Gente Independiente (76 page)

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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

Se puso los pantalones, salió de la cama y se calzó los zapatos, tratando de hacer el menor ruido posible. Pero la noche otoñal estaba tan negra como el alquitrán y tuvo que buscar a tientas el camino hacia la puerta. Mientras tanteaba, su mano pasó sobre un bulto redondo, que al principio no reconoció. Lo palpó nuevamente, lo fue contorneando con la mano y encontró el rostro. Lo primero que tocó debía haber sido la perilla de la cama de ella.

—¿Quién es? —oyó que la mujer susurraba en la oscuridad.

—¿Te he despertado? —preguntó él, porque había creído que estaba dormida.

—¿Eres ni? —musitó ella en respuesta, y la cama crujió como si la mujer se moviese y levantase la cabeza.

—No —repuso él—, no.

Siguió caminando a tientas junto a la cama hasta que encontró la puerta. La fragancia de las costosas mercancías coloniales, deliciosas al paladar, le asaltó las fosas nasales. Y se olvidó de sus ansias de tabaco y recordó solamente una cosa: que esa desconocida había comprado provisiones y las había llevado a su casa, como si pensase que él era un perro y un esclavo. Cosas de lujo. Era la primavera vez que el pan ajeno era traído a su casa.

Salió al aire frío de la noche. Los copos de nieve caían a tierra flotando suavemente, y el aire era penetrantemente helado, pero él no hizo caso de ello y se encaminó al extremo del pegujal, con los pies desnudos dentro de los zapatos, en ropa interior. Era un alivio volver a respirar el aire fresco, después de los olores a hormigón y humedad de la casa. Probablemente fuese una casa nada saludable. ¿En qué demonios estaba pensando cuando se decidió a construirla?

Oh, bueno, ahora que había respirado un poco de aire fresco, probablemente podría dormir unos minutos. Volvió a la casa, subió a tientas los cinco escalones y entró, para encontrarse una vez más con el seductor aroma de las costosas provisiones de ella, de gusto delicioso, pródigas en cantidades, pagadas al contado. Pero, de todos modos, sería la última vez que en su casa entraba pan ajeno.

A la mañana siguiente se levantó temprano y, cuando atendió algunas de sus tareas, entró para beber su trago matinal de agua. Pero ¿qué hizo ella sino servirle una enorme taza de café? El aromático vapor del encorvado chorro le asaltó los sentidos; ninguna de sus esposas había sabido preparar el café como Brynja; en su opinión ella hacia el mejor café de la parroquia; todo lo que tocaba, en materia de comida, parecía adquirir un atractivo y un apetitoso aroma propios. Ella se mantuvo vuelta de espaldas a él, salvo en los momentos en que tuvo que servirle el café… ¿Le contestó cuando él le deseó los buenos días, o es que se había olvidado él de deseárselos? Durante un rato, Bjartur contempló el café de la taza que tenía ante sí; siempre le había gustado mucho el café. Finalmente apartó la taza, sin haber tocado el contenido y, poniéndose de pie, sin previo aviso:

—Brynhildur, quiero que te marches.

Ella lo miró y repitió:

—¿Irme? —Su rostro estaba muy lejos de ser viejo. Y no era feo. Había una mujer joven en su cara, y esa mujer joven le miraba, aterrorizada—Si es que…—comenzó a decir, y no dijo más.

Parecía como si esa gigantesca mujer hubiese sido hecha pedazos de un solo golpe. Las facciones se le disolvieron y ocultó los ojos detrás del codo, en un profundo sollozo estremecido, como una chiquilla. Él cerró la puerta a sus espaldas y se dirigió a sus tareas. Durante todo ese día Brynja tuvo el rostro hinchado del llanto. Pero no dijo nada. Al día siguiente ya no estaba.

