—¿Qué? —preguntó el cura con suspicacia—. Por supuesto que no puedo hacer nada por ella si está muerta.
—¡No, por el cielo, ya lo sé! Y no me refería a eso —dijo Bjartur, absolviendo al sacerdote de toda culpa en la cuestión—. Murió, eso es todo, en forma natural, probablemente por pérdida de sangre, y sé perfectamente cómo ocurrió. Pero qué fue de Gullbrá, una magnífica cordera de un año, de la raza de usted, que yo había amarrado este otoño en el fondo de mi campo, durante el primer rodeo (la dejé con mi difunta esposa, ¿entiende?)… bien, es algo que no puedo comprender de ningún modo.
—No sé nada de eso —repuso fríamente el sacerdote—. No soy ladrón de ovejas. Niego haber tenido participación alguna en esas cosas.
—Lo que quiero decir —explicó Bjartur razonablemente— es que será preciso tomar alguna disposición, por lo menos por lo que respecta a mi esposa.
—Puedo proporcionarte, mientras esperas, otra mujer, una mujer espléndida, dócil como una monja y sumamente obediente. Pero la acompaña una vieja, una arpía decrépita, de modo que ya sabrás lo que te espera… Conoce de memoria todos los salmos del libro de Víóey.
—Muy bien; pero se me ocurrió que podría pedirle que previamente enterrara a ésa —contestó Bjartur cortésmente.
—¡Oh, Dios, aborrezco incluso la idea de tener que enterrar a la gente!
—Sí, pero lo que usted no advierte es que no puedo tener a nadie en la casa durante tanto tiempo como el que hace que ella está allí. No se imagina cuan tonta es la gente en la actualidad. Y supersticiosa.
—Será mejor que la metas temporalmente en una tumba, hasta la primavera. No tengo ninguna intención de recorrer las montañas a mi edad; hace años ya que soy un hombre gastado, enfermo de los pulmones por naturaleza y probablemente con un cáncer en el hígado. Por otra parte, nada se sabe de cómo murió esa mujer tuya. Vosotros, montañeses del demonio, siempre podéis sacaros la cosa de encima diciendo que os encontrabais en el desierto, buscando animales extraviados, cuando mueren vuestras esposas. Pero las mujeres, por lo que sé, necesitan tantos cuidados como las ovejas. Y no me resultaría muy difícil probar una o dos cosillas en lo que se refiere a la muerte de muchos, muchos hombres y mujeres, en esta región, desde que llegué aquí, hace treinta años, angustiado y torturado por la duda… y por cierto que las probaría, si no fuese porque amo a mis feligreses y estoy demasiado viejo y débil como para importunar a una administración corrupta, a la que ni siquiera el pillaje, los incendios intencionales y los asesinatos pueden impulsar a actuar.
—Oh, creo que ha dado usted la extremaunción a muchos que murieron en forma más extraña que Rosa.
—Sí —suspiró melancólicamente el cura—. Supongo que no soy más que un viejo desamparado y desdichado, mortalmente enfermo.
—Lo único que le pido es que se haga un viaje hasta Rauósmyri, el primer sábado, si el tiempo está bueno.
—La pala que tenemos en la iglesia está rota, que Dios me ampare —dijo el cura, interponiendo todos los obstáculos que le era posible—. No puedo comprometerme a nada con respecto a la muerte, el juicio final y la vida futura de cualquiera cuyas honras postreras sean ejecutadas con la ayuda de una herramienta tan vieja y horrible. Y además, es seguro que me exigirás que pronuncie un sermón, pero quiero anticiparte, de una vez por todas, que no veo qué sentido hay en hacer un discurso ante un cadáver con este tiempo. De cualquier modo no se obtiene nada con ello.
—No es necesario que sea un discurso largo.
—¿No podrá hacerlo la mujer de Rauósmyri? Ya le hizo uno a Rosa, la primavera pasada. ¿Por qué no puede hacérselo este otoño?
