Gente Independiente (22 page)

Read Gente Independiente Online

Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

—¿No te estoy diciendo que el hombre quiere llevaros? —interrumpió el sacerdote, impaciente—. Estaréis bien con él. La primavera pasada comenzó a trabajar en la granja de esa maravillosa propiedad que tiene, y es una especie de progresista moderno, con puntos de vista definidos en cuanto a ese desierto que florecerá como una rosa, del que siempre escriben en los periódicos de Reykjavik y que siempre es objeto de votaciones en el Parlamento.

—Oh, yo no me preocupo gran cosa de lo que escriben los periódicos de Reykiavik —afirmó Bjartur—. Pero sostengo de todos modos, que hay en la Casa Estival un gran futuro para los que valoran la libertad y todo lo demás y quieren ser hombres independientes.

Y entonces la anciana dijo con voz temblona, tenue:

—En mis tiempos no se hubiera considerado tan natural la muerte de tu esposa, Bjartur, mi buen hombre. Y ese redil de ovejas que tienes goza de una extraña reputación, según todo lo que he oído.

—¡Bah! —bufó el sacerdote en colérico desacuerdo—. También Uróarsel hervía de toda clase de fantasmas. En dos ocasiones extravié el camino allí, en el páramo, y las dos veces a la luz del día y en mitad del verano, que Dios me perdone.

—Una o dos personas de las casas fueron visitadas por duendes de tanto en tanto —convino la anciana—, pero nuestros vecinos de los páramos fueron buenos vecinos durante los cuarenta años que vivimos allí, y a menudo nos prestaron gran ayuda.

—Mamá quiere decir que nuestra casa jamás fue visitada por fantasmas, salvo cuando venían ciertas personas —explicó la hija—. Pero teníamos buenos amigos en los páramos y a menudo nos prestaron gran ayuda.

—Me niego a hablar de nadie cuyo nombre no esté inscrito en el registro de la parroquia —expresó el sacerdote.

—Sea como fuere, hemos recibido de ellas muchas buenas tazas de café, en sueños —dijo la hija—. Y siempre fueron sumamente liberales con el azúcar.

—Hmm, sí, muchas veces comimos bien gracias a ellos —confirmó reverentemente la anciana.

El cura recorrió la habitación, bufando de desaprobación, pero Bjartur declaró que nunca había negado que hubiese muchas cosas extrañas en la naturaleza.

—Entiendo que no es un error creer en elfos, aun cuando sus nombres no figuren en el registro parroquial —dijo—. No hace daño alguno a nadie; sí, e incluso le hace a veces mucho bien a uno. Pero creer en fantasmas y espíritus… eso afirmo que no es otra cosa que los restos del papismo y que es poco correcto que un cristiano le conceda siquiera el más insignificante pensamiento.

Hizo lo imposible para convencer a las mujeres de que aceptaran sus puntos de vista acerca de la cuestión.

21. Sepultureros

La mañana del domingo los sepultureros llegaron caminando pesadamente a través de los marjales, con sus perros. Eran cuatro, todos viejos conocidos: el rey del rodeo; Einar, el poeta de Undirhlíd. Luego Ólafur de Ystadalur, amigo de lo increíble, y finalmente el padre de la difunta, el viejo Pórður de Nióurkot. No caminaban en grupo, sino a gran distancia unos de otros, como hombres que han partido en viajes propios, rumbo a un punto que no tenía nada que ver con los demás. El rey del rodeo llegó el primero, y los otros entraron tras él, uno a uno, Pórður de Nióurkot el último. Llevaban todos sus ropas domingueras, con los calcetines sobre las perneras de los pantalones.

Bjartur no era de los que conservan una pena; dio la bienvenida a sus huéspedes en forma regia.

—Entren en el palacio, muchachos —gritó—. Hoy hace un frío que corta; pero consuélense: las mujeres han puesto el caldero al fuego.

