Un poco más allá, en la montaña, en un punto desde el cual era posible ver hasta Útirauðsmyri, el hombre abandonó el camino alto y empezó a dirigirse hacia el norte por viejas veredas no holladas desde antiguo, en dirección a Sandgilsheiói. Los cajones de turba crujían continuamente. Los niños estaban dormidos en el suyo, en un flanco del caballo, pero la anciana, sentada en el de ella, se aferraba al arzón de la silla, con las marchitas manos azulencas. Iba camino de su casa, abandonando el albergue de la noche.
La marcha se hacía más y más difícil a medida que avanzaban hacia el norte por los páramos. Desprendimientos de tierra, cañadas, pantanos, peñascos, toda clase de obstáculos. Finalmente, corrientes de agua de las parameras, elevándose, trepando. Dos o tres kilómetros de ese terreno y Asta Sóllilja se encontró al cabo de sus fuerzas. Se dejó caer por un talud herboso, tosiendo violentamente. Apareció un poco de sangre. Cuando al fin terminó el acceso, se echó al suelo con un gemido y se quedó allí, como desmayada. Bjartur bajó los cajones y dejó que el caballo pastara. Ayudó a los niños y a la anciana a salir de los cajones. La pequeña Bjórt estaba a unos metros de distancia, con un dedo en la boca, observando a su madre. Pero la anciana se sentó junto a su nieta, con el pequeño dormido en su regazo, como dice el viejo poema:
La sangre enrojece la hoja, duerme, criatura, ya.
Todo lo que decía el poema había resultado cierto; había sangre en la hierba. Esperaron un poco, para que Asta Sóllilja recobrara las fuerzas. Bjartur se encontraba un poco más lejos, sin saber qué hacer. La pequeña preguntó a su madre si le dolía mucho, pero no le dolía mucho; estaba simplemente agotada y no creía que pudiese volver a caminar todavía.
Se quedó acostada en la hierba, con los ojos cerrados y un poco de sangre en la comisura de los labios. La anciana se inclinó sobre ella y la miró atentamente durante unos momentos, con la cabeza caída a un costado.
—Sí —masculló—, no me sorprende. Aún viviré para besar otro cadáver.
Finalmente Bjartur abandonó toda esperanza de que la joven pudiese seguir caminando. Volviendo a sentar a los niños y a la anciana en las cajas, puso éstas nuevamente en los soportes de la silla. Luego alzó a Asta Sóllilja en sus brazos, le mandó que se agarrase fuerte a su cuello y continuó conduciendo al caballo. Cuando estaban bien arriba, en la montaña, ella susurró:
—Por fin estoy otra vez contigo.
Y él replicó:
—Agárrate fuerte de mi cuello, mi flor.
—Sí —musitó ella—. Siempre… mientras viva. Tu única flor. La flor de tu vida. Y no moriré aún. No, no, todavía viviré mucho tiempo.
Y entonces siguieron su camino.
Reykjahlíó - Laugarvatn, principios del verano de 1935
HALLDÓR LAXNESS, De nombre Halldór Goujónsson, con tres años marchó a vivir a una granja en Laxnes, donde estudió sin concluir sus estudios secundarios. Con diecisiete años, publicó su primera novela, viajó por Europa y Estados Unidos, en donde trabajó en Hollywood, en la industria del cine. A su vuelta, se convirtió al catolicismo e ingresó en la abadía de Sain Maurice de Clervaux, en Luxemburgo, en donde estudió latín, francés, teología y filosofía, y adoptó su nuevo nombre. Trató de consolidar su fe en viajes a Londres, Lourdes y Roma, pero más tarde abandonaría el catolicismo. Volvió a Estados Unidos, simpatizando con el socialismo, y convirtiéndose en comunista. Tras su vuelta a Islandia, trabajó como escritor con una subvención estatal. Viajó a la URSS, y a la vista de la vida allí, renegó del comunismo. Volvió a Islandia, en donde transcurrió el resto de su vida. En el año 1955, obtuvo el Premio Nobel de Literatura