a dejarles allí para que muriesen. El hombre puso a algunos bajo rocas planas, en la montaña; sus gemidos pueden escucharse todavía en primavera, cuando la nieve empieza a fundirse. A otros les ató piedras y los arrojó al lago, en donde sus lloros pueden oírse a la luz de la luna de mitad del invierno, especialmente durante una helada o una tormenta.

Pero a medida que Gunnvor envejecía -dice la leyenda- comenzó a sentir sed de sangre humana. Y a tener hambre de tuétano humano. Y hasta se dice que tomó la sangre de sus hijos sobrevivientes y la bebió con su boca. Construyó una tarima para encantamientos, detrás de la casa, donde, en medio del fuego y el humo, solía cantar al demonio Kólumkilh en las noches de otoño. Se afirma que su esposo trató de huir y de divulgar sus fechorías en la comarca, pero ella le persiguió y, alcanzándole en el altozano de Rauósmyri, le mató a pedradas y mutiló su cadáver. Se llevó sus huesos a la casa, a la tarima, pero dejó la carne y las entrañas para los cuervos e hizo correr en la región la voz de que él había muerto mientras recorría las montañas en busca de ovejas que se habían perdido.

Desde ese día en adelante la señora Gunnvór comenzó a prosperar y todos quedaron convencidos de que ello se debía a su maligno convenio con Kólumkilli; y pronto fue propietaria de gran cantidad de hermosos caballos.

En esos días se viajaba mucho por la región, tanto en verano, en que los hombres iban a pescar a los pies del Jókull, como en primavera, cuando los hombres acudían a Jókull desde lejos para comprar pescado seco. Pero, a medida que discurría el tiempo, se murmuraba en la región que, cuantos más caballos compraba Gunnvór, menos hospitalaria se tornaba hacia esos viajeros y, aunque era una mujer que concurría regularmente a la iglesia, como se acostumbraba en esa época, dicen los Anales que después del domingo de Pentecostés no podía ver el sol en un cielo despejado después de los servicios religiosos de la iglesia de Rauósmyri.

Entonces comenzaron a correr por todas partes rumores relacionados con el fin del esposo de Gunnvór y con la forma en que ésta asesinaba a los hombres, a algunos por sus pertenencias y a otros por su sangre y su tuétano, y cómo perseguía a otros, a caballo, por las montañas. Bien; en el valle, al sur pero no a gran distancia de la casa, hay un lago llamado Igulvatn, nombre que ha conservado hasta la fecha. La mujer mataba a sus huéspedes en mitad de la noche, y ésta es la forma en que morían: les atacaba con una daga cuando dormían, les mordía la garganta y se bebía su sangre. Luego, después de desmembrar los cadáveres, usaba sus huesos como juguetes para ella y Kólumkilli. A algunos les perseguía hasta los páramos y les acometía con la espada, haciendo centellear la hoja mientras los ultimaba. En cuanto a fuerzas era la igual de cualquier hombre y, además, contaba con la ayuda del Malo. Todavía pueden verse coágulos de sangre en la nieve de las montañas, especialmente antes de la Pascua de Navidad. La mujer llevaba los restos al valle y los arrojaba al lago, después de atarles piedras. Luego les robaba sus bienes, sus ropas, caballos y dinero, si lo tenían. Sus hijos eran todos idiotas y ladraban desde el tejado de la casa como perros, o bien se acuclillaban en el empedrado y mordían a los hombres, porque el Espíritu les había despojado del buen sentido y del habla humana. Hasta hoy en día se canta esta canción de cuna en las regiones situadas a ambos lados de los altos páramos:

Huésped de Gunnvór nadie fue

con ropas hermosas;

lo lleva hasta el ígulvatn,

tralalalá.

La sangre enrojece la hoja,

duerme, criatura, ya.

Huésped de Gunnvor nadie fue

con caballo de raza;

cómo brilla la espada,

tralalalá.

La sangre enrojece la hoja,

duerme, criatura, ya.

Huésped de Gunnvor nadie fue

con sangre humana;

nadie con tuétano en los huesos,

tralalalá.

La sangre enrojece la hoja,

duerme, criatura, ya.

Huésped de Gunnvor nadie fue

que temiera a Dios,

me rompió las costillas, la pierna, la cadera, los huesos de las manos,

ay lalalá.

La sangre enrojece la hoja,

duerme, criatura, ya.

Si en Kólumkilli confías,

así te llamará:

tuétano y sangre, tuétano y sangre,

y trololó.

La sangre enrojece la hoja,

duerme, criatura, ya.