Los visitantes sacaron los cuchillos y comenzaron a raspar la nieve de sus vestimentas. Había sido una caminata trabajosa, dijeron, el suelo estaba duro por encima, blando por debajo, resbaladizo. El anciano, gruñendo y con movimientos desganados, se sentó cuidadosamente en el umbral; las articulaciones le crujieron como si estuviese a punto de hacerse pedazos. Parecía todo encogido en sí mismo; tenía el rostro azul, escarcha en los jirones de barba, los párpados y comisuras de los ojos inflamados y el iris incoloro de vejez. El ataúd descansaba sobre el césped recién cortado de los corrales de las ovejas, decorado con vellones de lana que por casualidad se habían adherido a las tablas embreadas cuando las ovejas salieron a mediodía a beber un trago en un agujero abierto en la superficie del arroyo helado. El anciano tocó el ataúd aquí y allá con sus manos sarmentosas, como para probar su resistencia… ¿o serían ésas sus caricias? Cuidadosamente, con un sentido innato de la pulcritud, arrancó algunos de los vellones pegados a la madera. Esa parte exterior del establo estaba reservada a las ovejas; la interior se hallaba dividida en corral para los borregos y un compartimiento para el caballo. El olor de la orina del caballo dominaba a todos los demás olores del establo, porque el desagüe no funcionaba bien.

Las dos mujeres prestadas por Rauósmyri estaban ocupadas arriba, con la niña y el fuego. Habían dejado limpios el techo y el piso a fuerza de frotar. Los hombres dejaron sus perros afuera, como demostración de su respeto hacia la muerta, pero, por lo demás, su comportamiento fue, más o menos, el de costumbre, ya que no se permitía que obstáculo alguno coartase sus discusiones acerca del tiempo, que melindres de ninguna clase deformasen el estado de ánimo que era sagrado para encarar ese tópico. Los cuernos de rapé dieron la vuelta. Einar de Undirhlíó entregó a Bjartur la habitual elegía, escrita en un mugriento trozo de papel, y Bjartur contempló la leyenda con rostro torcido en una mueca, desconfiando por anticipado del tenor de la poesía de su amigo; luego la metió con indiferencia debajo de una viga. El anciano de Nióurkot se secó la humedad de los ojos con un pañuelo manchado de rapé. Cuando los concurrentes decidieron que el viento parecía asentarse para soplar definitivamente desde el sudoeste, Pórður opinó que seguiría así durante todo el invierno. Esa fue su única contribución a la conversación, porque había llegado a la edad en que se comienza a perder toda la confianza en el tiempo, y en verdad ya le quedaba muy poco en el mundo, aparte de la cabaña del molino, junto al arroyuelo. Y no es que sintiese amargura hacia nadie, sino que le resultaba difícil hablar. Cada vez que abría la boca para decir algo era como si una cosa le aferrase súbitamente de la garganta. Parecía como que en cualquier momento estuviese a punto de romper a reír. Algo de idiota se asomaba a sus facciones, una disolución, como si la cara se le resquebrajara desde adentro y fuese a hacerse pedazos al más pequeño esfuerzo… incluso el de hacer la observación más trivial en punto al tiempo.

Ólafur de Ystadalur declaró que un invierno con escarcha era fácil de entender después de un verano lluvioso: lo húmedo y lo seco deben equilibrarse en la naturaleza.

El rey del rodeo consideró que, puesto que el tiempo riguroso había comenzado tan temprano, seguramente el deshielo llegaría antes de Navidad y entonces gozaría de un largo período de buen tiempo, como, por ejemplo, el invierno de hacía seis años. En general, opinaba que no sería peor que un invierno bueno y dijo que, ciertamente, no había motivos para desesperar, aunque mostrase sus garras desde muy temprano.

