—Sí —replicó la abuela, que había entendido mal lo poco que oyó de las palabras de la sabiduría del maestro—, y por eso no puedo entender qué quiere decir Bjartur cuando hace venir aquí a gente decente, con este tiempo, en tanto que él mismo se va.
—No tengas temores por mí, anciana. Ha llegado el momento de que descanse un poco del fuego fatuo de la vida civilizada —susurró tímidamente el visitante—. He vivido en el gran mundo durante muchos años y contemplado largo tiempo el océano de la vida. Cuando un hombre sufrió lo que sufrí yo, comienza a anhelar la vida en un mundo pequeño, tras las montañas, una vida sencilla y bienaventurada como la que puede encontrarse en este desván. Pero desdichadamente no todos pueden refugiarse aquí, porque el mundo no se muestra dispuesto a soltar su presa. Creí que moriría en la montaña como esos hombres, de quienes se habla en los libros, que huyeron de sus enemigos para caer en manos de enemigos peores aún, o sea que salieron de la sartén para caer en las brasas. Y me pareció que lo menos que podía esperar era una enfermedad mortal. Pero ahora que esta esbelta doncella se adelanta como una planta florida de la vida humana, ofreciéndome café, siento que todavía me resta un poco más de vida. No, anciana, un hombre no se encuentra nunca tan desamparado que la buena fortuna no le favorezca con otra sonrisa más antes de su muerte.
Se incorporó, agradecido, para dar la bienvenida al café y a la esbelta planta florida de la vida humana, pero la bota asomaba aún por la parte delantera de la cama, tan estólida como antes. Los chicos continuaban contemplando, hechizados, la distinguida extremidad, que, junto con el bastón, sería para ellos eternamente la demostración más segura de la nobleza incuestionada. Sí, y ella azucaró la grasa que le dio con el pan de centeno, cosa que nunca había hecho antes para nadie, excepto para sí misma a hurtadillas, era el colmo de los lujos de que consiguiera jamás gozar, esa maravilla de belleza y talento. Y él nunca probó nada que fuese siquiera la mitad de delicioso, y Dios sea alabado, agregó, porque existan todavía muchachas que se ruborizan, pues ella se ruborizaba cada vez que él le daba las gracias. ¿Cómo podía, en verdad, sentirse agradecido hacia una jovencita delgada, de vestido incoloro, roto en un codo, él, que había visto hasta muy lejos en el océano de la vida humana? ¡Cuan humildes son siempre los grandes hombres! A cada una de las palabras de agradecimiento, Asta se sentía más dispuesta a hacer todo lo posible para agradar a ese hombre que había viajado sobre las montañas cubiertas de nieve, desde los bosques murmurantes de California hasta las avenidas de palmeras del Mediterráneo, doradas por el sol, para enseñarles muchas cosas buenas. Ella, que durante tanto tiempo tuvo miedo al solo pensamiento de despertar, se encontraba de pronto ansiando levantarse la primera por la mañana para hacerle tortas de sartén para el desayuno. Es cierto, él no tenía el rostro que sonríe por sí mismo sin sonreír, cosa que difícilmente podía esperarse dado que era un visitante de invierno y no de verano, pero tenía ojos sabios, serios, llenos de diversión bonachona, que miraban con gozosa comprensión y calaban muy hondo en el cuerpo y en el alma de la joven… Ojos que parecen capaces de resolver todos los problemas del cuerpo y todos los problemas del alma, ojos en los que se piensa quizá cuando se siente uno desdichado, sabiendo que ellos pueden ayudar. No, en realidad no se sentía ya tímida con él, aun cuando de tanto en tanto se ruborizaba un poco. Incluso encontró la valentía suficiente como para preguntarle por papá.
—Sí, mi querida —dijo él—, es un verdadero vikingo ese hombre. Pero que tuviese una hija tan pálida, de cabello castaño, es más de lo que jamás me habría imaginado.
—Espero que Bruni haya podido darle algún trabajo —dijo la anciana.