Pero al fin sucedió que las odiosas fechorías de Gunnvór fueron conocidas. Había sido la perdición de muchos -hombres, mujeres y niños por igual- y había cantado por las noches al espíritu de Kólumkilli. Fue condenada en la asamblea de la comarca y le quebraron los huesos ante el portal de ejecuciones de la iglesia de Rauósmyri, el domingo de Trinidad. Luego fue desmembrada y finalmente se la decapitó; y supo morir bien, pero maldijo a los hombres con extrañas maldiciones. Su tronco, cabeza y miembros fueron colocados en un talego de piel que se transportó a las montañas, al oeste de Albogastaðir, y se sepultó bajo un montículo de piedras, en lo más alto. El montículo puede verse aún en la actualidad, cubierto ya de hierba y llamado más tarde Túmulo de Gunna. La gente dice que no sufrirá desdichas el viajero que arroje una piedra más al montículo, en la primera ocasión en que cruce la montaña, pero algunos arrojan una piedra cada vez que pasan por allí, esperando, de ese modo, conseguir inmunidad.

Por molesta que la mujer Gunnvór pueda haber parecido en vida, superó con mucho su anterior conducta perversa después de su entierro. Consideró que descansaba mal en su túmulo y volvió caminando a su granja. Al mismo tiempo despertó a todos los hombres que había matado y la gente de Albogastaðir gozó de poca tranquilidad en cuanto las noches comenzaron a tornarse oscuras. La mujer continuó con sus antiguas prácticas, atormentando a los vivos y a los muertos por igual, tanto que siempre podían oírse en la granja, por la noche, fuertes gritos y aullidos, como si manadas de almas torturadas se lamentaran en el tejado y ante la ventana por sus grandes sufrimientos y poco descanso. A veces parecía como si un potentísimo hedor de azufre brotara de la tierra, llenando la casa con sus bocanadas, a tal punto que los hombres se ahogaban y los perros corrían de un lado a otro como locos. A veces Gunnvór corría por el tejado hasta que se estremecía cada una de las vigas, y al fin se creyó que ninguna casa estaba a salvo de sus malignos golpes y sus desvergonzadas cabalgatas nocturnas. Se trepaba a las espaldas de los hombres y sobre los lomos del ganado y aplastaba a las vacas. Enloquecía a hombres, mujeres y niños y atemorizaba a los ancianos, y no retrocedía ni ante la señal de la cruz ni ante los encantamientos mágicos. El relato dice que finalmente fue traído el sacerdote de Rauósmyri para que la venciese, y que entonces ella, ante los admirabilísimos conocimientos del cura, huyó a la montaña, hendiéndola en el lugar en que ahora puede verse una grieta. Algunos afirman que fijó su morada en la montaña, en cuyo caso no es improbable que lo hiciese en forma de enana. Otros creen que habita mucho tiempo en el lago, asumiendo la forma de una serpiente o un monstruo acuático; y, en verdad, corre por boca de todos los hombres que hace ya muchas generaciones que un monstruo reside en el lago y se ha aparecido a muchísimos testigos, quienes lo atestiguaron bajo juramento, incluso aquellos que carecen de dotes de visionario. Algunos dicen que ese monstruo ha destruido tres veces la casa de Albogastaðir, otros que siete veces, de modo que ya ningún agricultor tuvo tranquilidad alguna allí; y la granja fue asolada porque continuamente la visitaban espectros de distintos aspectos. Y así, en tiempos del gobernador Jón Reykdalín, fue agregada a las tierras de Rauásmyri, primeramente como aprisco para las ovejas en el invierno, de donde su nombre posterior de Casa Invernal, pero luego como corral para corderos.

2. La propiedad

En un pequeño otero de los marjales se yerguen las ruinas de una vieja casa de pegujalero.

Este otero es, quizá, sólo en cierto sentido la obra de la naturaleza; quizás es, mucho más, la obra de campesinos muertos hace tiempo, que construyeron sus hogares allí, en la herbosa orilla del arroyo, generación tras generación, unos sobre las ruinas de los otros. Pero hace ya más de cien años que es un redil para corderos; aquí las ovejas y sus corderos han balado durante más de cien primaveras. Desde el redil y su loma, principalmente hacia el sur, se extienden amplias extensiones de aguazales, salpicados aquí y allá de islotes de brezos, y un riachuelo baja de la montaña de Rauósmyri hacia el marjal; otro, desde el lago del este, atraviesa los valles de los pantanos orientales. Al norte de la loma se yergue una empinada montaña, con las laderas inferiores cubiertas de cicatrices de deslizamientos de tierra y con las lenguas entre una y otra herida cubiertas de brezos. Los despeñaderos se elevan desde los desprendimientos en escarpados encastillamientos y en un lugar, sobre el aprisco, la montaña es hendida por un barranco en el basalto; desde el barranco cae en primavera una cascada, larga y delgada. A veces sopla el viento del sur, de tal modo que la cascada cae hacia el otro lado. Al pie de la montaña hay peñascos, esparcidos aquí y allá. Este aprisco, donde otrora estuvo la casa de Albogastaðir del Páramo, es conocido desde hace generaciones con el nombre de Casa Invernal.

