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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

Gente Independiente (20 page)

—Hmm, yo seré su padre por lo que a eso se refiere, de cualquier modo —dijo él—. Tendrá un nombre hermoso y ningún otro.

Guóny no dijo nada; continuó arrullando a la pequeñuela y convenciéndola de que aceptara el biberón. Bjartur permaneció contemplándolas durante un rato, en evidente comunión con su alma, y luego declaró con profunda convicción.

—Sí, todo está arreglado. —Y tocó la cara de la niñita con su mano fuerte, sucia, que había combatido contra los monstruos espectrales del país: —Se llamará Asta Sóllilja.

Se sentía orgulloso de que esa cosita indefensa no tuviese en el mundo a nadie más que a él y estaba firmemente decidido a compartir con ella el mismo y único destino.

—…y no quiero que se hable más de la cuestión.

Había mucho que hacer: las ovejas estaban todavía en Rauósmyri; luego era preciso ocuparse del funeral, del ataúd, el sacerdote, los portadores, el viaje al pueblo, la reunión después del entierro…

—Estaba pensando, Gunsa, muchacha, que quizá podrías hacer un buen pedazo de torta de Navidad para comer. Podrías utilizar todas las especias y pasas de uva que quieras, e inclusive esas enormes cosas negras que parecen boñigas de caballo; creo que se llaman ciruelas pasas. No pienses en los gastos; yo pagaré. Y, naturalmente, tantas frutas de sartén como todos puedan comer. Y café cargado, mujer; café lo suficientemente fuerte como para embrear a un morueco. No toleraré que la gente beba aguachirle en el funeral de mi esposa.

20. Recados

Todos dieron por sentado que el fantasma volvía a las andadas en la Casa Estival, de modo que Guóny hizo que le enviaran de la casa a una criada para que le hiciese compañía, y en torno a la muerte de Rosa se tejieron extrañas historias, tanto más extrañas cuanto mayor era la distancia de su punto de origen, pero todas concordantes en cuanto a la causa del deceso y todas, en verdad, del mismo esquema que las leyendas que se narraban de ese solitario pegujal desde épocas perdidas en el tiempo. Gran preocupación se sintió, por lo tanto, en cuanto al futuro del pegujalero del marjal, especialmente teniendo en cuenta que los acontecimientos habían seguido ese curso en su primer año de haber estado establecido allí, y unos días después, cuando el oficial del alcalde se encontró con Bjartur en el campo, insinuó que pronto tendría vacante un puesto de peón y sugirió que las dificultades en que se esperaba que Bjartur se encontrase de un momento a otro eran de responsabilidad de toda la parroquia. Hele aquí, viudo, con una hija pequeña que cuidar… ¿Qué haría? Dijo que se había enterado de que sería posible convencer a la gente de Rauósmyri de que aceptase a la niña para criarla, incluso sin el pago acostumbrado, aunque con la condición de que la tierra les fuese devuelta gratuitamente, «y si yo me encontrase en tu lugar diría que era un ofrecimiento magnífico, en vista de las liberales condiciones».

Pero Bjartur pensaba que si la gente de Rauósmyri le ofrecía condiciones liberales por algo, no lo hacía, por cierto, antes de tiempo, aunque el ofrecimiento llegase por una vía indirecta.

—Puede que vosotros, los potentados del concejo parroquial, consideréis que es buen negocio entregar a vuestros hijos para que sean criados en Rauósmyri —declaró—. Pero yo no lo creo así. Porque ocurre que fui criado en Rauósmyri, durante dieciocho años. Y mientras pueda considerarme un súbdito independiente de este país y no deba nada ni a Dios ni a los hombres, tengo la intención de ser yo quien críe a mis hijos, y no la gente de Raudsmyri.

—Puede llegar el momento —dijo el otro— de que ciertas cláusulas legales te impidan estar libre de deudas, especialmente si tienes que cultivar esas montañas tuyas con ayuda de mujeres contratadas. Todo lo cual podría tener algún efecto en lo que llamas independencia.

