Al principio le pareció que él estaba dormido y no había advertido nada. Pasaron unos momentos. Oyó la respiración de su padre y escuchó también los fuertes y acompasados latidos de su corazón. Pero, gradualmente, se dio cuenta, por los movimientos de él, demasiado pequeños y cuidadosos, que no podía estar dormido. Se hallaba despierto. Y se avergonzó de sí misma… ¿Se levantaría y la golpearía, furioso porque se atrevió a darse vuelta cuando le había ordenado que se volviese de cara a la pared? En su desesperación se acurrucó aun más contra él y por un rato estuvieron así, con el corazón palpitando rápidamente el uno contra el otro. Ella permanecía inmóvil ahora, con la cara pegada al cuello de Bjartur, fingiendo dormir. Poco a poco, casi sin que Asta se diera cuenta de ello, la mano de él se había acercado más; involuntariamente, por supuesto. Lo único que debió hacer para ello fue cambiar levemente de posición. Uno o dos de los botones de los pantalones de la joven se habían desabotonado por casualidad y, en el momento siguiente, ella sintió sobre la carne la mano firme y caliente de su padre.
Nunca había experimentado nada semejante. Todo su temor desapareció de pronto. El estremecimiento que ahora le recorría el cuerpo y el alma era completamente distinto del temblor frío que la mantuvo en vela durante toda la noche, y en su boca hubo de súbito algo que se asemejaba a un apetito devorador, sólo que no fue la visión de alimentos lo que lo despertó, sino los movimientos de él. Nada, nada debía volver a separarles. Y ella apretó su cuerpo apasionada y fieramente, con ambas manos, en la borrachera de ese egoísmo impersonal y apremiante que en un corto lapso había borrado todo lo que su memoria contenía. ¿Sería éste el placer del mundo que llegaba por fin…?
Y luego… luego ocurrió lo que ella no olvidó jamás, lo que arrojaría una sombra indeleble sobre su juventud que despertaba y llenaría hasta colmarla la copa de rudeza y crueldad que ya era su sino. En ese preciso instante, cuando ya había olvidado todo lo que no fuese él… Bjartur la apartó de sí y saltó de la cama. Se puso apresuradamente los calcetines y los pantalones, se anudó los zapatos, se puso la chaqueta y salió del cuarto. Cerró la puerta a sus espaldas, ella oyó sus pasos en el corredor, abrió la puerta del frente y estuvo fuera de la casa. Ella quedó allí, sola entre hombres que roncaban. Se quedó acostada durante un rato, agotada, con todos los pensamientos borrados de su mente, pero él no regresó. Poco a poco los reproches comenzaron a insinuársele en el cerebro. ¿Qué había hecho? ¿Qué ocurrió? No tenía la más remota idea, sentía solamente que debía ser algo terrible, algo cien veces peor que cuando la abofeteó por culpa de un pasaje de las baladas que no debía leer, algo que nunca le perdonaría. ¿Qué le había hecho ella? ¿Y por qué tuvo ella que hacer lo que hizo? ¿Cómo podía haber sospechado que cosas tan espantosas e incomprensibles se agazapaban detrás de algo tan bueno e inocente como pegar la cara a la garganta de él? ¿Qué pasó por ella? ¡Papá, papaíto! ¿Qué te he hecho? ¿Es que soy tan mala? Las lágrimas comenzaron a correr y, sollozando amargamente, hundió el rostro en la almohada para no despertar a los roncadores. Su padre se había ido a casa y no le permitiría que lo siguiera.
Finalmente no pudo llorar más y se incorporó en la cama y miró en torno con desesperación. Sí, seguramente la había abandonado; se encontraba sola e indefensa en un mundo malvado. ¿Quién le daría algo de comer ahora, cuando tuviese hambre? Se le ocurrió que posiblemente pudiese quedarse con el padre de Magnús, el almacenero que ayer había pesado la lana. ¿O debía reunir suficiente valor como para presentarse ante el comprador en persona? Quizás el gerente, el hijo de Jón de Myri, que una vez le habló tan bondadosamente, se mostraría dispuesto a darle albergue. No llegó a conclusión alguna y, totalmente desesperada, salió de la cama. Se puso el vestido y los zapatos, y entonces advirtió que el collar se había roto y que las cuentas estaban esparcidas por toda la cama. Pero ya le era igual, ya no sentía más interés en sus cuentas ahora que su padre la había abandonado. Su vida estaba arruinada y se hallaba sola en el mundo.