—No, lejos de ello —fue la respuesta del visitante—, esos días han terminado. Los días de la autocracia y el monopolio han terminado en esta región. Por fin somos lo suficientemente maduros como para gozar de los beneficios que la democracia trae consigo.
—¡Caramba! —exclamó la anciana.
—Ahora es Ingólfur Arnarson Jónsson el importante, anciana —dijo el visitante—. Los que medran a expensas de viudas y los huérfanos han recibido su merecido. Porque he aquí que una época mejor ha llegado nuestras penas a mitigar, y audazmente acomete los antiguos males. Clama justicia por los pobres y los oprimidos de otrora y se siente a sí misma libre de trabas, grande y fuerte, como dice nuestra Oda al Muevo Siglo. El poderío ha pasado a las manos de los que hacen el comercio sobre una base sana. Túliníusjensen partió en el último barco que zarpaba antes de Navidad. Hemos combatido por los ideales comerciales de Ingólfur Arnarson y hemos vencido. Este joven aristócrata que regresó a Islandia inspirado por los ideales mercantiles de los economistas humanitarios del mundo, y que se dedicó a quebrar las cadenas de deuda forjada por las fuerzas comerciales, ofreciendo crédito incluso a aquellos a quienes durante muchos años se les negó unos gramos de harina de centeno por su propia cuenta… le hemos colocado en una posición inexpugnable. Conozco a un padre pauperizado que no podía darse ningún lujo porque todas sus inclinaciones le llevaban hacia la literatura y los conocimientos extranjeros. Ingólfur le envió medio barrilillo de carnero salado, en otoño, así como un gran cajón de mercancías coloniales. ¿Qué les parece eso? Más aún: le dio un empleo, durante una quincena, en el matadero, en tanto que muchos héroes locales se encontraban sin trabajo, sin otra cosa que hacer aparte de holgazanear en las esquinas y tocar la armónica, y todo porque creían en la autocracia y la opresión y pensaban que su salvación residía en las sanguijuelas que les habían chupado la sangre. Sí, anciana, Ingólfur Arnarson es un gran hombre, un genio que podría hacer girar a todo el mundo en su dedo, un filántropo que arriesgó su puesto, que está en estrecho contacto con el gobierno, que puso en peligro su vida y su reputación para buscar el bien de los despreciados y los olvidados. Porque los periódicos no se fijan mucho en lo que dicen acerca de los que toman la parte de los oprimidos. Pero, a pesar de todo ello, hemos conseguido instalarle en la morada de Bruni. Y la última vez que lo vi, Guóbjartur Jónsson de la Casa Estival estaba poniendo los muebles de Ingólfur Arnarson en la Casa de la Torre. Tengo entendido que, cuando terminase la tarea, se le daría un empleo de algo así como almacenero de la Sociedad Cooperativa.
—Sí, ya lo sé —dijo la anciana—. Uno entra cuando el otro sale, como viene sucediendo tiempo ha. Muchos hablan mal de los comerciantes, y es cierto que las riquezas ansiadas son difíciles de guardar. Se cree que lo nuevo es siempre lo mejor, y lo último es siempre lo peor. He sobrevivido a muchos comerciantes, benditos sean.
El maestro, dándose cuenta de que tendría poco sentido entrar en mayores detalles en beneficio de una mujer tan vieja, clausuró su parte de la conversación con la observación de que, por tardío que fuese, el sol de la justicia surgiría al final. Ahora vendrán mejores tiempos para todos nosotros.
Sí, vendrán mejores tiempos para todos nosotros. Ese estribillo suyo, ese nuevo motivo, se elevó cantarino, con súbita alegría, entre la sombría música invernal, para calentar los helados corazones del invierno, aplastados bajo las leyes de un calendario inflexible, y he aquí que no había ya demanda de festividades y que el tabaco había dejado de ser el único remedio concebible para un Hacedor a quien nadie entendía. Pronto el hombre comenzó a deshacer su equipaje. Permitió que los chicos le contemplasen a cierta distancia, en semicírculo.
