El pequeño Nonni pensó y pensó, y finalmente replicó:
—Lo que necesitamos es un poco de tabaco.
—¿Tabaco? —preguntó Gvendur, muy lejos de esa forma de razonamiento.
—Sí, tabaco. El que no conoce a su Hacedor necesita tabaco. Lo decía la abuela cuando hablaba con el alcalde.
—¿El hacedor? —preguntó Gvendur—. ¿Qué hacedor? ¿Estás seguro de que sabes lo que estás diciendo?
—Lo que quiero decir —explicó el pequeño Nonni— es que si mascas tabaco no necesitas preocuparte de si tu Hacedor lo dispone todo como mejor le plazca.
Gvendur:
—Comienzas a hablar como solía hacerlo nuestro Helgi. En lugar de ello deberías pensar en cómo algún día seremos grandes y ayudaremos a nuestro padre a triplicar el ganado y empezaremos a trabajar en gran escala, como la gente de Rauósmyri, y en cómo tendremos vacas y construiremos casas. Y en muchas otras cosas.
—Sí, muchas veces he pensado en todo eso —contestó el pequeño Nonni—, pero hay que esperar demasiado. Y a veces he pensado en irme. Por ejemplo, si no sucede nada durante cien años. Porque debe ser posible huir, aunque Helgi haya dicho que no lo era. Pero si nada ocurre, y si no es posible irse durante años y años y años, porque cualquier cosa debe ser posible alguna vez, entonces será posible que no dejes que te preocupe el que no puedas crecer inmediatamente, o el que el ganado no aumente, o el que no puedas tener vacas. No haces más que mascar un poco de tabaco.
Incapaz de seguir escuchando tamañas tonterías, Guómundur Gudbjartsson se alejó en silencio, y otro día arrastró su extensión sobre la potente nieve y los pequeños corazones aprensivos de la nación, hasta que los chiquillos se encontraron una vez más sobre el mismo montículo de nieve, el día siguiente, contemplando un paisaje en el que no podía distinguirse ni un solo trocito de suelo desnudo. Y entonces fue cuando Guómundur Guóbjartsson dijo, sin preámbulos:
—Escucha, Nonni, ¿has robado tú el tabaco de las ovejas, que quedó del año pasado? Debería estar en el cajón de los trastos, a la entrada.
Nonni:
—Ayer dijiste que no querías tabaco. ¿Por qué lo quieres hoy?
Gvendur:
—Entrégamelo inmediatamente o te daré una buena tunda.
Siguió una pequeña pelea en la nieve, hasta que el hermano mayor sacó de los pantalones del más joven una mecha de mohoso tabaco para mascar.
—¿Te has creído que te dejaría que tú solo te comieras todo eso, pequeño glotón?
La paz fue finalmente restablecida y, después de oler el tabaco, de lamerlo y de probarlo con la lengua, convinieron en compartirlo en forma fraternal y no comer más que un bocado por día hasta que se terminase. Pero más tarde, ese mismo día, se sintieron terriblemente enfermos. Subieron trabajosamente al desván, con dolores de estómago, vértigos y vómitos, y Asta Sóllilja tuvo que desvestirlos y acostarlos. Pero por más que les importunó con preguntas no logró convencerles de que pronunciasen una sola palabra acerca del sedativo que hay que tomar si se teme que el Señor lo dispone todo tal como mejor le plazca.
Y Asta Sóllilja, que está sentada, cardando la lana, ¿cómo puede ella olvidar todas esas noches del mañana que hacen que esta noche sea más larga? Trata de pensar en cómo crujió la escalera ayer por la mañana, cuando papá bajó por última vez, en cómo tintineó el bocado del freno en la boca de Blesi cuando le pasó las riendas por la cabeza, puso el pie en el estribo y se sentó a horcajadas de su equipaje, en cómo chilló la nieve congelada bajo los cascos de la yegua, cuando se alejaban. Obliga a su mente a demorarse en esa partida todo lo posible, como en la primera parte de un cuento, para poder alegrarse más con el pensamiento de su regreso para Pascua. Y posiblemente haya una Pascua verde, ya que ha habido una Navidad blanca. Y entonces, tras un incalculable número de noches, escucha el tintineo de arneses que le llega desde afuera, porque ahora él le quita las bridas al caballo, y una vez más cruje la escalera y ella le ve el rostro y los poderosos hombros elevándose sobre el escotillón, y es él, él, que por fin ha venido. Brinca hacia esa visión del futuro sobre innumerables noches interminables. Pero, cuando llegó el momento, descubrió que no podía hacerlo. No podía elevarse en el aire lo suficiente. Estaba sola, frente a tantas noches que todavía debían venir como muchedumbre de muertos agolpándose en una sola alma. El alma del hombre necesita un poco de consuelo todos los días, si quiere vivir, pero no podía encontrar consuelo en ninguna parte.
