Pétursson, El Zar de Rusia, perros de porcelana. En una palabra, durante todos esos años no existió en Casa Estival un solo objeto que hubiese podido servir para uso o adorno en una verdadera casa. Tales son los múltiples problemas que surgen ante un hombre y le confrontan cuando, habiendo llegado a los pináculos de la civilización, comienza a vivir en una casa. No son sólo puertas lo que se necesita. En consecuencia Bjartur resolvió pasar otro invierno más en la casa vieja, especialmente teniendo en cuenta que el tiempo frío llegaría temprano. Hizo que se clausuraran los vanos de las puertas. Y así quedó, por un tiempo, la enorme casa, irguiéndose desde el talud, frente al pegujal, como cualquier otro anuncio de esos años de prosperidad de que el hombre ha gozado con su agricultura, una fachada singular.
Y ahora hablaremos de las amas de llaves. Es dificilísimo tener amas de llaves. Las amas de llaves se diferencian de las mujeres casadas en que insisten en hacer lo que les plazca, en tanto que a las mujeres casadas se les ordena que hagan lo que se les dice. Las amas de llaves exigen continuamente cosas, en tanto que las casadas pueden considerarse dichosas si no se les da nada. Las amas de llaves siempre necesitan todo para todo, y lo creen sumamente natural. Muchas cosas las consideran por debajo de su dignidad, pero ¿quién se molesta en escuchar a una mujer casada cuando se pone a gruñir? Nadie sino ella debería hacerse cargo de las consecuencias. Y no hay para qué mencionar los accesos de enojo que tienen las amas de llaves, o el hecho de que lo vuelven a uno loco de tanto discutir, cuando las cosas no están exactamente como a ellas les agrada. Y en verdad que es difícil tener que casarse con una mujer solamente para poder ordenarle que cierre el pico.
—Prefiero casarme con tres mujeres al mismo tiempo que tener una sola ama de casa —solía decir Bjartur, pero era lo suficientemente contradictorio en sus acciones como para continuar contratando a las molestas arpías y seguir sufriendo una vida de continuas disputas, de un fin de año a otro.
Durante los tres primeros años tuvo tres amas de llaves, cada una de las cuales se quedó un año con él. Una era joven, una de mediana edad, una anciana. La joven era terrible, la de mediana edad peor aún, la vieja mucho más espantosa. Finalmente buscó a una sin edad, que demostró ser la menos censurable de todas. Se llamaba Brynhildur, que generalmente se abreviaba en forma de Brynja. Hacía ya dos años que aguantaba en la casa, a pesar de todo. Una de las buenas cualidades que servían para distinguirla de todas las demás era que sentía interés por la casa y tenía buenas intenciones. Pero no era ése el único detalle en su favor. No tenía aficiones, como la joven, a reservar lo mejor de todo para el gañán asalariado y a tenerle despierto por la noche con mimos y caricias de modo que el hombre fuese un inútil por la mañana. No se provocaba a sí misma un frenesí de ira contra Dios y los hombres para rodar después por el suelo en un acceso de histeria, como la de edad mediana. Y no se dedicaba a humillar a Bjartur comparando las goteras de la Casa Estival y las desdichas de su vida actual con la techumbre de calidad superior y la libertad de reumatismo de una juventud pasada dichosamente al servicio de sacerdotes, como lo hacía la anciana. No, cumplía con sus tareas silenciosa y eficazmente y era sincera en todos sus tratos con su amo. Pero, a pesar de todo, no estaba libre de los defectos menores de su sexo. Sentía que jamás se la apreciaba en todo lo que valía, que sus esfuerzos no eran reconocidos, que sus virtudes se hundían en la oscuridad. Todos la entendían mal -creía-, incluso la sospechaban culpable de varios crímenes, porque siempre parecían estar acusándola de una u otra cosa, aunque generalmente se trataba de robo. Ante acusaciones tan manifiestamente injustas, mantenía una perpetua vigilancia, dispuesta a enfrentarlas y rechazarlas con una defensa pujante y vigorosa.
