Finalmente la joven le preguntó tímidamente si le habían enviado la medicina que necesitaba, porque sentía que de ello despendía todo el futuro. Si había recibido la medicina equivocada pues… sería lo mismo que si no la hubiese recibido. Pero él respondió que esa noche no se hablaría de libros, nos acostaremos temprano. Nos acostaremos temprano para que la medicina del maestro le haga bien, dijo Asta Sóllilja.
De modo que se acostaron más temprano que de costumbre, sólo que la anciana se quedó sentada, tejiendo, a la luz de la mecha, mascullando de tanto en tanto, hasta que le llegó el momento de acostarse a su vez. Al cabo apagó la luz y se recostó. Para entonces Asta Sóllilja estaba ya dormida, soñando. Sus sueños habían recuperado las cualidades que los convierten en amigos bienvenidos. Y ahora, una vez más, con el incomparable esplendor de la brillante pintura, vio el elegante paisaje boscoso del viejo calendario, que tanto tiempo atrás fue pisoteado por las patas de las ovejas. Innaturalmente verde, sí, era, sin embargo, el paisaje de sus mejores sueños. Y en sus narices se expandía el perfume capitoso del tomillo silvestre, como el que a veces emanaba en verano de la montaña, especialmente los domingos por la mañana, temprano, cuando el rocío nocturno desaparecía rápidamente ante el sol que brilla en el día del descanso. Perezosamente vagó ella por ese paisaje, como un pájaro que volara, inmóviles las alas, sobre los almenados picachos de las montañas. En ese sueño no había nada que nadie pudiese temer, nadie sucumbía bajo el peso de aflicción alguna y ella se sentía feliz. Y, lo que era más, no había siquiera nadie que la persiguiese, tan saludables son los sueños que de tanto en tanto pueden ser soñados en la juventud. Luego le pareció oír, mientras se deslizaba, que la tierra comenzaba a susurrar bajo sus pies, o bajo sus alas, como si la montaña, con sus cinturones de cumbres, se preparase a musitar un irresistible poema bajo sus alas. Y despertó. No supo cuánto tiempo había estado dormida, pero el sueño había sido encantador y al principio los latidos de su corazón estaban libres de temor, aunque abrió los ojos a una oscuridad de brea. Y en realidad había un susurro en alguna parte; no fue simplemente un sueño. Sí, era poesía. Y era allí, en el cuarto. Era él. El estaba recitando poesía. ¿Por qué se encontraba despierto en mitad de la noche, recitando poesía? Asta levantó la cabeza y lanzó una tosecita interrogante, y él musitó otro verso.
—Soy yo —dijo.
—¿No puede dormirse? —preguntó ella.
Pero él repuso:
Esplendente
flor nacida del rocío,
fina, suave y delicada.
Crece salvajemente
la sed de poderío
-por el licor ahora estimulada-,
de lograr que caliente
a tu doncellez mi aliento enamorado,
ahora que Adán está otra vez presente,
a través de su espíritu animado.
—¿Qué es lo que está recitando? —preguntó la joven.
—Un viejo poema.
—¿No deberíamos levantarnos, entonces? —inquirió ella, pensando que quizás el maestro quería que comenzaran sus lecciones.
—El momento se acerca —contestó él, y continuó con el poema, susurrando, y Asta Sóllilja sintió que se lo musitaba a ella, como si se lo dirigiese a ella en especial, y era una poesía tan extraña… Nunca había escuchado nada parecido. Y él lo susurraba como si tuviese alguna relación con ella, como si le concerniese directa e íntimamente. La joven se ruborizó furiosamente en la oscuridad y no tuvo la más mínima idea de qué debía decir o hacer, sobre todo teniendo en cuenta que era pasada la medianoche. Porque la poesía estaba hecha para ser leída durante el día y para ser comprendida en silencio, durante la noche. Pero, ¿cómo una jovencita habría de entender una poesía que es susurrada tan sólo en sus oídos, en mitad de la noche? ¿Podía aceptarla impersonalmente, como la poesía del día?
Casi desconocidos
me son mis clamorosos pensamientos.
Audaces, afiebrados como el toro,
crecen enloquecidos
de lujuriosos vientos
cada vez que atesoro
tu gracia en mis sentidos y que el dulzor de tu belleza imploro. Porque creo, mujer, que has conseguido mayores dones que el becerro de oro.
No, seguramente él la recitaba para sí. Seguramente se había dado cuenta de que ella era demasiado joven para entender versos tan extraños; que, aunque le daba café a menudo, y a veces tortas de sartén, lo hacía solamente porque era una jovencita; y, por lo tanto, no tenía sentido alguno dedicarle esas cosas. Y aunque en ocasiones podía sentir que ya era una mujer, nunca permitió que nadie se enterara de ello. Y, además jamás se le habría ocurrido que nadie pudiese hablar de un becerro en relación con el amor, aunque fuese un becerro de oro. No, no podía ser una poesía seria, y, evidentemente, no se refería a ella. ¿Qué podía decir ella?
La más maravillosa
del grupo fascinante
de vírgenes afables y prudentes.