De la boca de un saco extrajo en primer lugar sus pertenencias, su propio equipaje, las posesiones que enlazan a un hombre a la vida con las ataduras más fuertes, o que, por lo menos, le tornan la vida más tolerable. ¿Y qué eran esas posesiones? Una camisa remendada y un calcetín solitario, muy remendado también. Acarició esos tesoros con misteriosa gravedad, como si poseyesen alguna virtud cabalística. Después los puso bajo su futura almohada sin decir una sola palabra. Los niños contemplaron la desaparición de ambas prendas bajo la almohada como prueba de cómo los grandes hombres se revelan en las cosas pequeñas. En seguida sacó los artículos que estaban más directamente relacionados con los chiquillos… el aparato educacional que les traía en virtud de sus funciones. Y acarició con afecto los paquetes rectangulares y dijo:
—Pues bien, chicos, henos aquí. En estos paquetes está la sabiduría del mundo.
Y tal, por cierto, parecía ser la verdad. De los paquetes emergieron libros nuevos, fragantes, cada uno de ellos envuelto en papel brillante, colorido, y atados con un cordel blanco. Libros de todos los colores del arco iris, con grabados por dentro y por fuera, llenos de las letras más increíbles, uno sobre especies animales desconocidas, otro acerca de reyes muertos y pueblos sin ninguna relación entre sí, un tercero de países extranjeros, un cuarto de la magia especial de los números, un quinto del cristianismo largamente deseado en Islandia… todo, todo lo que el alma anhela, regimiento tras regimiento de maravillosas noticias para elevar el alma a planos superiores y proscribir la múltiple tristeza de la desolación de las vidas de los hombres. Sí, nos esperaban tiempos mejores.
Se les permitió tocar un poco cada uno de los libros, pero esta noche solamente con la punta de los dedos; la literatura no tolera las manos sucias. Primeramente tendremos que forrar con papel todos los libros, las cubiertas no deben ensuciarse ni los lomos romperse; los libros son la posesión más preciosa de la nación, los libros han conservado la vida de la nación a través del Monopolio, las pestes y la Gran Erupción. Para no hablar de las toneladas de nieve que cayeron sobre las casas diseminadas por todo el país, durante la mayor parte de cada uno de sus mil años. Y eso es lo que vuestro padre sabe tan bien, por dura que sea su cáscara. Y por eso os ha enviado un hombre especial, portador de estos libros, y ahora tendremos que aprender a manejarlos con cuidado. Y los niños pensaron en su padre con una gratitud que casi les hizo tragar saliva. Su padre, que les había dejado pero no olvidado. De modo que, en fin de cuentas, tenían un padre así, y Asta Sóllilja no pudo contenerse y dijo a los niños:
—Ahí tienen, ahora ya pueden ver que nadie tiene un padre como nosotros, que nos envía un hombre especial para que nos enseñe todo lo que hay que aprender.
—Y los libros, entonces, ¿hablan de los países? —preguntó el pequeño Nonni.
—Sí, hijo mío, de países nuevos y antiguos. De nuevas tierras que surgen del océano como jóvenes doncellas y bañan sus preciosas conchas y sus corales de mil colores en la primera luz del estío; y de tierras antiguas, con bosques fragantes y hojas que susurran pacíficamente. De castillos de mil años de antigüedad, que se yerguen sobre las Montañas Azules, a la luz de la luna romana; y de ciudades blancas como el sol, que abren sus brazos a verdes océanos tersos que lamen las costas en una perpetua y bailarina luz de sol. Sí, como dice vuestra hermana, no todos tienen la buena suerte de aprender a conocer los grandes países del mundo de boca de quien los ha visitado todos.
Durante un rato continuaron jugando con los libros, pero no debían mirar las ilustraciones de una sola vez; sólo una de cada libro, por esta noche… El grabado de Roma, por ejemplo, que es casi tan grande como la montaña que domina la granja; y la jirafa, de cuello tan largo que, si se detuviese ahí, en la puerta, la cabeza le sobresaldría por la chimenea, porque es de esperar que al menos haya una chimenea en la casa. ¿Y qué les parece? La noche casi había terminado. Jamás, en la mente del hombre, pasó una noche con tanta velocidad. Los libros fueron cuidadosamente envueltos en sus papeles. No, basta por hoy… cuando ellos pensaban en hacerle cien preguntas. Estaba cansado y quería dormir, y ellos no se atrevieron a mostrarse pródigos en el derroche de su sabiduría.
