«Venta de acreedor hipotecario. Por la presente se informa que, a solicitud de la sucursal de Vík del Banco de Islandia, la Granja denominada 'Casa Estival', de la Parroquia de Rauósmyri, será subastada el veintinueve de mayo próximo, a fin de liquidar deudas, intereses de deudas y costo del remate. La subasta comenzará a las tres de la tarde, en la propiedad en venta. Jón Skúlason, gobernador.»
Este aviso apareció en sitios públicos de Vík y Fjóróur y fue publicado en la Gaceta, desde mediados del invierno en adelante. Un poco más tarde le llegó a Bjartur una notificación en el mismo sentido. Bjartur no dijo nada. Nunca fue costumbre suya lamentarse por perder algo. Nunca alimentes tus penas; confórmate con lo que te quede, cuando has perdido lo que tenías. Y afortunadamente tuvo la sensatez de aferrarse a las ovejas durante todo el tiempo que le fue posible. Todavía le quedaban unos cien animales, así como una vaca, tres viejos jamelgos y una perra amarilla, cuarta generación, descendiente en línea directa por la vía materna, de su primera perra.
Esa noche, cuando Bjartur entró en el corral, se detuvo junto a la cama de la anciana, mirándola unos instantes.
—¿Quizá te acuerdes, Bcra, de esa choza que tenías al norte, en Sandgilsheiói? —le preguntó al cabo.
—¿Choza? —No estaba segura, hacía siglos que había la memoria, en esos días no se acordaba de nada.
—Hmm, a pesar de todo supongo que todavía estará en su lugar —dijo él.
—Era una buena choza —declaró ella—. Viví en ella durante cuarenta años y nunca pasó nada. Pero aquí parece como que siempre estuviera ocurriendo algo.
—Oh, bueno, ahora me voy de aquí —dijo él—. Me obligan a vender.
—Y no me sorprende —replicó ella—. Es otra vez ese viejo diablo, el que ronda la Casa Estival y siempre la ha rondado. Y siempre la rondará. Muy pocas veces permitió Kólumkilli que los que vivían en esta casa salieran de ella sin ningún perjuicio. Por mi parte digo que yo nunca convertí esta casa en mi hogar. Nunca ha sido otra cosa que una pensionista que quiere pasar la noche.
Pero el pegujalero no quería hablar de fantasmas. Jamás creyó en fantasmas, ni, en general, en forma alguna de seres sobrehumanos, aparte de los que uno encuentra en la poesía, de modo que fue directamente al grano y dijo:
—¿Te agradaría arrendarme Uróarsel en la primavera?
—Las puestas de sol eran hermosas en Uróarsel —dijo ella—, cuando mi difunto esposo Etórarinn se ponía su enorme chaquetón y cabalgaba hacia el norte, cruzando los paramos, en busca de sus ovejas para esquilarlas donde las encontrarse. Y también tenía hermosos perros. Siempre tuvimos magníficos perros.
—Sí, en eso tienes razón, Bera —convino Bjartur—, los perros de Pórarinn siempre fueron de buena calidad. Recuerdo que tenía uno amarillo castaño, un maravilloso animal que podía ver en la oscuridad tan bien como cualquier otro perro podía ver en el día más claro. Con muy poca frecuencia se encontraba uno con criaturas semejantes, puedo asegurártelo. Pero yo también he tenido mis buenos perros ¿sabes? Animales leales, perros que nunca me traicionaron, y en una ocasión tuve una perra amarilla, la bisabuela de la que tengo ahora, que hasta parecía que tuviese un dominio sobre la vida y la muerte.
Suceda lo que sucediere y venga lo que viniere, a un hombre siempre le queda el recuerdo de sus perros. Por lo menos nadie puede privarle de los recuerdos, aunque tanto la prosperidad de la guerra mundial como la realización de los ideales de personas importantes haya demostrado no ser otra cosa que una nube de polvo que ascendió para oscurecer la visión del trabajador solitario.