La más rara y hermosa,
la sinfonía de su voz amante,
el mirar de tus ojos de relente.
No, alabado sea el cielo porque una poesía tan extraña no podía tener relación alguna con ella. Habría sido una tontería sugerir que ella tenía los ojos de relente, y más tonto aún describirla como la más hermosa de las doncellas. Debió haber sido escrita hacía cien años por algún otro poeta, dedicada a alguna otra muchacha. Ella nunca frecuentó la compañía de otras jóvenes; se parecía a una planta solitaria que creciese en un pedregal. Pero siempre, siempre estuvo completamente segura de que las otras muchachas del mundo la superaban en todo. Y, de todos modos, todavía no era una joven; apenas era una niña… ¿o es que se supo de algún modo que había crecido, aunque tenía tanto cuidado en guardar el secreto? Cielos, ¿qué diría papá si lo supiese? Y ella que todavía no había sido confirmada… Con cada verso el corazón se le inquietaba más y más. Pronto no podría ya soportarlo.
Para cantarte
en alabanzas virginales
no puede hallar mi musa los vocablos
capaces de dar vida,
en frases de color, a los encantos
que mi ánimo marchitan.
¿Por qué ponía él en todo eso el énfasis que sólo se pone en palabras susurradas confidencialmente, para que nadie más las oiga? ¿No sabía que había un límite para lo que una chiquilla, que nadie sabía que había crecido, podía escuchar en mitad de la noche sin perder el dominio de sí misma y desmayarse y, posiblemente, morir? El, que podría haber obtenido de ella lo que quisiese, que conocía la poesía y la historia del mundo por experiencia personal… ¿no tendría piedad de ella y de su impotencia?
Horadas implacable
el alma que me habita suspirando
por todas sus bellezas en capullo
por tus ocultos dones, los trofeos más altos.
Con los sentidos alborotados, Asta saltó de la cama, buscó a tientas los fósforos y encendió la lámpara. Y entonces vio que se había olvidado de ponerse la bata, tan aterrorizada se encontraba, tan aturdida. Se la pasó frenéticamente por la cabeza y se la alisó en las caderas. Y había luz en el cuarto… ¡Y, cielos, si él la hubiera visto…!
Finalmente se apartó el cabello de la cara con un movimiento brusco de la cabeza y le miró, presa de pánico.
Sí, se encontraba mejor. Se sentía tan bien que, lejos de estar dormido, había bajado de la cama en mitad de la noche. Ahora estaba sentado en el borde, con el rostro enrojecido y los ojos ardientes. Y las arrugas que le surcaban la cara tan profundamente en el pasado parecían haberse alisado de pronto, a tal punto que ahora era apenas un muchacho de menos de veinte años. La alegría que brillaba en su rostro era casi infantil. Estaba sentado allí, con la botella de la medicina en las rodillas, sonriendo con satisfacción a la joven y a la luz que ella había encendido. La luz también despertó a los chicos, que se sentaron para observar esa nueva felicidad.
¿Estaba él entonces… completamente bien? Sí, estaba completamente bien. Y más que bien. Dichoso. Totalmente dichoso. Y agregó:
—Y, además alegre. Absolutamente alegre. —Blandió la medicina ante la faz del mundo.— Porque esta noche no hay sufrimiento para nadie. Lo he borrado todo. En el futuro no habrá penurias ni enfermedades. Esta noche soy yo quien manda. Basta de penas para el tembloroso corazón, basta de chiquillos semidesnudos en cabañas oscuras, en un retazo de tierra donde el arroyo se hunde en la arena; no más lombrices en las pacíficas ovejas rumiadoras de los valles; no más crueles cargas sobre los lomos de las nobles acémilas del hombre independiente. En cambio, susurrantes bosquecillos sobre los arenosos desiertos del Ecuador, sinceros deseos de cumpleaños cruzados entre cazador, ciervo y pantera en las orillas del Misisipi. Os concedo todo lo que desea el corazón; venid a mí, vosotros, los niños, y escoged vuestros países. Es el tiempo de formular los deseos para todos vosotros.
Durante un largo rato los chiquillos, todavía a medias dormidos, se sintieron incapaces de establecer distinción alguna entre esa nueva felicidad de él y la poesía que les había enseñado. Salieron de las camas y se adelantaron para participar en la redención del universo. El les reunió en su derredor y, sentándoles en la cama, les pasó los brazos sobre los hombros y les estrechó contra su pecho, acompañando el ademán de increíbles citas de los poetas.
El tiempo de formular deseos había llegado tan como un relámpago del cielo, que al principio los niños no entendieron nada. No era ésa, por cierto, la primera vez que la gente se queda enmudecida en presencia del tiempo de expresar deseos. Más aún: es sumamente raro que la gente entienda ese momento, cuando llega, aunque sea quizás el único que siempre han ansiado, e incluso, posiblemente, esperado. Hasta el pequeño Nonni, él, que siempre había creído en los deseos, él, que era hijo de los deseos, vaciló cuando llegó la hora. Y Asta Sóllilja creyó que todo era poesía, sólo que de nuevas formas. Por extraño que pueda parecer, fue el pequeño Gvendur, el materialista, el primero en orientarse, el primero en comprender el hecho de que había llegado el momento sagrado. Él era el dueño del razonamiento, que poseía en común con Hrollaugur de Keldur, que toma las cosas estrictamente en el orden en que llegan, sin investigar su origen o su naturaleza. Fue el primero en formular un deseo.