—Bueno, honradamente, no tengo inconveniente en decirle a cualquiera —declaró Bjartur— que siento muy poca confianza en los discursos que pueda hacer la gente de Rauósmyri. Y resultaría fácil convencerme de que las cosas habrían salido mucho mejor si hubiera sido usted, y no ella, quien pronunciara el sermón en la boda, aunque, para ser perfectamente franco, no tengo en general ninguna confianza hacia los discursos, ya sean para una cosa o para otra, y menos que nada hacia los discursos largos.
—Si llego a pronunciar alguno —dijo secamente el cura—, será largo. Porque, una vez que uno comienza no hay fin para lo que es necesario decir, vista la forma que la gente se conduce hoy día entre sí y con respecto a la parroquia.
—En realidad todo depende de cómo se mire —comentó Bjartur—. Algunos piensan que cuando menos se diga, tanto mejor. Pero lo que no necesitará discusión es el tema del discurso. Poco me importa que sea largo, siempre que no contenga nada objetable. Lo principal es que el discurso para la persona adecuada sea pronunciado en el lugar apropiado por la autoridad correcta; de lo contrario se le quejan a uno y sugieren que quizás uno no puede permitirse que le pronuncien discursos, pero ésa es una mancha que jamás caerá sobre mí mientras pueda considerarme un hombre independiente. Mi esposa es una mujer independiente.
—¿Y cuánto te parece que puedes pagar por un discurso?
—Bien, ésa es, por cierto, una de las cosas que quería discutir. En rigor pienso que usted me debe un discurso desde la primavera pasada, y creo que sería mejor que me lo diera ahora. No mejorará mucho en su calidad con que se lo guarde.
—No —respondió el ministro con tono decidido—. No pronunciaré sermón alguno sobre el cadáver de una mujer que vive en matrimonio durante un solo verano y luego se muere. Puedes considerarte afortunado si no hago que se investigue el caso. Siempre habrá medios y recursos para que tengas gratuitamente tu próximo sermón matrimonial, pero cambiar un sermón de bodas por uno funerario es un tipo de transacción con el que no quiero tener nada que ver.
—Me imagino, su reverencia —dijo el agricultor—, que una investigación más amplia podría demostrar que tengo derecho legal al sermón. Incluso aunque ella no haya cumplido los treinta años, era mi esposa, una buena esposa, una esposa cristiana.
—De modo que era cristiana, ¿eh? —preguntó airadamente el sacerdote, porque no podía soportar que se alabase a nadie.
—Bien —repuso Bjartur, preparándose a ceder en uno o dos puntos, en interés a la armonía—, quizá debería decir que fue una cristiana a su modo. Pero todo con moderación, ¿me entiende?
—Sería una sorpresa para mí, permíteme que te lo diga, si la gente de estas partes se hiciera repentinamente cristiana —exclamó el sacerdote, furioso—. En Rangárvellir había cristianos, lo concedo. Había allí un santo y un profeta en cada granja, pero hace treinta años que vivo aquí en el exilio y jamás me he cruzado con un verdadero cristiano o un verdadero arrepentimiento ante Dios, de cualquier forma o color que fuese; sólo me topé con crímenes monstruosos, catorce asesinatos y abandonos de niños, aparte de todos los abortos cometidos.
—Esas son cosas de las que no sé nada —contestó Bjartur—, pero sí sé que mi esposa era una buena mujer que en lo hondo de su corazón debe haber creído en Dios y en la humanidad, aunque no lo proclamase desde los tejados de las casas. Y si piensa decir algo, preferiría que hablase bien de ella y no mal, porque yo sentí una gran admiración hacia la mujer.