—Bien, bien Bjartur, de modo que así ha terminado todo —dijo Pórir de Gilteig con cierta compasión. Era a comienzos de primavera y él y otros campesinos estaban sentados sobre la pared del corral, ensangrentados porque habían estado marcando a los animales, con los corderos y sus madres balando locamente debajo de ellos, entre sus piernas.
—Oh, pronto te tocará el turno a ti —repuso Bjartur—. No hay ninguna seguridad en ese puesto de purgador de perros, como todos lo hemos visto.
—No estoy muy seguro de ello —dijo Pórir, no sin un poco de enojo, quizá—. No juro por los perros, naturalmente, porque a mí me parece que lo importante es tener fe, no en los hijos de uno, suceda lo que sucediere. Eso es lo que siempre hice. No importa lo que les ocurriese a mis hijos, nunca les eché de casa. Y el resultado fue que siguieron trabajando para mí, benditos sean, y para sí mismos a la vez. Creer en los hijos de uno es lo mismo que creer en la patria.
Sí, se había convertido en un agricultor de clase media, como resultaba fácil reconocer por su tono. El secreto de su triunfo residía en el hecho de que sus hijas le habían hecho abuelo en su propia casa y en que él se quedó en el hogar durante todos esos años, con sus nietos ilegítimos. De ese modo obtuvo ayuda femenina gratuita durante toda la guerra, y consiguió, por todo ello, alcanzar una posición de cierta nota, y además había comenzado a creer en su patria: Todo por Islandia.
—Mis hijos nunca acarrearon vergüenza alguna a su padre —declaró Bjartur—. Mis hijos han sido hijos independientes.
Los concurrentes vieron inmediatamente adonde se encaminaba la discusión y que un paso más en ese sentido podría llevar a los insultos personales. Siguió un silencio turbado, aparentemente difícil de llenar, pero por fortuna nuestro viejo amigo Olafur de Ystadalur aprovechó rápidamente la oportunidad, porque sabía, por antigua experiencia, que quien vacila en aprovechar la oportunidad en un debate no logrará jamás interponer una sola palabra.
—Bueno, personalmente —dijo— he llegado a la conclusión de que un individuo no tiene en estos días más probabilidades de independizarse que en tiempos pasados, si se le ocurre construirse una casa. Nunca, en toda la historia del país, desde la época de la Colonización en adelante, ha habido un solo trabajador que consiguiese construirse una casa digna de ese nombre, de modo que qué utilidad reportará comenzar a hacerlo ahora. No hay que darle más vueltas. Y, como sea que fuere, ¿qué importa si un hombre tiene que vivir en una choza de barro durante toda su vida, cuando su vida, si realmente se la puede llamar así, es tan corta? Otra cosa sería si la gente tuviese alma y fuese inmortal. Sólo en ese caso sería razonable tratar de edificarse una casa.
Einar de Undirhlíó:
—Bien, yo no soy como Ólafur y no pretendo, en las raras ocasiones en que tengo algo que decir, que mis argumentos estén fundados en teorías científicas. Sólo digo lo que me parece probable y no me preocupo por las opiniones de los hombres de ciencia. Y en esta oportunidad debo decir que, sencillamente porque sé que el alma existe y porque sé que es inmortal, no me molesta vivir en una choza de barro durante el corto lapso que el alma pasa aquí, en la tierra. Y, aunque la vida sea miserable, pequeña la morada, pesadas las deudas, inadecuados los alimentos y largas e inevitables las enfermedades, queda en pie el hecho de que el alma es el alma. El alma es y será siempre el alma, y pertenece a otro mundo, un mundo más elevado.
—Oh, vete al demonio, tú y tus malditas tonterías acerca de las almas —dijo Bjartur, saltando desdeñosamente de la pared del corral.
Y fue entonces cuando Hrollaugur de Keldur llevó la conversación hacia los gusanos.