Un pequeño arroyuelo corre ante el redil, describe un semicírculo en torno al prado que está frente a la casa, claro y frío, y sus aguas nunca se agotan. En verano los rayos del sol jugueteaban en su alegre corriente y las ovejas, acostadas junto a la orilla, mastican y estiran una pata en el césped. En esos días el cielo está azul. El sol reluce, luminoso, en el lago y sobre sus cisnes y en la tersa corriente del río truchero que atraviesan los pantanos. Brezales y aguazales zumban en gozosa canción.

Las montañas y los altos páramos cercan el valle por todos los costados. Al oeste hay una cordillera angosta, y la primera granja que hay detrás se llama Útirauðsmyri, Rauósmyri o, simplemente, Myri, sede del alcalde pedáneo, jefe de la parroquia. Este valle en el páramo ha formado parte, hasta ahora, de sus posesiones. Extensas tierras, intensamente cultivadas, se abren más allá de Myri. El espeso brezal del este, por el cual pasa la carretera que comunica con la ciudad del mercado, en el fiordo, es una travesía para la cual se considera que son necesarias cinco horas de marcha con caballos de carga. Al sur los bajos páramos ondulados se yerguen gradualmente en altura hasta que las Montañas Azules cierran el horizonte, fundiéndose en el cielo, aparentemente en piadosa meditación, y muy pocas veces desprovistas de nieve antes del día de San Juan Bautista. ¿Y qué hay más allá de las Montañas Azules? Sólo los desiertos de la tierra.

Y las brisas primaverales soplan en el valle.

Y cuando las brisas primaverales soplan en el valle, cuando el sol del estío brilla sobre las hierbas marchitas del año pasado, que cubren las orillas del río, y sobre los dos cisnes blancos del lago y hace surgir con sus halagos la hierba nueva del suelo esponjoso de los pantanos… ¿quién podría creer que en días así ese valle pacífico, herboso, estuviera meditando en la historia de nuestro pasado y en sus espectros? La gente cabalga junto al río, a lo largo de orillas junto a las cuales, lado a lado, hay muchos senderos abiertos uno a uno, siglo tras siglo, por los caballos de otrora… y las frescas brisas soplan por el valle, a la luz del sol. En días como ésos el sol es más fuerte que el pasado.

Una nueva generación olvida los espectros que pueden haber atormentado a las antiguas.

¿Cuántas veces fue destruida por los espectros la casa de Albogastaðir del Páramo? ¿Y cuántas veces fue reconstruida, a pesar de los espectros? Siglo tras siglo, el trabajador solitario abandona los caseríos para probar fortuna en esta loma, entre el lago y la grieta de la montaña, decidido a desafiar a los poderes malignos que tienen esclavizada su tierra y ansían su sangre y la médula de sus huesos. El pegujalero eleva su canto generación tras generación, despreciando a las potencias que reclaman sus miembros y tratan de regir su destino hasta el día de su muerte. La historia de los siglos de este valle es la historia de un hombre independiente que lucha con las manos desnudas contra un espectro que cambia constantemente de nombre. En ocasiones el espectro es un espíritu semidivino que ha lanzado una maldición sobre su tierra. Otras veces le rompe los huesos bajo la apariencia de una norna. En ocasiones le destruye el pegujal, bajo la forma de un monstruo. Y sin embargo, siempre, por toda la eternidad, es el mismo espectro que ataca al mismo hombre, siglo tras siglo.

—No —dijo este hombre desafiante.

Era el que se dirigía a Albogastaðir del Páramo un siglo y medio después que el pegujal fuera destruido por última vez. Cuando pasó ante el túmulo de Gunnvór, en la montaña, escupió y gruñó vengativamente:

—Maldita sea la piedra que logres conseguir de mí, perra vieja —y se negó a darle una piedra.

Sus movimientos eran una respuesta a la brisa, su porte estaba en perfecta armonía con la tierra irregular que pisaba. Una perra amarilla le seguía, una perra de campesino, de hocico delgado, llena de piojos, porque a menudo se arrojaba al suelo y se mordía apasionadamente, rodando una y otra vez sobre las hierbas con ese gañido extraño y peculiar de los perros piojosos. Estaba necesitada de vitaminas, porque de tanto en tanto se detenía a comer hierba. Era igualmente evidente que tenía gusanos. Y el hombre volvía el rostro al fresco primaveral. El sol brillaba sobre las ondulantes crines de los caballos de antaño y en el viento había tamborileos de cascos antiguos; eran los caballos del pasado galopando por los caminos de herradura junto al río, siglo tras siglo, generación tras generación. Y los senderos todavía eran transitados… Y ahora él, el novísimo terrateniente, un colono islandés de decimotercera generación, la hollaba, impávido como siempre, con su perra. Deteniéndose en el camino de los siglos, recorrió con la mirada el valle bañado en el sol de la primavera.

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