72. Ideales realizados

Y entonces, ¿no se realizaban en ninguna parte los ideales de Ingólfur Arnarson? Sí, por supuesto que sí. Eran puestos en práctica en todas partes. En todas las esferas. Las leyes del desarrollo de tierras habían sido promulgadas y los hombres eran recompensados con importantes sumas de dinero para que cultivasen grandes extensiones de terreno, sí, y hasta se daban muchas coronas por un trocito de tierra. La gente recibía premios cuando construía buenos corrales y graneros de hormigón y se le concedían créditos para comprar costosas maquinarías agrícolas, tales como tractores, arados, rastras, segadoras, trilladoras, en rigor cualquier cosa, incluso máquinas de coser. Pronto quedaría, asimismo, instalado el sistema de alcantarillado. Se entregaban subsidios para la construcción de pozos y cisternas, siempre que fuesen suficientemente sólidos y suficientemente costosos. El Banco de Islandia inauguró una sección para conceder préstamos para la construcción de viviendas rurales. En ella los agricultores podían obtener préstamos a largo plazo, a intereses reducidos y con pequeñas amortizaciones, pero únicamente con la condición de que se construyeran buenas casas sólidas; los reglamentos exigían paredes dobles, de cemento armado, chapeado en los artesones, linóleo en el piso, grifos para el agua, cloacas, calefacción central y electricidad, si era posible. Sólo las casas de primera calidad serían tenidas en cuenta, ya que la experiencia había demostrado que las casas baratas, de construcción apresurada, constituían un problema grave. También estaban estudiándose leyes relacionadas con el escalonamiento sistemático de todas las grandes deudas agrícolas, de modo que reinaba gran alborozo entre los agricultores cuyas propiedades fueran lo suficientemente colosales como para obligarles a acumular deudas cuantiosas. Y floreció la cooperativa, la empresa comercial de la fraternidad, en la que no podría penetrar jamás intermediario ni ratero alguno para medrar con las equitativas ganancias de los pequeños productores. Si los tiempos eran prósperos, la cooperativa garantizaba al agricultor, no sólo el valor del producto en que éste le vendía, sino también una prima, que podía ascender de unas pocas coronas a muchas, según el monto de lo que tuviese para vender. Las primas del alcalde de Myri sumaban miles de coronas. Ganó premios por grandes cultivos, porque sembró enormes extensiones de terreno y construyó impresionantes establos. También recibió un crédito del Fondo de Aperos, para la compra de un tractor, arados modernos, rastras modernas, una moderna segadora, una trilladora moderna y otras valiosas maquinarias agrícolas, incluso una máquina de coser. También se le concedió un subsidio del Fondo de Alcantarillado. Y con su ayuda construyó una de las primeras cisternas de estiércol de toda la región. En cuanto esto estuvo terminado descubrió que la casa se le estaba pudriendo bajo los pies, de modo que obtuvo un sustancioso préstamo del Departamento de Construcciones Rurales del Banco de Islandia y construyó, de acuerdo con los reglamentos del banco, una hermosa casa de primera clase, con un sótano, dos pisos y un tercero de altillos, toda de hormigón armado con paredes dobles, artesones chapeados, linóleo en los pisos, un cuarto de baño para la Señora, calefacción central, agua caliente y fría, luz eléctrica. Hombres como él son la flor de la nación. Hombres como el alcalde y como el especulador que salvó al rey del rodeo comprándole la propiedad. ¿Especulador? No es cierto que fuese un especulador, era, sencillamente, un financiero moderno que había decidido ocuparse de la agricultura como pasatiempo. Nadie sino el rey del rodeo tenía la culpa de haber perdido todo lo que poseía, porque siempre fue un haragán para las tareas agrícolas y nunca se mostró capaz de mantenerse dentro de límites razonables, a pesar de toda su charla sobre el dorado término medio. Tampoco fue nunca un financiero y ahora, en la vejez, se veía obligado a trabajar en un almacén del pueblo, dependiendo para su existencia de la caridad de su yerno. No, el nuevo hombre que ocupaba el pegujal del rey del rodeo no era en modo alguno un especulador; apenas hacía un mes que se encontraba en el distrito cuando fue elegido para el concejo parroquial. Inmediatamente recibió un préstamo para la compra de modernos implementos agrícolas, construyó hermosos corrales y se le concedió un premio, se le dio una Concesión de Alcantarillado, una enorme prima por sus productos, puso luz eléctrica en la casa del rey del rodeo; la guerra mundial no había sido librada en vano, por lo que a él concernía.

Pero, ¿y Bjartur de la Casa Estival? ¿Y sus amigos? ¿Qué fue de ellos?