—Mi deseo —dijo— es que las ovejas de papá tengan un buen invierno. Y que gane un montón de dinero antes de Pascua. Y que compre más ovejas para el próximo otoño.
—Amigo mío —repuso el maestro, besándole—, tu deseo será satisfecho. Las ovejas madres, las pacíficas rumiadoras, las que paren mellizos, volverán al redil con los mejores borregos de la región. El ganado, en la casa, y los haberes, en Fjoróur, aumentarán en parejas proporciones. Una carretera asfaltada, tersa como un espejo, será lanzada hacia aquí por la civilización del mundo, y a lo largo de ella correrán grandes monedas de plata, como carruajes, en interminable procesión. Y aquí, en la loma, se alzará, como un palacio de hadas, una casa de piedra, de dos pisos, iluminada con la más potente luz eléctrica que la ciencia moderna puede proporcionar.
Tal fue el primer deseo, y tal la forma en que fue aprobado y despachado. Y el pequeño Nonni se dio cuenta de que, aunque el momento podía no ser más que un sueño, sería prudente no permitir que la oportunidad se le escurriese entre lo dedos, por si no era un sueño, del mismo modo que la gente reconoce a Dios en el lecho de muerte, por si en realidad existiese un Dios. ¿Y qué le plugo elegir en ese momento en que los hados parecieron depositar todos sus dones a sus pies? En la sangre de algunas personas bulle un único deseo, y esas personas son hijas de la dicha, porque la vida tiene las dimensiones exactas para un solo deseo, no para dos. En su sufrimiento su madre había clavado en su pecho este deseo: deseó otros países.
—¿Qué países? —preguntó el maestro.
—Un país con bosques —respondió Nonni—. Un país en cierto modo parecido a aquel por el cual fluye el Misisipi, como dice el poema. Donde el ciervo y la pantera viven en los bosques. Ése es el país que yo quiero.
—Tráeme pluma, tinta y papel —dijo el maestro.
Se inclinó sobre la mesa y escribió con clara letra fluida; y luego la pluma salpicó. Y el niño le contemplaba escribir con ojos maravillados, y no estaba seguro aún de que no fuese un sueño, ni de que en realidad se encontrase despierto. No sabía si todo era diversión y poesía, o si existen momentos que deciden todos los demás momentos de la vida y les conceden un propósito.
—Ahí tienes —dijo el maestro mientras le entregaba la carta con un ademán digno. Envíala a Fjóróur lo antes posible. Es tu carta de esperanza. Y tu deseo será cumplido.
El niño contempló vacuamente la dirección. Era la de una dama de nombre extranjero, a cargo del gobernador, sin más explicaciones. Antes de acostarse depositó la misteriosa carta de esperanza en el estante, sobre la cama de la abuela. Luego se pellizcó el lóbulo de la oreja… Seguramente era un sueño. Por la mañana no vería siquiera rastros de la carta. Y cuando despertó, a la mañana, lo primero que hizo fue buscar a tientas en el estante, y, ¿qué creéis?, ahí estaba la carta, dirigida, con grandes letras, a una dama extranjera, a cargo del gobernador. Y esperó a que pasasen personas que se dirigiesen a Fjóróur y les pidió que la entregaran. Y ahora se había cumplido el segundo deseo y era el momento de formular el tercero. El maestro dijo a los niños que ya podían acostarse. Y los chiquillos se acostaron. Y, en cuanto volvieron a cerrar los ojos, él tendió la mano hacia la lámpara, la apagó y tomó a Asta Sóllilja.
Fue realmente terrible.
Nunca, nunca habría nada tan terrible como aquello.
Ave, Señor Dios mío, pesan negros pecados sobre tu pobre hija vencida de vergüenza, abandonada ahora a la maldad del mundo y de las artimañas de Satán presa.
El infierno tortura con sus dolores mi alma abrumada en abismos de pesar y desdicha. No hay salvación posible para mi enorme culpa; No me queda una senda para huir de mí misma.
Asta Sóllilja está de pie junto al fogón temprano, por la mañana, escuchando ese himno que es recitado a sus espaldas. Sus manos son las manos de una moza, de tosca piel azulada, anchas palmas, huesos finos y fuertes articulaciones. Los nudillos son grandes pero los dedos largos. La coyuntura del pulgar es prominente, la muñeca huesuda y de aspecto maduro. Pone en la rejilla las negras ramas de brezo, porque ya ha quitado las cenizas. Las esbeltas y juguetonas ramas de abedul enano del brezal restallan airadamente al encenderlas, y las cubre apresuradamente con tortas de estiércol seco. Una ráfaga de viento sopla por la chimenea y el cuarto se llena de humo. Sí, ahora es ya una moza crecida; es ella quien enciende el fuego en esos días y no hay camino de retorno.