Esa primavera, casi al mismo tiempo que Bjartur terminaba de reconstruir la arruinada granja de Uróarsel, que era del mismo tipo que la que ya había construido una vez, una de esas granjas que se construyen por instinto, el alcalde de Útirauðsmyri volvía a comprar sus rediles de invierno por el precio de las hipotecas que pesaban sobre ellos. La mayoría de la gente consideraba que había hecho un buen negocio. Su intención era convertir la Casa Estival en un enorme criadero de zorros, porque cada día se hacía más evidente que el peor enemigo del país no era ya el zorro, sino la oveja. Bjartur, entre tanto, había llevado su ganado y sus enseres domésticos al norte, a Sandgilsheiói, y ahora ya no quedaba nada suyo en la casa excepto la anciana, a quien se proponía llevar a Uróarsel a su regreso del pueblo. Hacía su primer viaje al pueblo con el nombre de Bjartur de Uróarsel, y su hijo le acompañaba. El hombre se encontraba ya tan endeudado con los almacenes de la cooperativa que ni siquiera se le entregaba un puñado de harina de centeno a crédito. Se le dio una cantidad de provisiones a nombre de Hallberajónsdóttir, viuda, después de haber presentado autorización escrita. Era inútil dejarse arrastrar por la tentación de usar palabras insultantes, era inútil injuriar a nadie, porque nadie tenía tiempo para escuchar amenazas ni para responder a denuestos, a menos, es cierto, que algún dependiente de almacén le ordenase a uno que se callase la boca. Y era inútil machacarle a alguien las narices, porque, quién sabe cómo, siempre eran las narices inocentes las que resultaban machacadas. Había vendido sus dos mejores caballos para comprar madera para la nueva sala de Uróarsel, y ahora sólo le quedaba un despojo de veintiséis años, llamado Blesi, a quien ya conocemos de antes. Lo recordamos de los tiempos antiguos, cuando asistimos a un funeral en la Casa Estival; sí, hace mucho tiempo. Un día de invierno estuvo atado a una jamba de la puerta, contemplando al viejo Pórur de Nióurkot, que cantaba. Muchas son las cosas que pueden sucederle a un caballo. Éste había vivido en la Casa Estival durante tanto tiempo como Bjartur labró la tierra de la granja; fue el único caballo de los tiempos duros, uno de tantos cuando los tiempos mejoraron, y ahora, una vez más, el único, huesudo, encorvado, sarnoso, pelado y con una catarata en un ojo. ¡Pobre matalón viejo! Pero tenía un corazón vigoroso como el de Bjartur.
Llegaron a Fjóróur muy tarde y el pegujalero pensó que sería demasiado esfuerzo para Blesi obligarla a hacer el viaje de regreso esa misma noche. La pusieron a pastar, pero tenía pocos dientes y tardó mucho en saciarse, de modo que no tenían más remedio que esperar a que amaneciese, porque para entonces, presumiblemente, habría comido lo que necesitaba. Era avanzada la noche, los almacenes estaban cerrados, habían terminado con todas las diligencias que tenían que hacer y no les quedaba otra cosa que esperar la mañana. Caminaron calle abajo. Estaban hambrientos, porque no habían comido nada en todo el día y, como ninguno de los dos tenía dinero, no podían pasar la noche en una pensión. El cielo se nubló y una brisa fresca empezó a soplar del mar, pero no llovía. Ambos se morían por un café, pero ninguno habló de ello.
—No creo que haya mucho peligro de que llueva esta noche —dijo Bjartur, mirando al cielo—. Podemos acostarnos en alguna parte, detrás del muro de un huerto, por un par de horas.