—Cuando termina esta fiesta, abuela, ¿qué viene después?
—¿Eh? —preguntó la abuela—. ¿Qué esperas que venga? No creo que todavía falte nada importante. Nada en absoluto, diría yo, por cierto. Y es mejor así.
—Pero es preciso que después venga algo, abuela, después de pasado el Año Nuevo. Quiero decir, alguna festividad… —algo que se acerque a Pascua, se dijo, pero no se atrevió a expresarlo en voz alta.
—Oh, no sé que haya ninguna otra fiesta grande, aparte de que después de Año Nuevo viene la víspera del día de Reyes, pero no es una fiesta muy importante. No, no creo que haya gran cosa en materia de grandes festividades.
Sí, precisamente era la víspera de Reyes la que ansiaba Asta Sóllilja, y no otra fiesta, porque la expectativa prefiere olvidar las interminables noches de los días laborables y utilizar las fiestas solamente como sus mojones hacia el futuro.
—Sí, víspera de Reyes. Y después, ¿qué?
—Después no faltará mucho para el mes de porri.
Porri, pensó la muchacha con tristeza, porque eso no le recordaba más que grandes tormentas de nieve y súbitos deshielos que venían por turno y, por lo tanto, sin propósito alguno, un deshielo que se convertía en helada, una helada que se tornaba deshielo, eternidad tras eternidad.
—No, abuela, Porri, no. Eso no. Quiero decir fiestas. Festividades…
—En mi época tomábamos nota del tiempo en el día de San Pablo y en la Candelaria, pero entonces, naturalmente, todavía quedaban muchas de las viejas costumbres.
Pero Asta Sóllilja había estado esperando el miércoles de ceniza, porque le parecía recordar que el miércoles de ceniza era una cumbre desde la cual podía divisar la Pascua, pero ahora, aparentemente, debía pasar todo el mes de Porri y todo el mes de Góa, y después vendría… el ayuno de nueve semanas. ¿El ayuno de nueve semanas? ¿Nueve semanas? ¿Quién podría sobrevivir a un ayuno así? Pero cobró nuevos ánimos y expresó la esperanza de que cuando el ayuno de las nueve semanas hubiese terminado, el miércoles de ceniza no estuviese ya tan lejos.
—Oh, yo siempre entendí que primero venía el martes de carnaval.
—Pero el miércoles de ceniza debe llegar alguna vez, abuela, y entonces no faltará mucho para Pascua.
—Será una novedad, entonces —replicó la anciana, echando la cabeza hacia atrás y lanzando una mirada oblicua, hacia abajo, a sus agujas—. En mis tiempos el miércoles de ceniza era siempre seguido del ayuno.
—¿Qué ayuno?
—¡Pues, el largo ayuno, la Cuaresma mujer… la Cuaresma! ¡Habrase visto tamaña ignorancia! ¡Tiene casi dieciséis años de edad y cree que la Pascua viene inmediatamente después del miércoles de ceniza! En mi época se te habría considerado una boba por no conocer la Cuaresma y las más importantes festividades que hay en ella, las témporas, por ejemplo, y la Anunciación.
—Pero conozco el Viernes Santo —dijo la joven con repentina inspiración—. Alguna vez llegará, ¿no es cierto?
—Oh, creo que San Magno viene antes —replicó la anciana—. Y el Jueves Santo.