Einar de Undirhlíó dijo que, en conjunto, sus profecías se basaban en la intuición y los sueños, y que tenía la sensación, a pesar de lo que había afirmado el rey del rodeo, de que sería un invierno severo y que lo mejor era que no se mostrasen demasiado generosos con el heno. Pero estaba seguro de que tendrían una espléndida primavera, porque en un sueño vio, a gran distancia de él, a una hermosa joven del sur.

—Bueno, personalmente no he tenido nunca mucha fe en esos sueños de mujeres —dijo Bjartur, negándose a ser contaminado con un optimismo mal fundado—. Muy poco puedes confiar en ellas cuando estás despierto, benditas sean, y menos aún cuando estás dormido.

—Pero la verdad es que, si uno pudiese interpretar los sueños, descubriría que aquellos en los cuales aparecen mujeres son tan dignos de confianza como cualquier otro —protestó Einar.

—Tienes razón —interrumpió el ama de llaves acaloradamente—. Por supuesto que son dignos de confianza. Y él tendría que avergonzarse de sí mismo, de hablar como habla, visto que su esposa está ahí.

—Olvidémonos entonces de los sueños por el momento —sugirió el rey del rodeo, que siempre estaba dispuesto a actuar de mediador entre esos dos notables poetas—. Bueno, para volver a la conversación que sosteníamos a principios del otoño, quiero que todos sepan, mientras me acuerdo de ello, que acabo de recibir una nueva medicina del doctor Finsen. Le transmití las quejas presentadas por varios de nuestros notables locales, la tuya entre ellas, Bjartur, y él escribió pidiendo un preparado absolutamente especial para nosotros. Y de acuerdo con lo que me dijo él mismo, los fabricantes garantizan que, sin ninguna duda, limpiará por completo a los perros, no sólo en lo que concierne a las lombrices solitarias, sino también en cuanto a la sangre y los nervios de todo el cuerpo.

Todos dijeron que no venía con mucho adelanto; el zorro era una maldición y la lombriz solitaria resultaba mucho peor aún. Todos ellos tenían la misma historia que relatar acerca de sus perros, infestados cada uno de los animales. Los hombres y las bestias están en peligro. Exigieron que el rey del rodeo asestara un golpe decisivo.

—Naturalmente —dijo él—, y todos recibirán de mí, tan pronto como sea posible, la circular anual que habla de la cuestión. Mi idea era efectuar el tratamiento más o menos por la fecha de las elecciones parlamentarias, de modo que todos vosotros pudieseis llevaros los perros al ir a votar y así matar dos pájaros de un viaje. Es una ayuda para el pequeño agricultor, que no tiene nadie que le ayude, el poder hacer un solo viaje.

—¿Qué fue del ayudante de veterinario de perros? —preguntó Olafur de Ystadalur, quien, quizá como muchos otros, había soñado con un poco de comida y honores relacionados con el asunto—. ¿No dijiste en el otoño que el alcalde tenía casi la intención de nombrar a alguien ayudante de distrito?

—Sí, pero previamente es preciso tener en cuenta una o dos cosas —repuso el rey el rodeo con cierta gravedad—. Éstos son tiempos difíciles, ¿sabes?, y el distrito no está en situación de aumentar sus gastos en gran medida. Y, por otra parte, bueno, yo siempre he sido de opinión que nombrar a un ayudante aquí, en la pedanía, donde se supone que soy yo quien cumple con esas obligaciones, sería como emitir un voto de desconfianza, no sólo contra mí y el doctor Finsen, sino también contra el Gobierno, porque es el Gobierno quien proporciona la medicina. Ahora que, por lo demás, me sentiría sumamente complacido en renunciar en cualquier momento. Y eso fue lo que le dije al alcalde: que, o le entregaba mi renuncia, o trabajaba bajo mi propia responsabilidad.

—Bien, es lo que yo siempre he dicho —declaró Olafur cuya desilusión no era tan grande—. Si la medicina hubiese sido científica desde el comienzo, entonces los perros no estarían constipados.

—Como dije anteriormente —replicó el rey del rodeo—, son las autoridades quienes proporcionan las medicinas.

