La parte de la mañana que pertenecía a la realidad había llegado al fin. Era reconfortante pensar en que una cosa por lo menos no variaba nunca de día a día: los desesperados forcejeos de su abuela con el fuego. La broza estaba siempre igualmente húmeda. Y, aunque ella quebraba la turba en pedacitos y los ponía con la mayor cantidad de madera, el único resultado, durante mucho tiempo, era el monótono restallido y el hedor húmedo, ofensivo, que llenaba todas las hendiduras y le hacía arder a uno la nariz y los ojos con dolor quemante. Y aunque el chiquillo escondiera la cabeza bajo las mantas, el humo también se introduciría allí. La llama de la lámpara de pared descendía en la mecha. Pero los gruñidos rituales de su abuela no se prolongaban nunca tanto que no llevasen en sí la promesa del café. Nunca era el humo tan espeso o tan azul, jamás penetraba tan profundamente en la nariz, la garganta o los pulmones que pudiese ser olvidado en su condición de precursor de esa fragancia que llena el alma de optimismo y fe, la fragancia de los granos molidos y bañados por el chorro de agua hirviente que sale, curvo, de la marmita… el olor del café.
Cuanto más tardaba el fuego en encenderse y cuanto más acre era el humo que se arremolinaba en la habitación, tanto mayor la expectativa, tanto más fuerte la expectativa. Para matar el rato, él siempre procedía a un examen del techo. Cierto, era el mismo examen todas las mañanas y, más aún, un examen cuyo resultado sabía al dedillo por anticipado, pero, de todos modos, era una inspección inevitable por la mañana, siempre que tuviese los ojos abiertos. Había en especial dos nudos que siempre atraían su atención. Cuando el humo se hacía suficientemente tenue y la luz suficientemente fuerte como para permitirle distinguir las características de los nudos, era señal de que el fuego tiraba como debía y que el agua estaba calentándose. ¿Qué eran, pues, esos dos nudos? Eran dos hombres, dos hermanos. Cada uno de ellos tenía un ojo en medio de la frente y eran carirredondos, como su madre. ¿Cómo era que se parecían a su madre? Porque eran los hermanos de ella, que se habían ido a lejanas tierras y habían encontrado todo lo que querían, mucho antes de que él naciese.
—¡Qué cosas ve este niño! —dijo su madre una vez que, a solas con ella, él le habló de eso en secreto. Estaban susurrando de distintas cosas de las que nadie debía enterarse; de canciones; de países remotos.
—Si te vas muy, muy lejos —dijo él tomándola de la mano mientras se hallaba sentado allí, en el borde de su cama—, ¿puedes conseguir todo lo que deseas?
—Sí, mi querido —dijo ella con cansancio en la voz.
—¿Y ser todo lo que quieras ser?
—Sí —respondió ella, distraída.
—Cuando llegue la primavera —dijo él—, creo que subiré a la cumbre de nuestra montaña y veré si puedo ver los otros países.
Silencio.
—Mamá. Una vez, el verano pasado, vi que el salto de agua del barranco fluía hacia atrás, por el viento. El agua era empujada hacia atrás, por encima del borde.
—Escucha, mi querido —dijo ella entonces—. La otra noche soñé algo de ti.
—¿De mí?
—Soñé que la mujer elfo me llevaba al enorme peñasco, me daba una botella de leche y me ordenaba que la bebiera. Y, cuando la hube bebido, la mujer elfo me dijo: «Sé buena con el pequeño Nonni, porque, cuando crezca, cantará para todo el mundo."
—¿Cómo? —preguntó él.
—No lo sé —respondió su madre.
Entonces él apoyó la cabeza en el seno de su madre y no tuvo conciencia de cosa alguna en el mundo que no fuese el latido del corazón de la madre. Finalmente se incorporó y dijo:
—Mamá, ¿por qué cantaré para todo el mundo?
—Es un sueño —repuso ella.
—¿Cantaré para el brezal?
—Sí.
—¿Para los marjales?