Se dirigió sigilosamente a la puerta, se escurrió por el oscuro corredor y unos segundos más tarde se encontraba, a la luz de una noche primaveral, en las desiertas calles del pueblo. Caía una lluvia fina. En el centro de las colinas había bruma. No sabía qué hora era, pero debía ser muy temprano aún. No había nadie a la vista y los chillidos de las gaviotas en el fiordo no se parecían al canto de ninguna otra ave. Vagó distraídamente calle arriba.
Jamás se habría imaginado un mundo tan carente de alma, una ciudad tan desolada. No se veía ni una sola alma viviente; la helada bruma y su fina llovizna pendían sobre el cascajo y las casas. Muchas de las casas estaban mal aplomadas. Por todas partes se veían ventanas rotas. La pintura se había descascarillado en el hierro acanalado y chapas enteras se habían desprendido sin volver a ser colocadas nuevamente. Las lluvias lavaron el papel alquitranado, que en muchas partes pendía en grandes jirones de las paredes. Se veían malolientes cabezas y espinazos de pescado junto a empalizadas y cercos. Vacas abandonadas rumiando en las cuestas. Ningún hombre elegante, ninguna muchacha bonita. Desolación.
Continuó subiendo, sin rumbo, por la calle, en dirección a la montaña, con las piernas inseguras, la mente vacía de pensamientos. La lluvia le mojaba el cabello y pronto tuvo empapado el vestido, pero no le importaba. Luego, a través de la neblina, se irguió ante ella un hombre que conducía un caballo. Cuando se acercó, vio que era su padre. Había ido a traer el caballo del pastizal.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué no estás en la cama? —preguntó él. Ella permaneció inmóvil, con la vista baja, y luego le volvió la espalda sin responder.
—Espera aquí —dijo él—. Iré a traer el carro.
Asta se sentó sobre una piedra, al costado del camino, y la lluvia continuó mojándole el cabello y el cuello. Pronto tuvo los dedos entumecidos de frío. Pero se quedó donde estaba, con frío, sueño, hambre, atontada. Al cabo oyó el traqueteo del carro en el tranquilo aire nocturno y vio que su padre se acercaba una vez más, con el caballo uncido.
—Puedes sentarte en el carro, si quieres —dijo Bjartur.
Pero ella prefirió caminar.
Él condujo al caballo por el empinado camino serpenteante que trepaba montaña arriba, con la joven tambaleándose detrás de él. Cuanto más ascendían tanto más fuerte se tornaba la lluvia. Cuando llegaron a la parte superior de la brecha se había convertido en un verdadero aguacero que hacía rato tenía calada a Asta hasta los huesos. El agua le corría del cabello y le caía sobre la espalda y el pecho. Luego, de pronto, se acordó del pañuelo que tan ansiosamente y durante tanto tiempo deseó poseer, el pañuelo que los grandes del mundo se mostraron tan dispuestos a ayudarla a comprarse. ¿Dónde estaba el pañuelo de la pequeña Asta Sóllilja? Perdido. Pero no importaba. Todo le era igual. Nada tenía importancia. Se resbaló en la fangosa carretera y, cuando volvió a ponerse en pie, su vestido estaba embarrado y rasgado.
—Voy a hacer descansar el caballo aquí, en la cima —dijo su padre—. Y será mejor que terminemos lo que hemos traído para comer.
El gran océano de la víspera había desaparecido completamente en la torva nube de lluvia y bruma de abajo y nada se veía de la parte inferior de las colinas ni de los llanos y su gran ciudad. Ante ellos se erguían las colinas de los páramos, sobresalían de la lluvia y se perdían de vista.
