El alcalde llega a caballo hasta el vallado, camino de su casa, desde la costa. Viaja, como en su anterior visita, con una escolta, pero en esta ocasión su séquito está más de acuerdo con su dignidad. Se trata de su hijo y su hija, ambos recién llegados del sur: Ingólfur Arnarson, el gerente de la cooperativa, y la hermosa Audur, de veinte años de edad, dueña de una nueva educación. La gente ha dejado la labor en el campo y, apoyándose sobre sus rastrillos, contemplan el portento con ojos maravillados. Bjartur se dirige a la casa, dejando las ovejas y los indefensos corderos que estaban pariendo. La hija se niega a descender al barro y permanece a caballo, pero el alcalde desmonta, aunque evidentemente aburrido por todo lo que sucede. Y también desmonta el gerente, de enormes botas. El alcalde hace su acostumbrado saludo, ofreciendo no más de dos dedos. Pero para Ingólfur Arnarson un apretón de manos es una cuestión distinta. Representante del mundo, de la vida de poderío, privilegio e infinitas posibilidades de que pueden gozar aquellos que viven en íntimo contacto con el gobierno, Ingólfur Arnarson no es hombre de mostrarse tímido con las clases inferiores. No tiene escrúpulos en estrujar la zarpa de Bjartur. Llega incluso a palmearle el hombro. En rigor, por un momento parece que está a punto de abrazarle y besarle, y quién sabe qué más. Naturalmente, es su madre que surge en él. Y de ningún modo es ya el irresponsable estudiante cuya idea de una buena diversión consiste en matar un domingo a los indefensos e inofensivos pájaros que vuelan sobre los marjales de otra persona. No, con el discurrir de los años había adquirido una conducta sobria, patriótica, y también la corpulencia que resulta tan necesaria para los que quieren que lo que dicen lleve un poco de convicción en una reunión. Ha aprendido a poner autoridad en sus palabras y ademanes, a abombar el pecho, a llevar erguida la cabeza. Pero Bjartur de la Casa Estival es el hombre que era a los ojos de Asta Sóllilja; siente poca consideración hacia sus superiores, por patrióticos que éstos sean, y a su sombra todos ellos parecen sufrir una incongruente pérdida de dignidad, cierta deformación, como si de pronto les hubiese crecido un sexto dedo o un tercer ojo.
—¿Puedo ayudar a la joven, para que no se quede patizamba de tanto estar sobre la silla? —preguntó Bjartur cortésmente. Pero, en cuanto hubo terminado de hablar, la aludida saltó del caballo sin ayuda y se dirigió al empedrado por sus propios medios. Llevaba pantalones de montar y relucientes botas que le llegaban hasta las rodillas, y era saludable y fuerte como una planta que crece en las laderas que miran hacia el sur. Elegante, lozana, viajera recién llegada del sur, se detuvo ante la baja puerta, sobre el empedrado que Guóbjartur Jónsson y sus hijos -los muertos y los vivos- necesitaron doce años para comprar, y dieciocho años antes que eso. Estaba allí, ella, que tenía su hogar en el suave camino que llevaba a un inmortal edificio semioculto entre flores.
—Gracias, muchas gracias —dijo—, pero no entraremos. Quiero llegar a casa en cuanto pueda.
Pero el alcalde tenía deseos de asomarse arriba, acompañado del dueño de la casa, por unos minutos. Él e Ingólfur querían conversar con Bjartur. Mala suerte, siempre surge algo así. Pero, cuando estuvieron a salvo arriba, después de pasar sobre el barro y la mugre de la entrada, la joven trató de impedirles que se sentaran en las camas, a causa de los piojos, mas el alcalde no quiso saber nada de remilgos -había sido criado entre piojos-. Se sentó, cuidadosa pero sólidamente, en la cama que acostumbraba usar cada vez que visitaba la Casa Estival. Ingólfur Arnarson Jónsson se sentó sobre el arcón de la ropa y luego miró en torno con la cabeza inclinada y el rostro tan radiante como el sol, pero con la helada sonrisa de su madre. La joven se encaramó en la mesa. El alcalde, que se encontraba sumido en una cavilación tan profunda que no respondió a las averiguaciones de Bjartur acerca de las ovejas y el estado del tiempo, permanecía sentado, buscando en los bolsillos con dedos laxos y temblorosos. Apareció en su rostro una expresión de solemne devoción, una expresión casi fanática en su piadosa gravedad, y su mano, que nunca era demasiado firme, sobre todo cuando sostenía dinero, tembló visiblemente cuando extrajo el monedero. Lo abrió y miró en su interior, pero en tal forma que, gracias a una leve inclinación de la cabeza hacia atrás y llevando el labio inferior hacia arriba, logró retener todo el jugo del tabaco mientras hablaba.