Tomemos primeramente a Pórir de Gilteig, el padre de alegres hijas que otrora mostraban cierta debilidad por las medias de seda de largo poco común. En realidad las cosas les resultaron mucho mejor de lo que habría podido esperarse. La más joven llegó a casarse con un individuo de ciertas posibilidades económicas, uno del pueblo. Y en cuanto al propio Pórir, nunca fue tan propietario como para poder convertirse en un gran hombre gracias a sus deudas; por otra parte, nunca fue un propietario tan pequeño como para que pudiese siquiera pensarse en declararle en bancarrota. Al final de la guerra podía describirse a sí mismo como un agricultor de clase media. Fue escogido rey del rodeo de la pedanía. Le tocó en suerte la tarea de purgar a los perros, junto con las responsabilidades y los emolumentos relacionados con ella. Fue elegido oficial del secretario de la parroquia. Hizo buenas migas con ambas partes, dejó de quejarse de la inconstancia de las mujeres y, según se rumoreaba, no se mostraba hostil a ocupar un escaño en el concejo parroquial, si alguna vez se diese el caso. Por notable que ello pueda parecer, las que se habían salvado en esa época de altos jornales eran sus descarriadas hijas que, obligadas, por circunstancias especiales, a permanecer bajo el techo de su padre, no sólo trabajaron para él durante los años de guerra, sino que cuidaron de que sus hijos hiciesen lo propio. Por lo demás, Pórir no se arriesgó a construir una casa para la gente de su pegujal; construyó solamente para las ovejas y, como muchos, por amargos motivos, están dispuestos a afirmar, lo más sabio para la seguridad futura de uno es construir lo menos posible.

¿Y los otros? Seguían trajinando ahora igual que antes, aplastados bajo el peso de los impuestos municipales, las deudas, las lombrices, las enfermedades y la muerte, en tanto que los ideales de Ingólfur Arnarson eran puestos en práctica y los premios, los créditos, los subsidios y las condiciones liberales se acumulaban sobre las personas acomodadas. Ólafur de Ystadalur había firmado un contrato de compraventa de su pegujal, pero continuaba viviendo en la misma choza de barro que significó la muerte para su esposa y todos sus hijos… La vida humana no es lo bastante larga como para que un campesino se convierta en hombre acaudalado, hecho que, según se dice, ha sido concluyentemente demostrado en un libro de un famoso hombre de ciencia extranjero. En cuanto a Hrollaugur de Keldur, decidió, terminada la guerra y su prosperidad concomitante, comprar el pegujal que durante tanto tiempo arrendaba al alcalde, y ahora necesitaba de todo el tiempo de que disponía para continuar pagando los intereses. No, no pudo construir una casa; eso tendría que esperar hasta la próxima guerra. Para ese entonces probablemente el alcalde le habría arrebatado la choza a fin de saldar los intereses impagos. Pero por el momento futuro tendría que cuidarse de sí mismo, y Hrollaugur, que nunca pudo aprender a distinguir entre lo natural y lo sobrenatural, sino que siempre lo tomaba todo tal como llegara, cuando llegase.

¿Y Einar de Undirhlíó? Aunque durante uno o dos años logró ver cómo sus deudas disminuían lentamente en tamaño, no logró comprar su granja ni renovar los edificios. Y ahora sus deudas volvían a acumularse y sería sumamente afortunado si las ovejas que tenía para vender ese otoño le producían lo suficiente para pagar los impuestos y el forraje. La cuenta del médico tendría que esperar, como el pescado de desecho. La vida humana es la vida humana. Pero seguía escribiendo hermosos panegíricos, igual que antes, cada vez que moría alguien, y se mostraba tan firme como siempre en su esperanza en que el Señor se sentiría más favorablemente dispuesto hacia los campesinos en la vida futura de lo que se sentía en el presente, y de que les permitiría beneficiarse del hecho de poseer un alma inmortal.