Esto terminó con la tentativa de centrar la Pascua. Se rindió. Se había extraviado en los desiertos del calendario, perdió todo el sentido de dirección, la lana repentinamente pegajosa en sus dedos, todos los vellones convertidos de pronto en masas enmarañadas que jamás lograría peinar. ¿Por qué estos jóvenes no podían consolarse con el pensamiento de que todo pasa, de un modo o de otro, tal como mejor le place al Hacedor?
—Oh, la suerte de una no se hace únicamente con las grandes festividades, hijita —dijo la abuela en un repentino acceso de compasión—. Recuerdo, por ejemplo, un domingo de Pentecostés, hace muchos años, cuando mi pobre padre sacó a la vaca para que pudiese mordisquear unas pocas briznas de hierba marchita que asomaban a través del hielo. Y no era en modo alguno extraordinario que una tormenta de nieve cayese precisamente el día de San Juan.
¿Arneses tintineando? ¿Cascos repiqueteando en el hielo? ¿No es la vieja Blesi que resopla en la oscuridad, afuera, sobre el montículo de nieve? Sí, es claro que sí. No tardaron mucho en bajar velozmente la escalera, salir al corredor de nieve y emerger en la superficie… ¿Hay alguien ahí? -Dios sea alabado -se oyó susurrar en la oscuridad, junto a ellos-. De modo que la bendita criatura ha encontrado, después de todo, el camino a casa. Acérquense.
Y, cuando los hombres se acercaron, encontraron a un hombre en la nieve. Tomaron su mano fría en señal de saludo. Ambas partes se mostraron igualmente encantadas de la presencia de la otra.
—¿No hay una puerta para entrar en la casa? —preguntó el visitante.
—No —replicaron ellos—, pero hay un agujero excavado a través de la nieve caída del techo.
—¿Querréis, entonces, mostrarme inmediatamente cómo se entra en ese agujero? —pidió el visitante—. Me temo que estoy enfermo. Todavía no sé cómo no morí de frío en el brezal. Ésta ha sido una terrible tormenta para mí.
Mientras Gvendur llevaba a la vieja Blesi al corral, los otros niños condujeron al recién venido al montículo de nieve y le mostraron cómo debía arrastrarse sobre el umbral de entrada.
—No tan rápido —se quejó él—. Tengo que usar un bastón para caminar, como ven.
Luego trepó dificultosamente por la escalera, saludó a la anciana y se quedó, temblando y erguido a medias, cerca de la trampilla. Estaba muy mal equipado para viajar por la montaña. No había duda de que era un hombre de la ciudad. Dijo que creía que estaba congelado, y posiblemente tuviese algo de pulmonía. Más tarde los niños pensaron con frecuencia cuan extraño era que pareciese tan viejo la primera vez que le vieron en la casa, cuando más tarde se tornó de aspecto tan juvenil. Ninguno de sus movimientos, ningún botón de sus ropas escapó a la hambrienta observación de los chiquillos, que tan apasionadamente habían ansiado un incidente en ese mundo de desolación en que no se veía un solo trocito de suelo desnudo… Sí, llevaba incluso botas de charol, un caballero elegante, por cierto. La anciana fue la primera en recobrar el habla lo suficiente como para averiguar de dónde venía el caballero. Y venía de la costa.
—Sí, eso me pareció, pobre hombre —fue la respuesta de ella—. Sola, muchacha, a ver si le ayudáis con las botas y los calcetines, si quiere quitarse la ropa, y apresúrate y caliéntale algo. ¿Podemos preguntarle si le agradaría quedarse esta noche aquí?
Sí, no seguiría más adelante; y mejor es así, susurró él. Sí, susurraba, lo decía todo en secreto, y uno tenía la impresión de que la cosa no debía pasar de ahí. Asta Sóllilja deseó y esperó que no enfermase de pulmonía; tenía miedo de no saber cómo cuidarle. Sintió que una gran responsabilidad pesaba sobre ella, porque todas las cosas de la granja, las de adentro y las de afuera, estaban a su cuidado, y aquélla era la primera vez que tenía un visitante. ¡Oh, si sólo supiese qué debía hacerle, qué ofrecerle, cómo cuidarle, qué decirle! Pero al cabo fue él quien rompió el silencio y susurró, no, hasta aquí y nada más:
—Me envió aquí un tal Guóbjartur Jónsson, que, aunque olvidó mencionarlo expresamente, estoy seguro de que les ha enviado sus más caros recuerdos. Soy el maestro que deberá quedarse con ustedes hasta la primavera. Ni yo mismo lo creo, pero, aun así, es cierto.
