Cuando llegaron a los marjales que se extendían frente a la Casa Estival, vieron por fin, a lo lejos, a la joven y al caballo blanco, dibujados en el horizonte, antes de que desaparecieran por detrás de la cima de la colina del este. Él consiguió que su cabalgadura trepara por el sendero que conducía al pegujal. Después de desatar la cuerda, dejó en libertad al caballo en el campo familiar; el animal tenía lastimadas las comisuras de la boca. Se dejó caer al suelo, rodó por el pasto, frente a la casa, se puso de pie y se sacudió, estremeciéndose un poco en los ijares y en los hombros, cubierto de sudor. El sol brillaba, las sombras producidas por la casa eran tan largas como las de un magnífico palacio. Ninguna parte del día o de la noche tiene tanta belleza como cuando sale el sol, porque hay sobre todas las cosas tranquilidad, hermosura y esplendor. Y ahora había sobre todas las cosas esa tranquilidad, esa hermosura y ese esplendor. El canto de las aves era dulce y feliz. El espejo del lago y las tersas aguas del río chisporroteaban y resplandecían con una radiación argentada, subyugante. Las Montañas Azules yacían arrobadas, contemplando su ciclo, como si no tuviesen nada en común con este mundo. Y en la insustancialidad de su serena belleza y de su apacible dignidad, también el valle parecía ajeno al mundo. Hay momentos en que el mundo parece no tener nada en común con el mundo, momentos en que uno no pueden entenderse a sí mismo, como si fuese inmortal. Nadie despierto, nada despierto en el pegujal, y sin embargo el joven no había conocido nunca un día semejante. Se sentó en la hierba, de espaldas al huerto, y comenzó a pensar. Comenzó a pensar en América, la tierra gloriosa del otro lado del océano, la América en la que podría haber sido cualquier cosa que quisiese. ¿Es que lo he perdido todo para siempre? Oh, bueno, importaba poco. El amor es mejor; el amor es más glorioso que América. El amor es la única América verdadera. ¿Sería cierto que ella le amaba? Sí, no había nada que fuese la mitad de cierto. Nada hay que sea la mitad de diferente a sí mismo que el mundo; el mundo es increíble. Es cierto, ella se había alejado en su caballo, abandonándole. Pero montaba uno de los famosos caballos de pura sangre de Rauósmyri, y posiblemente el caballo quería volver a su establo. La joven no miró nunca hacia atrás, no aminoró la velocidad. Pero, a despecho de esa aparente indiferencia, él estaba seguro, esa incomparable mañana, que en alguna fecha futura, posiblemente cuando se hubiese convertido en el amo de la Casa Estival, la llevaría a su casa como su esposa. Puesto que había comenzado de tal manera, ¿cómo podía terminar de otro modo? Lo que había hallado era la dicha, aunque ella le abandonó… y una y otra vez la disculpó con el pretexto de que no pudo contener al caballo. Se encontraba decidido a gastar su dinero americano en un buen caballo, en un pura sangre de primera clase, para que en el futuro pudiese cabalgar junto a su amada. Y así estaba, tendido en el pasto de su granja natal, mirando el cielo, el azul, comparando el amor que había ganado con la América que había perdido. Si el amor era mejor… y así una y otra vez. Seguía viendo a la joven con los ojos de la mente, cabalgando sobre el ondulado brezal, volando a través de la lúcida noche como una visión aérea, con los dorados rizos flotando al viento, su abrigo aleteando contra las grupas del caballo. Y se vio a sí mismo siguiéndola, de cumbre en cumbre… hasta que ella se perdió en el azul. Y él también se perdió en el azul. Dormía.