—Pareces olvidar que le dimos los posos a la ternera —decía si Bjartur sugería que lo quedara del café de la mañana podía ser calentado para apagar su sed—. Al parecer yo voy por la casa robando todo lo que veo —se quejaba, si Bjartur preguntaba cortésmente por los dos o tres bocados de pescado que habían quedado de la comida—. Quizá pensarás que me he quedado en la cama, regodeándome como la hija de un alcalde —replicaba si Bjartur insinuaba alguna vez que había aparecido con cierto retraso en el prado, después del ordeñe de la mañana. Nunca se había casado. Se creía que en su juventud tuvo amistad con un hombre, pero aparentemente descubrió que él estaba ya casado y desde entonces no había logrado reponerse del golpe. Como había trabajado durante toda su vida por un salario, había ahorrado y lo había puesto todo en el banco, se consideraba generalmente que se encontraba en buena situación económica. También era dueña de un caballo, una vieja yegua alazana que nunca había sido domada pero por la que sentía un gran cariño. Empero, lo más notable de todo era el hecho de que fuese poseedora de un tesoro que la elevaba muy por encima de la gente trabajadora de la región. ¿Qué tesoro era ése? Era una cama, una cama independizada del armazón de la casa, una cama que podía ser desarmada y armada nuevamente a voluntad; una cama, en una palabra, que era nada menos que un bien mueble. Tenía su propio colchón, que siempre sacaba a airear el primer día del verano, y tenía una colcha y un edredón de plumón de la más fina calidad, y dos juegos de sábanas de hilo y una hermosa almohada con la frase «Buenas noches» bordada en ella. En verdad era una buena mujer, digna de confianza, de cuerpo extraordinariamente bien moldeado, pareja para cualquier hombre. Aunque era tan limpia como un gato e iba siempre correctamente vestida, no era una haragana remilgada que palideciese ante el pensamiento de tener que acarrear estiércol de día o de noche, con esas manos que tenía, tan grandes como jamones y todavía no completamente limpias de las marcas dejadas por antiguos sabañones, vestida con una chaqueta ajustada y sin corsé, de modo que parecía tan ancha de cintura como un recio caballo de tiro, y en sus mejillas curtidas por el tiempo había un agradable y juvenil tono rosado, y apenas un toque de azul cuando tenía frío, y tenía ojos de persona realista y una boca dibujada en líneas toscas, duras, libres de cualquier asomo del moderno espíritu de morosidad de pensamiento o sentimiento. Hablaba habitualmente con voz tensa y tono frío, casi como una persona injustamente acusada que compareciese ante un juez, siempre un tanto ofendida, un tanto herida en lo más hondo de su corazón.
Y bien: Bjartur estaba tan seguro de mudarse ese otoño a la casa nueva que durante todo el verano no hizo nada por reparar la antigua. Y cuando, a fines de octubre, las escarchas cedieron el lugar de pronto a vientos helados y fuertes lluvias, se hizo de repente incómodamente evidente que el techo se encontraba en estado de agudo desvencijamiento. Bjartur aguantó las goteras todo el tiempo que pudo, pero la abuela, que era una criatura conservadora, se negó a moverse y, después de hacer que la taparan con un saco, se quedó en la cama hasta que hiciese buen tiempo. Bien, una noche Bjartur se encontraba sentado abajo, esperando que el ama de llaves le trajese sus gachas y de súbito ella se las puso delante de él y el hombre comenzó a comer. Ella se quedó durante unos momentos observándole con el rabillo del ojo, y cuando casi había terminado de comer, abrió la boca y le habló. Tenía la costumbre de volverle la espalda cuando le hablaba, y ahora parecía casi como si estuviese quejándose a la pared.
—Es preciso que te diga que no veo sentido alguno en construir una casa tan grande y hermosa, si tienes la intención de quedarte en este viejo agujero lleno de goteras, igual que antes. La gente habría hablado mucho de mala administración, si yo hubiera sido la responsable de esta situación.