El tacto del cura le impedía discutir este elogio hecho a una mujer sencilla, poco distinguida, que había vivido un solo verano para morir después. Pero señaló el retrato de la princesa Augusta con un aire de amonestación que era mucho más expresivo, y dijo:
—Si quieres ver la imagen de una mujer que fue ejemplo para las demás, como princesa, como esposa y como ser humano, ahí la tienes. No os haría daño alguno el recordarlo, viles gusanos que siempre os habéis considerado bastante buenos como para humillar la piojosa cabeza ante la gracia del Espíritu Santo, aunque estáis más bajos en la comunidad que cualquiera de las ovejas que matáis de hambre y de modorra todas las primaveras que Dios nos concede. Pero a los hijos del rey Cristian los despertaban y aguantaban hasta que el propio capellán de la corte vomitaba casi de hambre. ¿Qué te parece eso?
Bjartur no pudo ya contener la risa.
—¡Jajajá, jajajá! —rugió—. Era muy parecido al caso de ese perro de Rauósmyri, entonces, el que no podía mantenerse lejos de la carne de caballo, hace uno o dos años.
—¿Eh? —preguntó el Reverendo Gudmundur con suma seriedad, deteniéndose en mitad de la habitación, con la boca abierta de perplejidad y las cejas enarcadas de asombro.
—Pues fue así —dijo Bjartur—. Había en Myri un muchacho que provenía de la ciudad, un individuo tonto y un tanto peligroso, y se le metió en la cabeza trabar amistad con todos los perros y sacárselos con añagazas a sus verdaderos amos —entre ellos se contaba mi perra. Siempre me han gustado mucho los perros y ella era una perrita magnífica, inteligente y digna de confianza. ¡Jajajá, jajajá!
—No entiendo —chasqueó el sacerdote, todavía inmóvil.
—No creí que entendiera —declaró Bjartur riendo—. Yo tampoco lo entendía hasta que el animal comenzó a vomitar trozos de carne de caballo tan grandes como ese puño de usted, hombre. Si el joven idiota no hubiese empleado la misma treta durante todo el invierno, robar carne de caballo de la cocina para atraer a los perros…
—Vaya, ya no puedo aguantar más estas cosas —dijo el sacerdote—. Por el cielo, vete.
—Sí, su reverencia —dijo Bjartur con sobriedad—. Nadie puede dominar sus pensamientos. Supongo que no hace daño ninguno. Y le agradezco sinceramente por el café. Es uno de los mejores cafés que he bebido en mucho tiempo. Y podemos confiar mutuamente en cuanto al joven morueco que tendré en otoño, y la otra cuestión.
—Es de esperar que yo esté muerto antes de la primavera —dijo el cura piadosamente—, muerto, muerto para no ver más a esta monstruosa gentuza. Adiós.
Pero Bjartur no se sentía en modo alguno dispuesto a partir en ese momento. Continuó aferrado al sacerdote, tanteando esto y aquello, hasta que finalmente cobró valor y dijo:
—De paso, Reverendo Guómundur, ¿no le oí decir algo acerca de una mujer, o más bien de dos mujeres, hace un momento?
—Vaya, ¿qué quieres decir? —preguntó el ministro quisquillosamente—. ¿Las quieres? No pienses que estoy ansioso de librarme de ellas.
—¿Quiénes son?
—Sólo Dios, en su infinita piedad, las mantiene. Las traje de Sandgilsheiói, en mi propio caballo de carga; son de mi propia parroquia. El padre de la familia murió de una enfermedad interna, y lo único que tenían era diecisiete ovejas de mísero aspecto, unas cuantas herramientas rotas y un par de yeguas de veinticinco años, que me entregaron como contribución a su manutención cuando vinieron aquí en otoño, que Dios me ayude. Están, por supuesto, completamente postradas por la pena. El viejo cultivó la tierra durante cuarenta años y no logró ahorrar ni un céntimo, tan espantosa era la granja.
—¿Sí? —dijo Bjartur—. De modo que son dueñas de algún terreno…
—Ya lo creo que son dueñas de tierras —declaró el sacerdote. Y luego, corriendo hacia la puerta, la abrió y gritó—: ¡Tráiganme a Finna y la vieja Hallbera, inmediatamente! ¡Hay aquí un hombre que quiere llevárselas!