(«Oh, las autoridades jamás te engañan», interpuso el anciano de Nióurkot, lleno de confianza gratuita.)

—Muy cierto —convino el rey del rodeo—. Por mi parte considero que el gobierno que hemos tenido en el país durante los últimos años ha servido bien al pueblo. Y en la persona del doctor tenemos a un caballero altamente patriótico que puede representar a nuestro distrito electoral, a un hombre que ha estado siempre dispuesto a hacer todo lo posible por nosotros, como médico, como hombre y como miembro del Alpingi.

Hubo un rato de silencio, y los pegujaleros, sintiendo que la conversación bordeaba lo político, se estudiaron pensativamente las anchas y callosas palmas de las manos.

—No me sorprendería que algunas personas contemplasen al doctor con mirada un tanto distinta —observó Einar de Undirhlíó al cabo—. Y una cosa es cierta: los que no comercian con el comprador de Fjóróur no votarán por el candidato nombrado en Fjóróur.

—Sí, creo que todos conocemos a nuestro buen alcalde —dijo Bjartur—. Si el gobierno estuviese en venta, él lo compraría y luego trataría de venderlo con un porcentaje de ganancia, si alguien era tan tonto como para comprárselo.

(El ama de casa, mascullando para sí frente a la cocina: «Es vergonzoso escuchar la forma en que habla de su benefactor y hasta, podría decirse, de su padre adoptivo. No es extraño que la desdicha persiga a una persona así.»)

Resulta evidente que las opiniones políticas de Einar no eran las más sanas, de modo que el rey del rodeo, con espíritu de colaboración, se impuso la tarea de demostrarle dónde se equivocaba.

—No supongo, por ejemplo, Einar —dijo—, que alguna vez hayas recibido una cuenta de Finsen por todas las medicinas que dio a tu pobre madre hace unos años.

Einar no pudo negar que todavía se las adeudaba al médico… unas doscientas botellas de la medicina.

—Sí, no se necesita mucho medicamento para sumar el precio de una vaca —observó el rey del rodeo.

Esto silenció a Einar de Undirhlíó por un momento, porque sabía que los otros debían estar enterados del hecho de que había hipotecado la vaca y la mitad de su majada para pagar una deuda que tenía pendiente con el alcalde de Útirauðsmyri. Pero finalmente agregó que una vaca es una vaca, una medicina es una medicina, un gobierno es un gobierno, y que en realidad estaba pensando en quedarse en casa durante las próximas elecciones.

Pero cada vez que la conversación versaba sobre política, Ólafur de Ystadalur tenía tendencia a dejar que su atención vagara por cualquier parte, porque sus intereses estaban en otras direcciones. La chiquilla se había despertado y ahora lloraba, de modo que el ama de casa abandonó lo que estaba haciendo para atenderla. Ólafur era de los que siempre se maravillan ante esas criaturitas humanas -si pueden ser llamadas criaturas- que vienen al mundo para reemplazar a los que desaparecen.

—Es maravilloso, ¿saben?, cuando se piensa en ello. He aquí que un nuevo cuerpo y una nueva alma hacen repentinamente su aparición. ¿Y de dónde vienen, y por qué vienen continuamente? Sí, yo mismo me he formulado la pregunta muchas veces, de día y de noche. Como si no hubiera sido mucho más natural dejar que las mismas personas vivieran continuamente en el mundo. Entonces habría existido al menos alguna probabilidad de que la gente ordinaria como vosotros y yo nos abriéramos paso hasta alcanzar finalmente una posición cómoda.

Other books

Evil Under the Sun by Agatha Christie
Hearts Aflame by Johanna Lindsey
Labyrinths by Jorge Luis Borges
Glory and the Lightning by Taylor Caldwell
Kung Fooey by Graham Salisbury
0764213504 by Roseanna M. White
Wedding Bell Blues by Meg Benjamin