—Oh, no creo que nos pase nada malo, por tener que aguantar alguna que otra gotera durante un invierno más. Las goteras son bastante saludables, porque es agua que cae del cielo. Y, de todos modos, no es culpa mía que las puertas no estuviesen listas.
—Yo habría estado dispuesta a pagar una puerta para mi cuarto, si se me hubiese avisado a tiempo.
—Sí, pero ocurre que tengo la intención de que las puertas de mi casa sean colocadas con mi dinero —replicó Bjartur—. Y se necesitan otras cosas aparte de las puertas, y yo no estaba dispuesto a ir y comprar todos los muebles necesarios para una casa tan grande, cuando ya se nos venía encima el invierno.
—Pareces habértelas arreglado perfectamente hasta ahora sin muebles —declaró el ama de llaves—. Pero, de haber sido absolutamente necesario, yo podía haber comprado un par de sillas con mi propio dinero. Y te habría prestado mi cama, o al menos la habría compartido con otros, si hubiese sido posible llegar a algún acuerdo con algún ser viviente de esta casa.
—Hmm —dijo Bjartur, y la miró. Nadie podía negar que era una magnífica mujer. Y por cierto que era buena en el trabajo, e inteligente. Y se encontraba libre de toda clase de vanidades o extravagancias. Posiblemente lo mejor que podía hacer era casarse con esa perra para poder tener completo derecho a decirle que se callara, o por lo menos para acostarse con ella, como ella misma estaba sugiriendo en una forma tan envarada. Sintió que no podía enojarse con ese coloso a quien los años no lograban doblegar; que no podía contestarle en forma ruda o altanera, como se merecía, y tuvo que confesarse que era poco económico, una excentricidad de su parte, pagarle un salario en lugar de acostarse junto a ella en esa maravillosa cama de su propiedad, una de las mejores camas de la parroquia, una cama como nunca tuvo oportunidad de usar. Y además, ¿no tenía ella dinero en la caja de ahorros?
—Oh, no fue por falta de dinero por lo que no me mudé a la casa este otoño, Brynja, muchacha —continuó él—. Podría haber comprado muchas puertas, muchas camas, muchas sillas, si hubiese querido. Y quizás una imagen de Dios, y también una del Zar, si me daba la gana.
—No tengo por qué preguntar por qué no lo hiciste —replicó ella, todavía quejándose a la pared—. La poesía se escribe para los que no tienen ni la sensatez, ni el carácter necesarios para comprenderla, pero a otras personas nunca se les dirige una palabra de amistad. Lo único que las otras personas reciben son goteras.
—Las goteras que vienen de afuera no hacen daño a nadie —declaró él una vez más—. Las goteras que se encuentran adentro son las peores.
Cuando uno no está casado, es preciso que le ordene a la gente callarse en forma indirecta.
¿Hay que extrañarse, acaso, de que muchas personas creyesen que Bjartur podría haber estado en mejor situación sin la casa que construyó? Y entonces, ¿qué podía decirse del rey del rodeo y su casa? ¿Le fue mejor a él, si se me permite la pregunta? No, la verdad era que la casa de Bjartur, aunque exenta de moblaje y deshabitada hasta entonces, era una verdadera fuente de dicha en comparación con la casa que el rey del rodeo construyó y amuebló con tantos gastos. Porque, en tanto que la casa de Bjartur continuaba en pie gracias al préstamo que consiguiera en la caja de ahorros, en tanto que sus ovejas siguieran pagando el interés estipulado, los soportes que sostenían la casa del rey del rodeo se derrumbaron completamente, sepultando al dueño en la ruina repentina. Era una bella casa, la del rey del rodeo. Tan bella, en verdad, y tan bien amueblada, que podía ser designada, junto con la propia mansión de Rauósmyri, como una morada en la que los seres humanos no debían avergonzarse de vivir. Pero el lamentable resultado fue que, no bien hubo el rey del rodeo puesto la mansión en tan deseables condiciones, se le expulsó y se vio obligado a huir. Las personas no pueden permitirse el lujo de vivir como seres humanos civilizados, como tan a menudo ha quedado ya demostrado, y como se volverá a demostrar. Ni siquiera pueden dárselo los agricultores de la clase