—Necesité dieciocho años para reunir penosamente mi ganado y pagar el depósito de Casa Estival —replicó Bjartur— y, si bien es posible que no me haya construido un regio palacio de mármol y zafiro, por lo menos me erigí un palacio que se levanta sobre unos cimientos de dieciocho años. Y mientras no adeude nada a la parroquia ni al comerciante y pueda pagarle al alcalde sus cuotas, es, por lo menos, un palacio tan bueno como cualquiera que tú o el alcalde hayáis construido. Y ahora, permíteme que te diga esto, amigo mío: jamás he molestado a los hijos del alcalde ni hecho alharacas por lo que se refiere al nombre que llevan, y jamás lo haré. Pero exijo, a mi vez que el alcalde mantenga la nariz fuera de mis cosas y deje de mi cuenta a mis hijos y los nombres con que yo quiera bautizarles. Y dile que he preguntado por él.

Ese día Bjartur se dirigía a Staóur, para visitar al Reverendo Guómundur, el hombre por quien sentía tan gran respeto, más grande, por cierto, que el que tenía por muchas otras personas, y basado principalmente en la excelente raza de ovejas que había introducido en la parroquia. Fue hecho pasar al humo arremolinado del cuarto en que, atareado con sus sermones y sus cuentas agrícolas, el cura, como de costumbre, se paseaba. Muy pocas veces se le vio de pie, inmóvil; no tenía tiempo para ello. Pocas veces se sentaba; era un maestro en la técnica perentoria, malhumorada, de hombre atareado. Estaba bastante avanzado en edad y era más bien corpulento, de mejillas y nariz de tono azulado. Vástago de una vieja familia de alcurnia, del oeste, disfrutó en su juventud, en el sur, de una buena vida, pero había pasado la mayor parte de su existencia en esa región y siempre vilipendiaba las cosas terrenas cuando hablaba a sus feligreses. Nunca demostraba sus conocimientos de agricultura en ninguna conversación. Como la mayoría de las personas ocupadas, por lo general era sumamente lacónico con sus interlocutores y siempre pensaba que lo que decían los demás eran tonterías. Era severo en sus juicios y sustentaba opiniones fanáticas acerca de cualquier asunto, pero las cambiaba inmediatamente si alguien estaba de acuerdo con él. Tenía muy poca fe en la naturaleza humana y no creía en la bondad que pudiese haber en nadie, aparte de la familia real danesa, a la que tenía en muy alta estima a cuenta de su inteligencia y sus virtudes morales. Su favorita especial era la princesa Augusta -que había muerto hacía muchos años-, cuyo retrato pendía todavía en su estudio. No tenía gran opinión de la moralidad de sus feligreses y frecuentemente rozaba el tema con sombrías insinuaciones, dejando siempre entrever que se había cometido una multitud de crímenes secretos en la parroquia durante los años de su ministerio. Y, sin embargo, siempre se decía de él que jamás rechazó a nadie que se le acercase en un momento de necesidad. Le resultaba igualmente doloroso tolerar que se hablase mal de alguien como que se le alabase. Cuando se encontraba con gente de poca fe religiosa, hablaba de religión con tremendo fervor, pero entre los devotos su actitud era más bien de irreverencia y sarcasmo. Sus parroquianos consideraban que sus sermones estaban muy llenos de añadidos, muy desarticulados, y que en ocasiones resultaban incluso completamente ininteligibles, y pocas personas hacían esfuerzo alguno para vivir de acuerdo con los preceptos que tales sermones contenían.

—Vagando otra vez —gruñó con su tono quisquilloso, ofreciendo a Bjartur un velocísimo roce de mano cuando pasó precipitadamente junto a él en su ronda por el cuarto. Chupó furiosamente la pipa, y las nubes de humo que se elevaban sobre su cabeza eran como el polvo levantado por los cascos de un caballo.