—Ésta es la primera oportunidad que se me presenta de devolverte el dinero que me enviaste el invierno pasado por la vaca. Ya está pagada.
—¿De veras? ¿Y quién es esa persona que piensa que puede jactarse de haberme hecho a mí, a Bjartur de la Casa Estival, un regalo? ¿Que está pagada? Jamás le pedí a nadie que pagase mis deudas, ni aquí ni en ninguna parte. Que se vaya al demonio quien crea que tiene el derecho de saldar mis deudas.
—Muy cierto. Pero el caso es que ya está saldada.
—No acepto limosnas de nadie, ni en el cielo ni en la tierra. Aunque se tratase del propio Redentor, no le concedería el privilegio de pagar mis deudas y le prohibiría hacerlo.
—Bueno, pero no se trata del Redentor. Es la asociación femenina —dijo el alcalde.
—Debería haberlo sabido —dijo Bjartur, y procedió a acumular sobre la asociación todos los vituperios que le pasaron por la lengua. Dijo que no eran más que una pandilla de insolentes calumniadoras cuyo único objeto era hacer que su asquerosa protección fuese aceptada por gente honorable, para convertir a ésta en su deudora y parásita y poder alardear luego de ello, en la tierra y en el cielo—. Pero pueden apostar la vida —continuó— a que mataré a esa condenada vaca vieja y la haré picadillo en cuanto se me antoje, porque no hace otra cosa que quitarles el apetito a los chicos, a tal punto que andan cabizbajos por todas partes, sin energía siquiera para reñir entre sí… aparte del hecho de que torna pendencieras a las mujeres y alienta su testarudez.
—Sí, pero todos, tierra adentro, dicen que tu familia tiene mejor semblante desde que llegó la vaca.
Pero esta observación no tuvo un efecto muy sedante sobre el humor del pegujalero. Nunca despertaban tan fácilmente sus sospechas como cuando los habitantes del valle interior mostraban alguna preocupación por su bienestar, y ¿hay acaso algún motivo para que ustedes o la asociación femenina se preocupen por mí o por mi esposa, si se me permite preguntarlo? ¿O por mis hijos? Mientras no les deba nada a ustedes ni a la asociación femenina, estaré en mi derecho si les pido que ni ustedes ni la asociación femenina se entrometan con mi esposa o mis hijos. Y es cosa mía, y mía solamente, el que mis hijos tengan o no buen aspecto, y ni los suyos ni ese hatajo de malditas viejas murmuradoras tienen derecho a ocuparse de mis hijos estén bien o no lo estén. Antes de que yo renuncie a mi independencia y mis derechos de hombre, todos los oteros de la tierra de Casa Estival subirán al cielo y todos los pantanos se hundirán en el maldito infierno insondable.
El alcalde no tuvo respuesta para esa andanada, pero su expresión permaneció completamente imperturbable… También él era un hombre independiente, en mayor escala, y en consecuencia tenía probablemente, en el fondo, menos fe que Bjartur en la cariñosa bondad y en la índole cristiana. Volvió a poner en el monedero el puñado de billetes, con la misma gravedad y la misma evidente solicitud, sugiriendo, al hacer así, que, en ese caso, lo mejor que podía hacerse sería devolver esa minucia al lugar de donde venía; por cierto que no obligaré a nadie a aceptarla. Y ahí terminó un acto de caridad que de otro modo podría haber sido tan bello. Uno pensaría que los aristócratas del país habrían desistido de sus intentos de hacer milagros ante ese pegujalero independiente, pero no era así. El gerente, pasándole su tabaquera de plata, llena de rapé aromático, finamente molido, comenzó ahora a hacer su parte en beneficio del trabajador solitario de la nación.