media, ni aun en años de prosperidad. La única forma sensata de vivir para las personas corrientes, la única provechosa, es habitar una pequeña choza, en el mismo nivel de civilización que los negros de África central, y dejar que el vendedor les conserve en el cuerpo una chispa de vida, como hace ya un milenio que la nación islandesa viene haciéndolo. Si apuntan más alto, las personas se proponen en realidad algo más difícil de lo que pueden conseguir. Es verdad, en épocas antiguas era sumamente corriente que la gente le debiese dinero al comprador y que éste le negase créditos cuando la deuda se hacía demasiado grande. Del mismo modo, no era nada extraordinario que las personas a las que así se negaba el sustento muriesen de hambre, pero lo cierto es que ese destino resultaba infinitamente preferible a ser atrapado por los bancos, como le sucede hoy en día a la gente, porque al menos los de antes vivieron como hombres independientes, al menos murieron de hambre como hombres libres. El error reside en suponer que la mano de ayuda tendida por los bancos es tan digna de confianza como seductora, cuando en rigor de verdad sólo pueden tenerles confianza esos pocos hombres excepcionalmente grandes que pueden permitirse el lujo de deberles un millón, o incluso cinco. De modo que, al mismo tiempo que Bjartur vendía su mejor vaca para conseguir dinero para salarios y amortizaba mil coronas del préstamo y seiscientas de intereses haciendo incursiones en su ganado ovino, el rey del rodeo vendía su granja a un especulador, por la suma de las hipotecas que pesaban sobre ella, y huía y vivía ahora en una choza del pueblo, sí, y se consideraba dichoso de haber podido escapar. El Banco Nacional estaba en manos de Ingólfur Arnarson y se había convertido en un banco estatal, sobre la base de un gigantesco préstamo gubernamental de Inglaterra. La concesión de nuevos préstamos y la rebaja de los intereses estaba ahora, naturalmente, fuera de cuestión, salvo que se tratase de millones, y los productos de los agricultores habían caído lamentablemente en su cotización.
Sí, todo se desfondaba, el otoño que la casa de Bjartur tenía un año de edad. Las bendiciones de la guerra no estaban ya en vigencia por lo que se refería al comercio y a los precios, porque los extranjeros volvían a criar ovejas por su cuenta en lugar de matar hombres, ¡qué lástima! Los carneros islandeses eran una vez más uno de los artículos superfluos del mundo. Nadie pedía lana en esos días; las ovejas de los extranjeros empezaban a dar lana otra vez. Bjartur tuvo que aguantar a pie firme mientras un centenar de esas malhadadas ovejas islandesas se esfumaban para pagar los intereses y la amortización parcial del préstamo. Pero aceptó la pérdida con la misma inconmovible certeza que mostró anteriormente ante el hambre, los espectros y los compradores, sin quejarse a nadie. Los muros de su cárcel de deudas se tornaban indudablemente más gruesos cuanto más bajos se cotizaban sus productos. Pero él estaba dispuesto a seguir golpeándose la cabeza contra esos muros mientras le quedase una gota de sangre o una partícula de cerebro. Ésa era una nueva fase en la eterna lucha del pegujalero por la independencia, esa lucha contra las condiciones económicas normales que, necesariamente, deben retornar cuando ha desaparecido la anormal prosperidad de la guerra, cuando el optimismo artificial que traicionó al campesino, habitante de chozas, llevándole a una imbecilidad tan mayúscula como querer vivir en una casa, se evapora sin dejar rastros. Recobró la sensatez, ahora que habían terminado los años de prosperidad, para encontrarse hundido en el pantano que, con infinitos cuidados, había conseguido esquivar en los años difíciles. El hombre libre de los años de hambre se había convertido en el esclavo de los intereses de los años de auge. Parecía, en fin de cuentas, que, con su libertad de las deudas, sus hijos muertos, su suciedad, su hambre, los años flacos habían sido más dignos de confianza que los años prósperos con todos sus coquetos establecimientos de préstamos, y su casa nueva.