Y entonces, los créditos y subsidios, los beneficios y las ofertas ventajosas, ¿pasarán por encima de estos campesinos pauperizados, cuando comenzaran a dar sus frutos finalmente los ideales de Ingólfur Arnarson? ¿Qué se puede decir? Lo que ocurre es que tiene poco sentido concederle a un pegujalero un crédito del Tesoro para comprar tractores y arados modernos. O un préstamo a cuarenta años para construir una casa de cemento armado, con paredes dobles, grifos para agua, linóleo y luz eléctrica. O una prima sobre sus depósitos. O una prima por cultivar grandes extensiones de terreno. O una principesca cisterna para abono, para guardar en ella el estiércol de una vaca o una y media. El hecho es que resulta absolutamente inútil hacerle a alguien un ofrecimiento generoso, a menos de que ese alguien sea rico. Los ricos son los únicos que pueden aceptar un ofrecimiento generoso. Ser pobre es sencillamente la especial condición humana de no estar en situación de aprovechar una oferta benévola. La esencia de ser un campesino pobre radica en la incapacidad de poder beneficiarse con los presentes que los políticos ofrecen o prometen ofrecer y en el hecho de encontrarse a merced de unos ideales que sólo consiguen hacer más ricos a los ricos y más pobres a los pobres.

Bjartur pasaba ahora su segundo invierno en la casa que había construido. Era la peor casa del mundo, e increíblemente fría. Poco antes de Adviento la anciana comenzó a guardar cama, aunque sin lograr morirse, de modo que Bjartur resolvió mudarla al compartimiento vacío del corral de las vacas, viendo que no podía morirse de frío. El mismo Bjartur se sentía intensamente afectado por el frío de la casa, a tal punto que comenzó a temer que estuviese envejeciendo. Pero se consoló pensando que su hijo, que estaba en la flor de la vida, tampoco podía soportarlo. Las paredes del cuarto sudaban de humedad y se cubrían de una capa de escarcha durante los días de frío más intenso. Las ventanas jamás se limpiaban del hielo que las tapaba, el viento atravesaba la casa de uno a otro extremo y arriba había nieve en los pisos y nieve remolineando en el aire. Padre e hijo se ocuparon ese invierno de la cocina, y no con mucho espíritu animoso. Ni siquiera se escuchaba en la granja un gruñido de queja. Nadie parecía estar ya de buen humor.

El verano siguiente Bjartur volvió a contratar gente para que le ayudase y una vez más cortó heno para sus ovejas islandesas, aunque ningún consumidor en todo el mundo se había rebajado a tocar las ovejas islandesas, salvo los lobos y las lombrices de los pulmones. El mercado cayó más aún para el otoño. Nadie necesitaba ovejas islandesas ni las ha necesitado nunca. Y finalmente el gobierno se vio obligado a vender el derecho de la nación a su principal fuente de riqueza, las pesquerías, a cambio de que un país extranjero se quedara con unos cuantos barriles de carnero salado, podrido. Esos barriles estuvieron almacenados durante mucho tiempo en puertos lejanos, y finalmente fueron arrojados al mar. Todo lo que a Bjartur le pareció ese otoño que podía ser dejado de lado fue dedicado a salarios e impuestos, y no le quedó nada para los intereses y la amortización de sus préstamos… De cualquier modo, aunque hubiese vendido todo el ganado, no habría sido más que una gota de agua en el océano. Se dirigió a la caja de ahorros para ver si podía llegar a algún arreglo sobre su deuda, pero la única persona que pudo encontrar allí fue un lacio despojo humano, de aspecto tuberculoso, que volvió lánguidamente las hojas de un libro de contabilidad y le informó que no estaba autorizado a efectuar reducción alguna. Se había decidido que muy poco tiempo después se inaugurase una sucursal del Banco de Islandia en Vík, y la caja de ahorros de Fjóróur se integraría en ella, de modo que la única persona que tenía facultades para modificar las condiciones vigentes de los préstamos de la caja de ahorros, era el propio director del banco, el diputado Ingólfur Arnarson. El gerente aconsejó negligentemente a Bjartur que fuese a visitar a Ingólfur a la capital y tratara de llegar a un acuerdo con él. Bjartur volvió a su casa y analizó la situación. Quizá ni siquiera se molestó en analizarla. Tanto da lo que uno piense o deje de pensar: todos son unos ladrones. Y mientras se encontraba atareado pensando, corrieron por todo el país, como un fuego fatuo, las noticias de que Ingólfur Arnarson Jónsson había renunciado temporalmente a su puesto de Director del Banco. Ese otoño fue nombrado Primer Ministro de Islandia.

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