¿En qué residía el secreto del éxito de Ingólfur Arnarson? ¿A qué dotes, a qué méritos debía la velocidad del ascenso que le llevó tan rápidamente de la oscuridad a la fama, del anonimato a la eminencia social? A despecho de su juventud era ya uno de los hombres más importantes e influyentes del país, una figura nacional cuya fotografía era el deleite diario de los periódicos, cuyo nombre constituía el orgullo eufónico de los titulares más llamativos. ¿Debía quizá su ascenso, como otros grandes hombres que le precedieron, a una constante búsqueda y rebatiña de ventajas personales? ¿Estaba acaso siempre a la caza de todo lo que la gente necesitada pudiese tener para vender, para poder venderlo a su vez a otros que no podían arreglarse sin ello y eran impulsados, posiblemente, por una necesidad mucho mayor? Por ejemplo, ¿se habría apropiado de una granja aquí, de otra allá, en años de depresión, para venderlas más tarde, cuando retornaba la prosperidad y aumentaban los precios? ¿Habría prestado heno a la gente, en una primavera difícil, exigiendo como garantía el mismo peso en ovejas? ¿O habría dado alimentos y dinero a los hambrientos, cobrando intereses usurarios? ¿O alcanzó la grandeza negándose a sí mismo alimentos y bebidas, como un criminal mal provisto que huyera a través de los bosques, o como un campesino que, a pesar de trajinar durante dieciocho horas por día, ha sido informado por su comprador de que sus deudas aumentan y de que ha llegado ya al límite de su crédito? ¿O la alcanzó teniendo una sola silla en su cuarto, una silla rota, por añadidura, cojeando por todas partes cubierto por un mugriento surtido de viejos harapos, como un mísero vagabundo o como un mozo de labranza? ¿O es que el método que empleaba era el de acumular un millar tras otro en el fondo de sus arcas, hasta tener suficientes para fundar una caja de ahorros y comenzar a prestar dinero a intereses legales, y luego plantarse ante hombres desposeídos e informarles que la profundidad de su miseria era tanta que pronto tendría que vender hasta el alma de su cuerpo si quería escapar a la prisión por deuda? No, Ingólfur Arnarson Jónsson no era en modo alguno una persona así. Toda su grandeza le venía de su madre. Y entonces, ¿era de esas personas que poseían una cierta cantidad de barcos y hacían que los hombres pauperizados pescaran para ellos y compraban muebles de caoba, obras de arte y luz eléctrica, en tanto que los pescadores recibían una pitanza que apenas les permitían comprar a sus esposas, como cosa de lujo, un paquete de horquillas para el cabello? ¿O es que recibía suculentas rentas de Dinamarca y otros países distantes por la administración de ciertos comercios que vendían las necesidades de la existencia a hombres que en rigor de verdad no podían permitirse existir? ¿O administraba sus propios negocios y, mientras se arrastraba por el suelo ante los campesinos ricos y les permitía que ellos mismos decidieran el valor de sus propias ovejas, porque siempre podían amenazarles con llevar sus animales a otra parte, dominaba como un tirano a los desdichados campesinos que le debían dinero, matándoles de hambre todas las primaveras y despojándoles de toda posibilidad de progreso? No, el camino de Ingólfur Arnarson hacia la honra y la reputación no fue el del tacaño ni la sangrienta carrera del comerciante, que eran hasta entonces las únicas sendas reconocidas para alcanzar la opulencia y la verdadera dignidad reconocida como legal por la comunidad islandesa y su justicia. Lo que hacía de Ingólfur Arnarson un grande hombre era, primero y principal, sus ideales, su inagotable amor hacia la humanidad, su convicción de que la gente necesitaba mejores condiciones de vida y mayores facilidades para el progreso cultural, su decisión de mitigar los sufrimientos de sus congéneres estableciendo una mejor forma de gobierno del país. Ese gobierno, en lugar de ser un juguete impotente en manos de los implacables opresores de los campesinos, los comerciantes, sería un gobierno de pequeños productores, especialmente de campesinos, el más poderoso aliado en la lucha de éstos por la existencia. Los intermediarios y demás parásitos no seguirían teniendo carta blanca para medrar a expensas de las clases campesinas. Ingólfur quería elevar la vida del agricultor a una posición de honra y dignidad, no sólo en las palabras, sino también en los hechos. Y debido a esos ideales los campesinos le eligieron para que les representara en el Alpingi y en otros lugares donde su felicidad estaba en peligro. Hasta entonces ese caudal electoral había sido descuidado completamente por el Gobierno. Y no es que el doctor Finsen, el antiguo representante de Bruni, se hubiese mostrado inactivo en el Parlamento. Simplemente que había concentrado sus esfuerzos en una sola causa, la de persuadir al Tesoro de que reconstruyese y ampliase los muelles y rompeolas que habían sido reconstruidos y ampliados para el comerciante la primavera anterior, pero que las mareas altas habían derribado, en cuanto estuvieron construidos, como si fuesen de arena. Durante veinte años bregó por ese objetivo periódico, y lo hizo con encomiable celo y vigor no decreciente, presentando su proyecto con tal regularidad anual que eventualmente se lo conoció como moción perpetua. Pero cuando Ingólfur ocupó su escaño en el parlamento, archivó silenciosamente toda la cuestión y jamás volvió a hablarse en público de la construcción de muelles y malecones. No pasó mucho tiempo, sin embargo, antes de que hiciese trazar modernos caminos y construir puentes para mejorar las comunicaciones de todo su distrito electoral. Y eso no era más que el comienzo. Ahora quería que se implantara la agricultura en gran escala y que se construyeran casas decentes para la gente. El Banco Nacional de Reykjavik, que hasta entonces actuara como una especie de cuerno de la abundancia para los que especulaban con el bacalao y el arenque, debería ser liquidado y puesto bajo la dirección del Estado, como Banco Agrícola, puesto que el Estado había adquirido ya fuertes obligaciones para garantizar las deudas de la institución. Ese Banco Agrícola prestaría dinero a los agricultores, a intereses bajos, dinero que sería utilizado con fines de construcción y mejor cultivo de la tierra. Además, el hombre se proponía destinar una cierta cantidad de los dineros públicos a un fondo especial que ayudaría a los agricultores a comprar aperos agrícolas, todo, desde arados, gradas, tractores, segadoras y rastrillos mecánicos hasta cosedoras y separadoras. Otro subsidio proveería a los campesinos de alcantarillas y cisternas para el estiércol y los pozos negros abiertos. La provisión de energía eléctrica para los distritos campesinos era también asunto caro a su corazón, pero, desdichadamente, ese plan tenía aún formas un tanto nebulosas. Dormido y despierto trabajaba en los problemas que presentaba esa nueva era de colonización y desarrollo rural. Y aunque todavía era gerente de la cooperativa y seguía dando como su dirección permanente la de Fjóróur, sería difícil decir que iba alguna vez allá, como no fuese en una fugaz visita, porque, ahora que un delegado le dirigía la cooperativa, se pasaba la mayor parte del año en Reykjavik, donde publicaba el periódico de su partido, trabajaba en las comisiones parlamentarias y se dedicaba a muchas otras actividades, como guardián que era de los intereses de los agricultores. Jamás tenía un momento para distraer en beneficio de sus propios intereses. Era, en una palabra, el Ingólfur Arnarson de la nueva era, el colono islandés del siglo veinte, distinto de su ilustre predecesor en una sola cosa: que era un Jónsson.