Los chicos se quedaron reverentemente junto a él mientras se desnudaba, estudiando su forma de desvestirse. Pero Asta Sóllilja se volvió de espaldas y se dirigió hacia su abuela. Él puso el bastón junto a sí, en la cama, y lo cubrió con las ropas; quizás el bastón tenía un alma. Finalmente comenzó a desatarse la bota del pie derecho. Cada movimiento parecía costarle considerables esfuerzos. A veces le recordaba a uno el alcalde. A veces, pero con menos frecuencia, al librero. Oh, qué tontería, a menudo tosía con fuerza en el pañuelo; todo atestiguaba el hecho de que era una persona sumamente especial. ¿Y qué apareció, al cabo, de esa inanimada bota derecha? Un pie. Pero no era un pie corriente, una obra de la creación como los nuestros, de piel blanca o al menos levemente atezada, cubierta de pelitos. Era un pie especial, castaño oscuro, producto prolijamente terminado de un taller, sin carne ni sangre; carpintería. Y entonces fue el pequeño Nonni quien no pudo seguir conteniendo sus sentimientos y exclamó:
—¡Oh! ¡Sola, ven a ver el pie del señor!
Pero Asta Sóllilja, es claro, no quería ver el pie de un hombre. Una idea así ofendía su sentido de la modestia, como era natural.
—Tendrías que avergonzarte de la forma en que te portas —replicó, sin moverse. Pero la mañana siguiente, en los establos, no pudo dejar de preguntar a los hermanos qué clase de pie era y si había algo extraño en ese pie. Lo discutieron desde todos los ángulos posibles, una y otra vez, cuando terminaron de dar de comer a las ovejas. Y luego analizaron al hombre: qué persona maravillosa era, y qué deleite sería que él les enseñase, y cuánto sabrían en primavera, cuando hubiese terminado de enseñarles. Cuando estaban solos, el hombre era tema de debates interminables. Todo lo que le concernía era individual y se encontraba velado por el misterio. Todo, desde su voz susurrante hasta su pie de carpintería, sin exceptuar el bastón, que tenía permiso para dormir con él, como si poseyese un alma. Por cierto que los chiquillos de Casa Estival eran afortunados por estar al lado de un hombre semejante. Y luego, en cierto modo, se les ocurrió la idea de que fue él quien le arrebató la casa a Bruni y se la entregó a Ingólfur Arnarson Jónsson, para que la gente pobre pudiese recibir unos granos de harina de centeno por su propia cuenta. Y, ¿no es extraño que los hombres de aspecto atrayente, digno, que vienen de grandes ciudades indefinidas, lleven todos camisas color castaño claro?
Ahora él está acostado en el cuartito de ellos, él, que había visto nuevos y viejos países bañándose en las primeras luces del sol de la mañana, sí, y tantas y tantas otras cosas. Si uno pudiera siquiera recordar todo lo que había dicho y repetirlo después… Nadie tenía una lengua de oro. Sí, y está acostado allí, con esa expresión de seriedad sabia en los ojos, y se ha cubierto con las mantas hasta el cuello y descansa junto a ellos, bajo el mismo techo, después de un viaje azaroso cruzando el brezal, todo por ellos, él, que creció en murmurantes bosquecillos. Oh, si pudiésemos pagarle de algún modo y demostrarle cuánto le apreciamos. Esa noche, cuando se acostaron, sintieron que les sería muy fácil vivir hasta los cien años de edad, sin tabaco, como la abuela, y sin cansarse jamás de desvestir el mismo cuerpo noche tras noche y volver a vestirlo a la mañana siguiente. Y en verdad que es buena suerte la de poder ansiar la llegada de la mañana siguiente con gozosa expectativa.