El camino a casa y la distancia que todavía era preciso recorrer parecían fríos e interminables, y la joven pensó tristemente en toda la monótona eternidad que se extendía frente a ellos.
Se sentaron en una piedra mojada, al borde de la brecha. Su padre se sentó de espaldas a ella, con el talego de comida sobre las rodillas. Le entregó por sobre el hombro una tajada de pan seco y un trozo de pescado, restos de los alimentos envueltos la mañana del día anterior. Pero, aunque hacía unos minutos Asta sentía hambre, descubrió que ahora no le quedaba apetito y que la lluvia hacía que los duros mendrugos fueran menos tentadores aún, de modo que tragó cada pedazo con dificultad y disgusto. Su padre guardaba silencio. Permanecieron sentados, dándose la espalda, mientras la lluvia chapoteaba lúgubremente sobre las piedras del entorno. La comida era tan asquerosa que al cabo de algunos bocados la joven tuvo que ponerse en pie. Caminó unos pasos y se descompuso. Vomitó los pocos bocados que había logrado tragar y continuó teniendo arcadas, hasta que finalmente vomitó un poco de bilis.
Después comenzaron los páramos.
El verano que siguió fue, en un sentido, sin precedentes. Era la primera vez que Bjartur de la Casa Estival tomaba gente asalariada para que le ayudara. Ese importante acontecimiento se convirtió pronto en un punto de referencia para la historia de Casa Estival; cualquier cosa que había ocurrido antes era de tantos y tantos días, o meses, o años antes del verano que tuve a esa maldita Fríóa. Y cualquier cosa que sucedía después era tanto tiempo después de que la vieja Fríóa, maldita sea, llegara aquí. ¿Quién era Fríóa?
El motivo de su llegada era el siguiente: ahora que había una vaca en el pegujal, el número de gente que trabajaba debía ser aumentado para segar las nuevas cantidades de heno que se necesitaban. Y así como fue la perseverancia de la gente de Rauósmyri la que endosó la vaca a Bjartur, así la perseverancia de la misma gente puso una nueva persona ante el granjero de la Casa Estival… aunque, es claro, sólo después de que éste hubo lanzado las necesarias maldiciones sobre los de Myri. Y la persona llegó.
El alcalde, que tenía suficiente buen sentido como para toda una parroquia, escogió -era preciso tenerle confianza en ese sentido- a alguien que estuviera de acuerdo con la bolsa de Bjartur, de modo que la que se presentó era un viejo pingajo achaparrado, una mujer que durante años y años había vivido de la ayuda de la parroquia y que, además, había sido maldecida con la posesión de una lengua tan procaz que pocos podían tolerarla durante tiempo alguno. Jamás se supo que viviese en armonía con sus superiores, y siempre reservaba sus insultos más venenosos para sus empleadores del momento. Como éstos eran generalmente campesinos, tenía ella amplios motivos para sus críticas; pensaba en voz alta. Poseía una especie de salud delicada y, a menos de que se le proporcionase regularmente cantidades de medicinas para mantenerla en buen estado, guardaba cama y se quedaba en ella, ya que las medicinas eran su lujo, su forma especial de regodeo. Al principio los remedios le eran proporcionados por el doctor Finsen y puestos en la cuenta de la parroquia, pero luego llegó un momento en que el alcalde sintió que era preciso terminar con eso; las eternas cuentas hacían su parte en la tarea de llevar a la ruina a los contribuyentes. Por lo tanto, como era un experto en el arte de la medicina, especialmente en lo que concernía a los pobres, comenzó él mismo a prepararle el remedio. Esos preparados, aunque ponzoñosamente fuertes, no figuraron nunca en cuenta alguna y, si bien no lo entregaba jamás sin algún comentario malhumorado, siempre se mostraba liberal con la cantidad una vez que empezaba: nunca le entregaba menos de una botella de medio litro y, a veces dos. No era corriente pagarle jornal alguno a la mujer, excepto en la mitad del verano, pero ese estío el alcalde dispuso que Bjartur tuviese opción a sus servicios y que le pagara unas coronas por semana, de las cuales la mitad serían en su equivalente en lana. La mujer creía en Jesúspedro y lo invocaba continuamente.