—No estoy muy seguro de que vagar sea una costumbre en mí —replicó Bjartur—, pero no puedo negar que acabo de toparme con el oficial del alcalde.

—¡Ah, el oficial del alcalde! —bufó el sacerdote, escupiendo desdeñosamente en el cubo de carbón, mientras pasaba rápidamente ante la estufa.

—De modo que me dije que bien podía visitar también al párroco —continuó Bjartur—, para ver cuál de los dos tenía más ansias de libertad.

—¿Libertad? —replicó el cura, e incluso llegó a detenerse, aguzando la mirada que clavó en su interlocutor, como si le exigiese una explicación.

—Sí… quiero decir para los pobres.

—No pretendo libertad alguna, ni para los pobres ni para los ricos —declaró apresuradamente el sacerdote, y partió nuevamente en su recorrido.

—Lo que quiero decir —dijo Bjartur—, es que la diferencia que existe entre el concejo parroquial y yo consiste en que yo siempre he tenido ciertas pretensiones en punto a la libertad. Y los del concejo quieren mantener a todos oprimidos.

—No hay más libertad que la de la única y sola Redención de Nuestro Señor Jesucristo —entonó el cura con el incoloro parloteo de un impaciente vendedor de comercio que explicara a algún insignificante parroquiano que el único material que estaba en venta en la tienda era la lona bautizada con el nombre del maestro de Hesse—. Es como se dice en el libro antiguo —y ofreció una cita en idioma extranjero. Luego preguntó—: ¿Qué es la libertad? Sí, como lo esperaba: ni tú mismo tienes la más mínima noción en ese sentido. Y no es que yo me oponga a que vivas entre los glaciares, puedes quedarte con todos ellos. Como dice en el texto antiguo… —Otra cita en un idioma más ininteligible aún.

—Oh, no pienso discutir con usted acerca del hebreo, su reverencia. Pero, dígase lo que se diga, creo que sé tanto de ovejas como cualquiera y afirmo que sus moruecos han hecho mucho bien en estas regiones.

—Sí, malditos sean —dijo el ministro, acelerando—, mucho bien para aquellos cuyo vientre es su dios y que se enorgullecen de las condenadas bestias.

—Hmm, por lo que recuerdo, en la Biblia la oveja es llamada el cordero del Señor.

—Niego que la oveja fuese llamada el cordero del Señor en la Biblia —replicó el sacerdote con cierto acaloramiento—. No digo que las ovejas no fuesen creadas por Dios, pero niego absolutamente que Dios muestre más predilección por ellas que por cualquier otro cuadrúpedo. —Un momento de silencio, y luego, con voz llena de amargo reproche:— Buscar ovejas por montañas y desiertos, ¿de qué sirve? ¡Como si esto tuviese algún sentido!

—Bien, para decirle la verdad tal como se me ocurre, su reverencia, supongo que en el fondo, si hablásemos de hombre a hombre, de corazón a corazón, como hermanos, ¿entiende?, quizá descubriríamos que nuestras opiniones acerca de las ovejas no difieren siquiera en la mitad de lo que usted querría que un hombre ignorante como yo lo creyese. Y me gustaría decirle, su reverencia, que lo principal que me ha traído aquí esta noche, cosa en la que he estado pensando y con la que sueño desde hace mucho tiempo, es ver si no podría convencerle de que me vendiese un carnero joven para el otoño. Quizá, si Dios lo permite, podré pagarle en efectivo. Pero, de todos modos, con la ayuda del Todopoderoso, le abonaré por medio de un traspaso a la cuenta que tengo con el comprador, si las cosas van mal.

Bjartur trataba, con todo el cuidado posible, de seguir el curso medio entre el temor a Dios y la adoración a Mammón, a fin de no dejar al sacerdote ninguna posibilidad de ataque. Pero fue inútil. El Reverendo Guómundur se negó a dejarse embaucar y ponerse de acuerdo con nadie.