—Sí.
—¿Y cantaré también para la montaña?
—La mujer elfo así lo dijo —contestó su madre.
—Tendré que cantar también para la gente de la iglesia de Rauósmyri, supongo —dijo él pensativamente.
—Supongo que sí.
Volvió a acurrucarse junto a su madre, cavilando, envuelto en el esplendor de la profecía, de las palabras aladas.
—Mamá —dijo por fin—. ¿Me enseñarás tú a cantar para todo el mundo?
—Sí —musitó ella—. Cuando llegue la primavera.
Y cerró los ojos con cansancio.
Y así, si él dejaba que su mirada vagara de los nudos del techo a las fuentes del aparador y de los estantes, o al cucharón que pendía de la pared y a la sartén que estaba en el suelo, todos ellos con la extraña expresión de inocencia que solamente los utensilios de cocina pueden asumir en su desamparo diurno; o si se sentía atraído por el resplandor de las floridas y extravagantes mujeres de las tazas, frágiles y temerosas de que se rieran de ellas… entonces se sentía siempre tan noble que prometía no contar jamás nada de ellos y, cerrando un ojo por pura cortesía, los miraba únicamente con el otro.
—Soy completamente distinto de lo que parezco —decía. Y con ello se refería a las canciones no cantadas y a los grandes países, distantes como los trechos del día entre sí, que le esperaban.
Y así, a la postre se escuchó en la marmita el famoso gorgoteo que proclama que el agua está a punto de hervir. Para entonces el niño estaba lo suficientemente hambriento como para sentir que podía comer cualquier cosa en la que lograra hincar los dientes, y no sólo heno, sino también turba y estiércol. Por lo que no era de maravillarse que esperara ansiosamente para ver cómo sería su tajada de pan: si su abuela la había cortado a lo largo de la hogaza o si le había dado solamente media tajada, y ésa quizá con un borde delgado como el papel. ¿Y cómo la untaría? ¿La mojaría en el centro con un trozo de grasa y un poco de aceite de hígado de bacalao, de modo que la costra quedase tan seca como ayer? El chico jamás se cansaba de esa deliciosa mezcla. ¡Dejaba un sabor tan punzante en la boca!… Y si por algo merecía alabanzas su abuela era porque raras veces se mostraba tacaña con ella; por el contrario, untaba liberales cantidades con el pulgar derecho. Empero, se mostraba inclinada a ser parca con el azúcar y tenía la desdichada costumbre de quebrar el terrón en trozos de distintos tamaños, en cuyo caso podía ser él quien recibiese el más pequeño. La consideración de todas esas cuestiones no carecía nunca de sus elementos de ansiedad y suspenso.
Pronto el aroma del café comenzó a llenar la estancia. Este era el momento sagrado de la mañana. Con tal fragancia se olvida la perversidad del mundo y el alma se llena de fe en el futuro. En fin de cuentas era probablemente cierto que existían lugares remotos, incluso países extranjeros. Algún día, por increíble que pudiese parecer, llegaría la primavera con sus pájaros, sus botones de oro en el campo. Y quizá la madre se levantase cuando los días comenzasen a alargarse, como hizo el año anterior y el otro.
Cuando el chorro humeante cayó, curvo, en la cafetera, se oyeron en la casa las primeras palabras del día: el preludio empleado por su abuela para sacar a Asta Sóllilja de las profundidades del sueño. Esta ceremonia se repetía mañana tras mañana, de acuerdo con un reglamento invariable y, aunque para Asta parecía todas las mañanas igualmente extraña, el chico se la sabía tan bien como para recordarla durante toda su vida.
—¡Piadosos cielos, qué visión espantosa! ¡Mírenla, ahí, durmiendo a esta hora del día! ¿Cuándo, en nombre del cielo, empezarás a demostrar un poco de sensatez?