—Bueno, bueno, viejo —dijo—. Veo que todavía estás lleno de vida.
Se sorbió rapé. Cuando hubieron terminado, el gerente insinuó que era posible que Bjartur de la Casa Estival hubiese estado esperándole, sabiendo que venía a tratar asuntos de alguna importancia.
—¿Te he prohibido el uso del camino? —preguntó Bjartur.
—Hubo una vez —comenzó a decir el gerente— cierto movimiento que comenzó entre los tejedores de cachemira, en Inglaterra. Este movimiento resulta de gran ayuda para los agricultores pauperizados que buscan remedio a la depredación de los comerciantes. Ha cobrado popularidad en Islandia durante el siglo pasado, cuando los campesinos empobrecidos de Pingey, cuyos sufrimientos se debían a la rapacidad de los comerciantes, se unieron en una asociación para la compra directa de provisiones. Esta organización compradora fue el origen del movimiento cooperativista en Islandia, y ahora las cooperativas de consumidores se han extendido gradualmente a todo lo largo y ancho del país, para asegurar a los agricultores precios razonables para sus productos y para las mercancías que necesitan. Estas cooperativas están a punto de convertirse en las más poderosas empresas comerciales del país y con el tiempo desplazarán a toda la clase mercantil. Los desamparados agricultores de Pingey que siguieron el ejemplo de los tejedores ingleses se han convertido en un faro que guía a la joven comunidad islandesa.
«Pues bien, la situación en esta parte del país es la siguiente: el comprador de Fjóróur, que sólo cuida de sus propios intereses, os da a los pequeños propietarios, por vuestros productos, tan poco como le parece conveniente, y luego os vende las provisiones a precios exorbitantes, que os despojan anualmente de enormes sumas de dinero. Tan enormes, en rigor, que, luego de cuidadosos cálculos, afirmo que la estafa que así se hace a los agricultores empobrecidos debe montar todos los años al costo de una casa bien construida, de hormigón; en algunos años al de dos casas, o, por lo menos, al costo de una excelente planta para la producción de electricidad, además de la vivienda adicional (“Oh, no me sorprendería que toda esa electricidad de que hablas la tuvieses en tu propio trasero”, interpuso Bjartur). La firma se mete todo ese dinero en el bolsillo, aunque es claro, la mejor parte del mismo es dedicada a los gastos personales del administrador, cuya familia, si bien viaja continuamente a Dinamarca por razones de salud y placer, no consigue sin embargo dilapidar todo el botín arrancado por la firma a hombres desposeídos y reducidos a un nivel de pauperismo. (“¡Bah, también tú has estado en Dinamarca, Ingi, hijo mío!”, dijo Bjartur). Como todos sabéis, el administrador se ha construido un magnífico palacio en Fjóróur y ha gastado miles para mejorar el edificio del depósito. (Bjartur: “Bueno, ¿y por qué no habría de tener el pobre diablo una torre, si se le ocurre?”); y bien: además de todo esto, y cosa también de todos sabida, el doctor representa a la firma en el Parlamento y ha persuadido al Tesoro de que vierta un millar tras otro sobre la firma, en forma de subsidios para la construcción de muelles y rompeolas, el motivo de todo lo cual es que el propio doctor tiene una sustanciosa participación en la pesca transportada por la firma en Fjóróur.»