—¡Un traspaso! —repitió, malhumorado—. No toleraré traspaso alguno entre Dios y el Diablo. Puedes ir a ver al mayordomo y regatear con él.

—Sí, pero prefiero no hablar con ningún subordinado antes de que la cuestión quede arreglada con usted.

—Si quieres un poco de café —dijo el sacerdote—, será mejor que lo digas ya. Pero no tengo ni una sola gota de aguardiente en la casa, como que Dios es mi testigo.

—Oh, jamás escupí hasta ahora mi café porque no hubiese en él un poco de aguardiente. Muchos infortunados seres han tenido que arreglárselas sin aguardiente antes de hoy, ¿no?

El sacerdote se dirigió a la cocina, para averiguar cuál era la situación en lo referente al café, y, al regresar al cabo de unos momentos, continuó con sus paseos a la misma excesiva velocidad, con la cabeza todavía hundida entre nubes del humo exhalado por su pipa.

—Aquí no conseguirás otra cosa que las heces, hombre —dijo—, porque jamás pude ver que dedicases siquiera un pensamiento a tu salvación espiritual. Recorres tus propios e indiferentes caminos que te llevan a las cumbres de las montañas, no sólo con perfecta imprevisión, sino, además, con una palmaria dureza de corazón, y luego crees que puedes venir y decirle a un hombre cómo son las cosas.

Una de las elegantes hijas del sacerdote entró trayendo el fragante café en una cafetera de bronce, junto con tazas y platillos de porcelana decorada con figuras japonesas, dos fuentes cubiertas con una variedad de pasteles, todos deliciosos, azúcar y crema. Recordó a Bjartur la última vez que se habían encontrado y demostró que todavía se acordaba de los versos que él compusiera en el verano. Los recitó en su honor, mientras el sacerdote, escuchando con agria desaprobación, mascullaba algo para sí.

—¡Puaf! —exclamó—, cualquier cosa que no pueda ser traducida al latín en el acto es una legítima copla de ciego. ¡Vete, Gunna, no tienes nada de común con este individuo!

En cuanto la joven hubo cerrado la puerta tras de sí, el sacerdote se inclinó y abrió una de las gavetas del escritorio y, tosiendo en las nubes de humo que surgían de su pipa, extrajo una botella de aguardiente llena hasta el gollete. Intensamente encolerizado, vertió así como medio cuartillo de aguardiente en la cafetera y luego llenó ambas tazas con la mezcla. Bjartur no dijo nada, por respeto al cura y admiración hacia el aguardiente. Comenzaron a beber el café. Después de haberse bebido tres tazas, Bjartur estaba sudando.

—¡Bebe, hombre! —exhortó el ministro—. ¿Para qué crees que las mujeres te dan café con este tiempo?

—Ya me he echado tres al coleto, ¿sabe? —dijo Bjartur cortésmente.

—Puede que así sea, pero yo no bebo menos de treinta por día —replicó el sacerdote, y continuó llenando las tazas e incitando al pegujalero a beber, hasta que hubieron tomado seis pocillos cada uno y la cafetera estuvo vacía. Para entonces el sudor le corría a Bjartur por la frente y le chorreaba de las sienes. Contempló pensativamente, durante un rato, las figuras de las tazas y platillos, y al cabo hizo la siguiente observación:

—No hay nada desaliñado en esas damiselas y sus atavíos —refiriéndose a las japonesas de los pocillos—, y sé que pasará mucho tiempo antes de que las muchachas de las tazas de Casa Estival sepan sonreír con tanta dulzura. Y esto me recuerda, su reverencia —agregó, limpiándose con la manga la transpiración del rostro—, que en estos momentos me encuentro en un grave aprieto: mi esposa, como supongo que la llamará usted desde que bendijo nuestro matrimonio en primavera, murió hace uno o dos días.

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