Había habido dificultades en el pueblo, aunque Bjartur de Uróarsel tenía asuntos más serios en que pensar. El hecho era que los ideales de Ingólfur Arnarson estaban a punto de realizarse en Fjóróur. Un par de semanas atrás habían comenzado los trabajos del gigantesco plan para el puerto que el Primer Ministro prometiera otrora a su pueblo y que luego hizo aprobar por el Parlamento con su reconocida energía. Nunca fue hombre de incumplir promesas. Además de los habitantes locales, una gran cantidad de gente de Vík encontró trabajo en la ambiciosa empresa. Abandonaron sus hogares y ahora vivían en unos viejos cobertizos que eran utilizados como dormitorios y a los que llamaba «barracones». Se había convenido que los jornales estarían de acuerdo con lo acostumbrado en las partes más remotas del país. Las obras comenzaron reconstruyendo, una vez más, el famoso rompeolas, tarea que requería enormes cantidades de piedra y hormigón. Hacía una semana que los hombres trabajaban volando peñascos y transportando piedras, cuando llegó el primer día de paga. Se supo entonces que sus opiniones acerca de lo que constituía un salario normal en las partes más remotas del país habían sido demasiado rosadas. Se les ofrecía una cantidad que, lejos de permitirles convertirse en miembros de la clase media, era, según ellos, insuficiente para mantenerles al alma pegada al cuerpo, a ellos y a sus familiares. Llamaron a esos salarios un ataque para rendir por hambre a los obreros, y dijeron que estaban contra una Constitución que permitía que los trabajadores pasaran hambre, ¡como si tal Constitución fuese algo nuevo! Exigieron salarios más altos, pero nadie tenía facultades para pagarles salarios más altos en aquellos tiempos difíciles. ¿A quién le importa que tus hijos no tengan nada que comer? La Constitución islandesa es sagrada. Los hombres abandonaron sus herramientas y se pusieron en huelga. Nunca había habido antes ninguna en Fjóróur, pero los obreros de Vík, que eran dirigentes del movimiento, habían hecho una, una vez, en su pueblo natal, y la ganaron, con el resultado de que los familiares que dependían de ellos pudieron comer, durante un cierto tiempo, pan de centeno para acompañar los desechos de pescado. Pero la gente de Fjóróur disentía en relación con la huelga, y en tanto que muchos eran ardientes partidarios de ella, una considerable cantidad se mantenía apartada de la cuestión, hasta cierto punto dispuesta a hacer algún sacrificio en pro de la independencia de Islandia. Los capataces tributaban una favorable acogida a quienes quisiesen aceptar la paga ofrecida. Los otros podían liar sus bártulos e irse. Muchos de los pequeños armadores y otros miembros de la clase media llegaron incluso a ofrecer sus servicios gratuitos, con vistas a conservar la independencia de la nación y la Constitución islandesa. Pero los huelguistas se negaron a abandonar sus puestos y, lo que es más, apostaron piquetes que impedían que entraran los que querían trabajar. De resultas de ello se produjeron frecuentes choques entre los que podían permitirse proteger la independencia de Islandia y los que preferían que sus familias tuviesen algo que comer. Muchos de los combatientes habían sido violentamente vapuleados, algunos tenían huesos fracturados. Palabras e ideas por completo distintas a todo lo conocido con anterioridad en el lugar estuvieron pronto en labios de todos. Esa gente que había llegado al pueblo a perturbar la paz era un puñado de viles e infames matones que afirmaban con toda franqueza que querían un nuevo sistema en que los obreros tuviesen suficiente para comer. No existía fuerza policial en el lugar para aplastar esas alocadas ideas y la Constitución se encontraba indefensa, inerme, al igual que la independencia del país. Hasta que, finalmente, el gobernador provincial telegrafió a las autoridades y pidió que le enviasen policías para proteger a los que querían trabajar y para quitar de en medio a una pandilla de villanos rufianes que, de todos modos, no tenían nada que hacer en Fjoróur y que estaban utilizando ilegalmente la fuerza para impedir que el trabajo continuase. La solicitud recibió una rápida respuesta del Gobierno. Una compañía de policía estaba ya en camino y debía llegar en el vapor costero la mañana siguiente. Se informaba también que los huelguistas estaban bien preparados para recibir a la policía y se esperaba una gran refriega. El pueblo entero se encontraba en un estado de tensión aprensiva, de modo que no era sorprendente que nadie tuviese tiempo para dedicar un solo pensamiento a Bjartur de la Casa Estival, cuando todos se estaban preguntando si a la mañana siguiente recibirían una paliza. Pero ahora ya estaba avanzada la noche; las turbulentas voces de la clase trabajadora se habían callado, cediendo su lugar al inarmónico chillido del charrán. La noche se cernía sobre la ciudad como un velo transparente. El pegujalero del valle y su hijo se sentaron al borde del camino, frente a una casa dormida, y mascaron pajas y no hablaron durante un rato