Se quitó el raído sobretodo ciudadano y se sacó una de las botas, pero no la otra. La bota estaba inanimada, inexpresiva y completamente carente de toda naturaleza viva, en todo sentido, como si estuviese congelada del todo, y la muchacha estuvo a punto de preguntarle si no debía ayudarle a sacársela y luego examinarle el pie, aunque había suficientes motivos para suponer que lo tenía helado. Entonces él se acostó en la cama de los padres y pidió a Asta Sóllilja que le cubriera, y ella nunca había tapado anteriormente a un hombre y el corazón comenzó a palpitarle, pero aun así arropó al hombre, como arropaba a los niños cuando eran pequeños, hasta la barbilla, pero no le cubrió la bota del pie derecho, que él ni siquiera había metido bajo las ropas. Sobresalía de la parte inferior de la cama, inmóvil, y poco a poco se fue haciendo cada vez más difícil saber con exactitud qué actitud era preciso adoptar con respecto a ese miembro. El hombre tenía una frente alta y cabellos espesos, que le caían de la frente en marañas más bien que en rizos. Un rostro regular, con profundas arrugas, que se tornaba más y más agradable a medida que la piel se recobraba de su larga exposición al frío. Y, cuando le tapaba, ella advirtió que llevaba una camisa color caqui, sí, otra vez un visitante había venido para quedarse en la tierra, y llegó en secreto y convertía el desván en su habitación. Nadie lo sabría jamás, no invitaría a nadie durante todo el invierno para que las noticias no se divulgasen, para que no hubiese peligro alguno de que se lo arrebataran como al otro visitante, tiempo ha, cuando ella era pequeña.
—¿Y cómo está todo en la costa? —preguntó la abuela. Pero en lugar de darle noticias, él comenzó a hablar del incomprensible laberinto del destino que hizo que un hombre de su salud partiese en una expedición tan azarosa, en mitad del invierno, después de haber vivido decenas de años en la dulce tibieza de las ciudades del mundo, clamorosas y calentadas a estufa.
—Oh, sí —dijo la anciana—, pero he oído que las llamadas estufas no son, en modo alguno, lo que se supone que sean. En mis tiempos no vi nunca una estufa, y sin embargo jamás me dolió nada, por lo menos mientras pudo decirse que estaba realmente viva, aparte de esa urticaria que tuve una noche, cuanto tenía quince años, aunque no fue tan mala que no pudiese levantarme al día siguiente y dedicarme a mis quehaceres. Fue debido a unos pescados frescos que los chicos solían pescar en los lagos del contorno. Eso ocurrió en el sur, donde me crié.
El hombre no contestó durante un rato y se quedó acostado en silencio, meditando acerca de la historia médica de esa criatura increíblemente vieja que, sin haber puesto jamás los ojos sobre una estufa, no sufrió de una sola enfermedad durante los sesenta y cinco años pasados. Finalmente respondió que, en último caso, las llamas de la estufa de la civilización mundial eran probablemente las mismas que alimentaban la inextinguible angustia del corazón, y todavía está por decirse, abuela, si el cuerpo mismo no se encontrará mejor en un medio más frío que el engendrado por las llamas de las estufas de la civilización. Es verdad, el mundo posee una gran belleza superficial en sus mejores momentos, en sus mejores lugares; en los bosques murmurantes de California, por ejemplo, o en las avenidas de palmeras del Mediterráneo, doradas por el sol. Pero el resplandor interno del corazón se torna tanto más ceniciento cuanto más brillantemente relucen sobre él los diamantes de la creación. Pero a pesar de todo ello, anciana, siempre he amado a la creación y siempre traté de estrujarla hasta sacarle todo lo que me fue posible.