La vieja Fríóa se agregó al pegujal -cuyos moradores parecían tener tan poco que conversar entre sí- como un nuevo elemento. Bjartur tenía por costumbre hablar a su esposa desde el empedrado, afuera, llamándola a través de la puerta, y también la de hablar con la vista fija en el cielo, como si se dirigiese al universo, y siempre resultaba un tanto incierto el que ella lograse escucharle desde el desván. En su mayor parte se trataba de observaciones relacionadas con el tiempo o reflexiones en punto al trabajo del campo y órdenes indirectas acerca del mismo. El tema era perfectamente impersonal y tanto daba que se respondiese o no. Los hermanos mayores se golpeaban mutuamente a hurtadillas, pero si su padre les veía, les golpeaba a su vez, en ocasiones con la herramienta que por azar tuviera en la mano en ese momento; Helgi, demonio, deja al chico en paz, porque siempre era Helgi el culpable; Gvendur era el chico. La abuela estaba sentada en la mecedora, balanceándose hacia atrás y hacia delante, mascullando en voz baja. Y la mirada madura, interrogante de Asta Sóllilja traspasaba el muro, o el cielo. Ella, que vivía con un deseo, debía pensar en secreto, como Bjartur, que componía versos sin que nadie lo supiese y sorprendía a todos cuando los recitaba a los visitantes.
Y de pronto el irresistible torrente de la conversación de la vieja cubrió ese gran hogar independiente que se erguía sobre sus propios pies. Cruzó los marjales hablando, con el atado a la espalda, y habló incesantemente todo ese día hasta que, ya desnuda, se trepó, hablando, a la cama, junto a la abuela y al pequeño Nonni. Su parloteo chorreó a través de los días como una gotera que nada puede detener. Hablaba para sí misma mientras rastrillaba el heno en el prado, y los chicos se le acercaban socarronamente y la escuchaban. Discutía los asuntos de la parroquia, la agricultura y las cuestiones personales, investigaba las paternidades y los adulterios, desollaba incluso a los agricultores terratenientes por dejar que sus ovejas se muriesen de hambre, tachaba de ladrones a respetables parroquianos y atacaba al alcalde, al párroco e incluso al gobernador, denigrando a las autoridades cuando los demás no veían otra cosa ante ella que pantanos, y llevando siempre la mejor parte en la polémica debido a que sus oponentes se encontraban a varios kilómetros de distancia. Lanzaba un torrente continuado de improperios, quejándose especialmente de lo que denominaba la tiranía de los hombres. Esa tiranía de los hombres era una espina tal en su carne que, sin importarle si hablaba consigo misma o con otros, con la perra, con las ovejas que por casualidad cruzaran por el lugar, o con las ignorantes aves canoras del aire, todos su discursos, dormida o despierta, giraban en torno a ese eje. Vivía en continua y completamente desesperanzada rebelión contra esa repugnante represión y, por ese motivo, había algo de arrebatado, insolente y vengativo en su mirada, algo reminiscente de los ojos de un animal malvado pero confuso que hubiera visto en sueños, informe pero aterrador en su proximidad. La abuela volvía la encorvada espalda a la incesante tormenta y se hundía aun más en el añejo silencio de erial de su yo secreto. La madre encontraba lugares adecuados para interponer un monosílabo carente de significado, con voz llena de simpatía. Helgi entrecerraba los ojos en una sonrisa maliciosa y a veces le escondía las enaguas por la noche o le deslizaba un guijarro en las gachas. Bjartur, que también era recipiente de muchas mofas farfulladas, no se rebajaba jamás a una maldita vieja parlanchina como ella, de modo que su rostro era la imagen del desdén cada vez que pasaba junto a ella, y Gvendur seguía el ejemplo de su padre en eso como en otras cosas. Pero el pequeño Nonni escuchaba, con ojos enormemente abiertos, todo lo que ella decía, tratando de encontrarle alguna coherencia. A menudo se paraba frente a ella, para observarle mejor los órganos del habla y no sin admiración hacia su volubilidad y su riqueza de vocabulario.