Pasaron unos minutos y luego se introdujo por la puerta a una pareja de mujeres, la madre tejiendo, con un casquete castaño en la cabeza; de una verruga que tenía en la barbilla le salían unos pelos. Era tan cariagria como cualquiera que haya estado encerrado consigo mismo durante sesenta años, o más. No levantó la cabeza; miraba su tejido con ojos parpadeantes, la cabeza inclinada. Su hija, una mujer cercana a los cuarenta años de edad, de figura torpe, especialmente de cintura para abajo, compensaba con su expectación levemente sonriente lo que le faltaba a su madre de ternura. Se detuvieron, codo a codo, a no más de un palmo de distancia del umbral, haciendo imposible que nadie cerrase la puerta tras ellas. La anciana continuaba tejiendo; la hija miró a los hombres con ojos enormes que lo esperaban todo. Tenía en la mejilla la marca purpúrea de un viejo sabañón, una palpitación visible.
—He aquí a un caballero que nos aliviará a todos de una pesada carga —dijo el sacerdote—. Tiene la intención de llevaros a casa consigo. Su esposa yace en su féretro, que Dios me ampare, y él está completamente postrado por la pena.
—Sí, lo sé, pobre hombre —masculló la anciana a sus agujas, sin levantar la vista. Su hija miró al desdichado caballero con ojos llenos de cordial simpatía.
—¡Pero si son las mujeres de Uróarsel, la viuda de Eórarinn y su hija! —exclamó Bjartur, ofreciéndoles la mano en salutación y agradeciéndoles desde el fondo de su corazón por su antigua hospitalidad. Había pasado una noche con ellos, un otoño, hacía cuatro o cinco años, cuando se encontraba buscando algunas ovejas extraviadas del alcalde, y no por primera vez, por cierto. Sí, recordaba perfectamente a Itórarinn: un genio. Nadie podía curar como él a una oveja infectada… Prefería que a su familia le faltase café y azúcar antes de que sus ovejas no tuviesen su tabaco para mascar.
—¿No tenía acaso la oreja derecha ladeada y la izquierda perforada y con dos muescas? ¿Sí? —Bjartur había acertado de lleno.— ¿Y no tenía también un perro de pelo color arena, un animal maravilloso que podía ver en la oscuridad mejor que la mayoría de los demás perros a la luz del día? Maldito sea si no tenía doble vista. No todos son tan afortunados como para poseer un perro así, puedo asegurárselo.
Todo eso resultó ser cierto. Firma resplandecía de gratitud ante la amable condescendencia que estaba implícita en la tenacidad de la memoria del antiguo huésped. Ella misma recordaba, como si fuese ayer, la ocasión en que él pasó la noche en Uróarsel, nada más y nada menos que el pastor de Útirauðsmyri en persona. La gente no iba a menudo a pasar la noche, y pocas veces llegaba alguien de las granjas más lejanas. En rigor, madre e hija, en susurros, decidieron que no sería tan fácil atender a un hombre que venía de la Casa Grande, un hombre que seguramente no estaba acostumbrado a otra cosa que no fuese lo mejor: ¿qué debían hacer? Hallbera sugirió hornear pastelillos a la brasa, pero su hija dijo:
—No, él no soñaría siquiera en permitir que una cosa horneada sobre la turba desnuda le pasase por los labios… un hombre de Utirauósmyri… No te habrás olvidado de eso, ¿eh madre?
Pero la vieja dijo que hacía tiempo que se había olvidado de todo. Ya no recordaba nada del pasado ni del presente, aparte de sus días de juventud y de algunos versículos sacros; estaba hecha una ruina tan espantosa… y si no hubiese sido por el buen cura, que se apiadó de ellas cuando la mano del Todopoderoso consideró necesario arrebatarles al pobre Pórarinn…