La nueva primavera había llegado y las elecciones generales se aproximaban. ¿No podía descontarse, pues, que Ingólfur sería reelegido sin oposición alguna y que nadie tendría la temeridad de presentarse como candidato rival? Por el contrario. No hay que suponer que la plutocracia y la potencia mercantil habían sido aplastadas por completo, sólo porque sufrieron una que otra derrota aquí y allá en los pocos lugares dispersos en que los campesinos lograron formar sociedades de consumo en su propia defensa. Por lo demás el auge comercial había fortalecido, más que debilitado, el credo de egoísmo que tan popular era en las ciudades. Y aquel distrito electoral tenía dos ciudades, Fjórñur y Vík, y el egoísmo era corriente entre los armadores, los artesanos, y los pequeños comerciantes de Vík, aunque quizá recibiese su más fuerte apoyo del nuevo comprador que apareció de pronto en el escenario, en esa ciudad. Esa persona se rodeó enseguida de los más prósperos hombres de la ciudad y el campo, e incluso desposó a la hija del rey del rodeo a los pocos meses de su llegada, aunque algunas personas habían sostenido anteriormente que no era más que un estafador y un vulgar especulador y, más aún, que había pasado uno o dos años en la cárcel. Luego, en tercer lugar, la influencia de una doctrina extranjera llamada socialismo se hacía rápidamente perceptible en Vík. La ciudad se veía raramente libre de agricultores pagados, especialmente enviados desde la capital, que rivalizaban entre sí en la tarea de confundir a las clases menesterosas e incitarlas a odiar a Dios y los hombres a la vez, como si Dios y los hombres no se hubiesen mostrado ya suficientemente antagónicos hacia esa clase de gente.
Ingólfur Arnarson:
—El socialismo es todo mentiras. Pueden hinchar a los desposeídos de promesas interminables, que nunca tendrán posibilidad alguna de realizarse hasta que los hombres hayan llegado al mismo estado de madurez que los dioses; pero sus verdaderos propósitos son lisa y llanamente el asesinato y la rapiña.
Afortunadamente, Ingólfur Arnarson no se encontraba por el momento en gran peligro en ese sentido. El peligro amenazaba del otro lado. Los capitalistas, según parecía, habían descubierto a un candidato rival, apoyado por todo un banco, el mismo banco que Ingólfur Arnarson había querido arrasar hasta los cimientos y reconstruir como Banco Agrícola administrado en beneficio del campesino y dirigido por sus propios hombres, si es que él podía ejercer alguna influencia en la cuestión. Que los estafadores de Reykjavik enviaran a uno de su propia calaña, el gerente de un banco semiinsolvente, para difundir su evangelio por todo el país, no era en sí, naturalmente, nada asombroso. Pero, ¿cuáles fueron los resultados? ¡Pues que ese descarado misionero de una pandilla de criminales capitalistas tuvo la osadía, en su absoluta falta de ideales, originalidad y decencia elemental, de erguirse sobre sus cuartos traseros y ofrecer a los agricultores, no sólo todo lo que les había prometido Ingólfur Arnarson, sino, además, una gran cantidad de otras cosas! Les prometió equipar todos los pegujales con luz eléctrica en el lapso de uno o dos años, y no sólo en ese distrito electoral, sino a todo lo largo y ancho del país.
Ingólfur Arnarson:
—En rigor, la diferencia que existe entre las promesas de él y las de los socialistas puede ser considerada como una diferencia de formas de insania, con la siguiente excepción: que el gerente del banco no se propone robar y asesinar a la gente, probablemente porque recuerda muy bien que él es el emisario de esa parte fraccionaria de la población nacional que ha estado robando y asesinando sin cesar a la gente desde que Islandia es Islandia, aunque por distintos medios y sin predicar forma alguna de socialismo.