¿Es que su abuela era realmente tan tonta como para creer que podía despertar a alguien con un galimatías tan débil y tembloroso como aquél? Era lo mismo que si estuviese parloteando para sí entre uno y otro de sus himnos matinales. Sea como fuera, Asta Sóllilja seguía durmiendo, con la cabeza en un rincón, la boca abierta, la barbilla levantada y la cabeza echada hacia atrás, con una mano bajo una oreja y la otra, entreabierta, reposando sobre el edredón, como si pensara en el sueño que alguien llegaría a ponerle la dicha en la palma. Su camisa estaba remendada en el cuello. Y al cabo de unos momentos el preludio continuó.
—Se ve claramente que estos pobres desdichados no tienen un solo pensamiento en la cabeza. ¿Cómo se podrá alguna vez hacer algo de ellos? —A menudo usaba el plural cuando se refería a Asta Sóllilja.— ¡Y casi no tienen una camisa para cubrirse la espalda! —En voz más alta: ¡Sóllilja, te están esperando las agujas, mujer! ¡Ya son casi las nueve de la mañana y pronto será mediodía!
La idea que su abuela tenía del tiempo era para un niño una fuente inagotable de asombro.
El agua continuó describiendo su fascinante curva desde la marmita hasta el colador, produciendo un sonido pesado, hueco, y emitiendo una nube de vapor suculento, aromático. Y Asta Sóllilja seguía durmiendo. Pero cuando el café terminó de filtrarse, la anciana prosiguió con su tarea de despertarla:
—Toda tu vida no pasarás de una perezosa inútil, Asta Sóllilja.
Pero Asta Sóllilja seguía durmiendo.
—No creas que recibirás el café en la cama, como alguien importante… ¡Una chica de doce años, casi trece, y que pronto será confirmada! Haré que tu padre tome el látigo y te dé unos azotes en la espalda antes de que lleguemos a eso, señorita mía.
Pero esos maitines no tenían efecto alguno sobre Asta Sóllilja.
Sólo cuando la anciana Hallbera se acercó a la cama y sacudió a la jovencita, sólo entonces abrió ésta los ojos. Los abrió con dificultad, con los párpados agitándose de terror mientras contemplaba alocadamente en derredor. Y por fin se dio cuenta de dónde estaba y, ocultando la frente bajo el brazo, comenzó a lloriquear.
Era una mocita de pelo negro, pálida, de mandíbula larga y barbilla firme y una leve catarata en un ojo. Sus pestañas y cejas eran oscuras, pero las pupilas tenían el gris del hielo cortado. La suya era la única cara de la granja que poseía color y forma. Y era por eso por lo que el niño solía contemplar a menudo a su hermana, como preguntándose de dónde provenía. Era muy pálida; el largo rostro maduro tenía en sí la huella de la preocupación, casi de la experiencia de la vida. Desde hacía tanto tiempo como el pequeño podía recordar, Asta Sóllilja había sido su hermana mayor. Pero aunque los pechos y los hombros carecían de la florida forma de la niñez, pasada ya, o nunca alcanzada, también les faltaba la rotunda suavidad de la madurez. No era una niña; pero se encontraba igualmente lejos de ser una mujer.
—Ahí tienes tu café, Sóllilja —dijo la abuela, mientras colocaba la taza en el rincón más alejado del cuarto—. Eso es todo lo cerca que te lo pondré.
La joven se rascó la cabeza unos momentos, bostezando y sintiendo el gusto que tenía en la boca. Luego tomó las faldas, que guardaba cubiertas por la almohada y se las puso en la tibieza de debajo de las sábanas. Sacó las delgadas piernas de debajo del edredón, metió los pies sucios en gruesas medias de lana y cruzó un tobillo sobre la rodilla de la otra pierna, sin pudor y en forma tal que, cuando el niño estudiaba sus piernas inmaturas, siempre llegaba a la conclusión de que, a pesar de ser su hermana mayor, era, ello no obstante, por lo que a él concernía, un ser sumamente inferior a los hermanos.