«Aunque vivimos en una región que goza, desde tiempos inmemoriales, de renombre por sus ventajas naturales, sería imposible negar que en cuestiones sociales estamos retrasados con respecto a zonas menos afortunadas. Pero ha llegado ahora el momento —dijo el gerente— de que los patriotas del sur, conscientes de la situación a que han sido arrastrados los agricultores de regiones aisladas, se den cuenta de que es preciso hacer un serio esfuerzo para convencerles de que sigan el ejemplo ofrecido por los pegujaleros de la provincia de Pingey. Debe persuadírseles de que necesitan actuar organizadamente contra esa pandilla de conspiradores que despojan al individuo y al Estado de todas las monedas sobre las que logran poner las garras, para usarlas en el mantenimiento de sus extravagantes empresas. Vosotros, los pequeños arrendatarios, os esclavizáis día y noche en vuestras tierras, sin un trapo decente para cubriros la espalda ni alimentos bastantes para detener el hambre que os acosa constantemente en esta época del año. Durante muchos años no lográis ver ni siquiera un poco de dinero, aparte de unos céntimos aquí y allá, que se cruzan en vuestro camino llevados de la mano de la inseguridad… (Bjartur: “En la Casa Estival hay bastante dinero.”). Quizás un par de coronas por año. Tú mismo, Bjartur, sabes que todo esto es cierto, y sería inútil tratar de adornar esta pobreza con colores agradables. Bien: te pregunto, como a un hombre honorable: ¿cuál es tu opinión sobre este despojo a toda una comunidad?»
Bjartur: —Bien, para serte completamente franco, nunca tuve la costumbre de mirar cuando vosotros, los llamados burgueses, os salpicáis de lodo unos a otros. Jamás ha sido un espectáculo placentero. No me entrometo con el comprador. Sea cual fuere vuestro modo de vida, no es cosa mía, siempre que no tenga nada de qué acusaros. Lo único que sé, y lo único que me importa, es que mis ovejas progresan después del invierno y que no debo nada a Dios ni a los hombres. Tengo bastante dinero y mi familia, comparativamente hablando, está tan saludable como vosotros mismos, los de Útirauðsmyri, que supongo que no seréis otra cosa que simples mortales, y más saludables que la familia del comprador que, según me decís, es enviada todos los años al extranjero, a continentes distantes, en busca de médicos. Nosotros, los de los páramos, no tenemos deseos de cambiarnos por nadie.
—Pero, mi querido Bjartur…
—No soy tu querido Bjartur. Me llamo Guóbjartur Jónsson, agricultor de la Casa Estival.
—Muy bien, pues, Guóbjartur Jónsson —dijo el gerente con su sonrisa fría, con la cabeza inclinada en arrogante indiferencia—. Y yo me llamo Ingólfur Arnarson. Y, como mi nombre sugiere, soy un pionero. (Bjartur: «Sí, en tu época probaste suerte en todo.»). Quiero colonizar este país y convencer a otros para que lo colonicen. Hace miles de años que la gente se viene matando de hambre en él, junto con sus animales, pero todavía es preciso colonizarlo. Déjame que te diga esto: hay en el país dos partidos que de ahora en adelante no harán buenas migas, que lucharán hasta arribar a una decisión. Por un lado se encuentran los conservadores y los reaccionarios, que hacen todo lo que pueden para mantener aplastados a los agricultores, y a este partido pertenecen los compradores, los dueños de barcos y los funcionarios como el doctor. El otro partido comprende a los que quieren hacer todo lo posible por ayudar a los agricultores. Queremos pagarles un precio justo por sus productos y venderles lo que necesitan sin ganancias para nosotros, mediante la fundación de sociedades cooperativas; además queremos proporcionales mano de obra barata. Eso puede lograrse destruyendo el capitalismo en las ciudades costeras, de modo que los obreros se vean obligados a retornar a la tierra. Y por fin, pero no menos importante, debemos proporcionar dinero a los agricultores, cosa que haremos estableciendo bancos agrícolas, por intermedio de los cuales el Estado prestará a los campesinos capitales para que trabajen, a bajos intereses, a fin de que puedan ampliar sus edificios, instalar plantas eléctricas y comprar implementos adecuados para la agricultura en gran escala. Éste es nuestro programa, el programa de los nuevos colonos islandeses. Está por comenzar una nueva era de colonización, en la que los campesinos islandeses serán hombres libres en una tierra libre. Exaltemos al agricultor islandés, le pondremos en una posición de honra y reputación convenientes para la clase que nació con el augusto destino de ayudar al Creador en su lucha contra las potencias de la oscuridad.