Pero ahora había terminado el período de especulaciones porque en ese momento la abuela le traía el café y despertaba a sus hermanos mayores. Por fin sabría el niño de qué parte le habían cortado la tajada de pan y si la untura de mezcla llegaba hasta la costra y si su terrón de azúcar era grande o pequeño. Ya había luz en la ventana. Una vez más la mañana invernal había logrado abrir sus pesados párpados. Ahora comenzaba el día.
Las comidas en esa familia se tomaban, por regla, en silencio y en una atmósfera de solemnidad casi furtiva, como si se llevara a cabo algún oscuro rito impresionante. Todos y cada uno se acurrucaban atentamente sobre el plato que tenían en las rodillas y extraían las espinas del pescado con una precisión digna de un relojero, o, sosteniendo el cuenco bajo la barbilla, tragaban sus gachas con concentrada atención. Era maravilloso ver la cantidad de gachas que el padre solía engullir en un corto lapso. La anciana, de espaldas a los demás, comía sin cuchillo cerca del fuego. Para la comida de la mañana había siempre gachas de harina de avena, morcilla, una tajada de pan, los restos fríos del pescado salado de la víspera y café recalentado y servido con un trozo de azúcar. El azúcar era objeto de muchas expectativas. La madre, que no tenía ni el apetito de un pajarillo, se ponía de pie con dificultad, desde su posición entre sentada y acostada en la cama, y tomaba alguna medicina de una de las ochenta botellas que le proporcionaba su diputado. Su rostro era grisáceo y fláccido, sus ojos grandes y afiebrados. No podía masticar debido a una afección de la boca. A veces el hijo menor pensaba que su padre mostraba poco afecto al sentarse allí, frente a ella, y tragar tantas gachas cuando ella mordisqueaba su porción de pescado con tan evidente desagrado y deglutía el alimento con un lastimoso estremecimiento. Nunca ansiaban tanto los niños un buen trozo de carne jugosa o una gruesa tajada de pan de centeno como cuando habían terminado de comer.
Después de la comida de la mañana, Bjartur se recostaba en la cama -hábito infantil-, roncaba atrozmente durante unos instantes y luego se ponía en pie de un salto, con la expresión de un hombre acosado por increíbles peligros, y desaparecía para ir a echar una mirada a sus ovejas. Una choza, ya completamente colmada, había sido construida para las ovejas en un extremo del pegujal, pero los corderos y los animales de dos años seguían alojados bajo el mismo techo que la familia. Los hermanos mayores limpiaban los establos, rastrillaban la inmundicia del piso y abrían caminos en torno a la casa, caminos que la nieve que caía empecinadamente volvía a llenar. Las ovejas debían trasponer dieciocho escalones cavados en la nieve para salir de la que caía frente a la puerta, y también era preciso cortar los carámbanos de la ventana para que entrara la luz.
Y después de la comida de la mañana, cuando el padre y los hermanos mayores habían ido a ver a las ovejas, entonces, y sólo entonces, comenzaba el día en el pegujal, comenzaba en serio, comenzaba en su largo y en su ancho, un día con su noche que nadie podía prever. La luz era escasa debido a la pequeñez de la ventana y al espesor de la nieve. Dos de las camas estaban ya hechas; en la tercera yacía la madre, inmóvil. Su confinamiento coincidía, como de costumbre, con la enfermedad que raramente duraba más de tres meses y que la tumbaba todos los inviernos con tan leal regularidad. También había tenido un niño para el alcalde y el sacerdote, el año anterior, y en esa ocasión debió guardar cama durante cuatro meses. De tanto en tanto se acomodaba en una nueva posición, conteniendo los gemidos y moviéndose lenta y cautelosamente debido a las molestias que le ocasionaba el estar continuamente acostada. En el borde de su cama, ante la ventana, está Asta Sóllilja, tejiéndose un chaleco. Se halla sentada de tal modo que los pies se le bambolean, sin llegar al piso, pero, naturalmente, en esa posición puede apoyar de tanto en tanto la cabeza contra la pared. Ocasionalmente se recuesta contra la pared y dormita.