Gente Independiente (50 page)

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Authors: Halldór Laxness

Tags: #Clásico, Drama

—¡Bah! —bufó Bjartur—. Grettir Ásmundarson nunca fue considerado un gran héroe religioso en su época, y sin embargo fue vengado en el sur, en Miklagaró, y aclamado, por ese mismo motivo, como el más grande hombre que Islandia tuvo jamás.

Pero lejos de dignarse a responder tonterías tan ajenas a la cuestión, el alcalde se sacó el tabaco de la boca y expresó su intención de acostarse un rato, ya te diré algo más cuando despierte, apoyó las piernas en la cama, volvió la cara hacia la pared.

—Prepárame unas tortas de barro para las autoridades, Sola, muchacha —dijo Bjartur mientras salía a ocuparse de sus tareas. Y la nieve se fue espesando gradualmente y el día transcurrió de algún modo, de cualquier modo o de ningún modo, con una fuerte nevada y el alcalde durmiendo y el gobernador que tenía que llegar de un momento a otro.

La característica más desagradable de mediados del invierno no es su oscuridad. Más desagradable, quizás, es que nunca haya la suficiente oscuridad como para que uno se olvide de lo infinito del cual esa oscuridad es el símbolo, de lo infinito que, en realidad, está emparentado con la justicia misma, que llena el mundo como la justicia y, como la justicia, es inexorable. Mediados de invierno y justicia son hermanos. Y uno se da cuenta mejor en la primavera, cuando brilla el sol, de que ambos fueron malvados. Hoy es el día más corto del año. Quizá los que consigan sobrevivir a este día estarán a salvo, esperémoslo así. Hoy es también el día de la justicia y la gente menuda del pequeño pegujal espera a la justicia que llena el mundo y carece de comprensión. Es el padre quien ha enviado a buscar a la justicia. El que recoge el heno para sus ovejas tiene a la justicia de su parte; las ovejas son las ovejas de la justicia. Y aunque una madre yazga en su ataúd y los niños sean plantados en el cementerio, la justicia, pese a todo, reside en las ovejas y sólo en las ovejas. Ya se trate del que ama los sueños o el alma, o de aquel cuyas esperanzas se centran en torno a la rebeldía, la justicia es enemiga de ambos, porque ellos no tuvieron el ingenio suficiente como para conquistar. Y porque la justicia es estúpida por naturaleza. Y mala. Nada tan malo como ella. No hay que escuchar cómo duerme el alcalde para darse cuenta de ello; no hay más que oler las tortas que están siendo horneadas para la justicia y sus funcionarios. Y el hijo mayor de la Casa Estival cierra la puerta tras de sí.

El alcalde sigue durmiendo, roncando ruidosamente. Uno creería que ese hombre fuerte, de rostro vigoroso, cincelado, no había dormido bien en toda su vida. Sola, chica, ¿no tienes un trozo de carne para las tripas del alcalde, para cuando despierte?… Porque no había necesidad de ser ahorrativo con la carne ese invierno en la Casa Estival; todas las barricas y todos los cajones estaban henchidos de ese manjar, que nadie querría comprar porque era carne muerta. Carne muerta, narices, por supuesto que no era carne muerta, esa carne no tenía nada de malo, aparte de la marca que la estupidez y la superstición le habían estampado. Sea como fuere, rellenaremos con ella a las autoridades y dejaremos que ellas decidan. ¿Dónde está Helgi?

Sí, ¿dónde estaba Helgi? ¿No estaba aquí hace unos minutos? Oh, no tardaría en aparecer; hoy le toca a él sacar afuera la porquería del caballo. Ninguna señal de que el alcalde despertara. Oh, bueno, no es cosa nuestra, supongo que puede dormir todo lo que quiera, el viejo búho. Éste sí que nos la ha hecho buena, el gobernador no habrá puesto el pie en el brezal con este tiempo, la nieve cae ahora tan espesa como una sopa y no puedes verte la mano aunque te la pongas ante la cara. Si miras desde el montículo de nieve que hay ante la puerta, creerás que el mundo ha desaparecido; no hay vestigio alguno de líneas o colores, no queda ningún mundo; uno podría estar ciego o cayendo en un profundo sueño.

—¿Adonde puede haber ido ese chico? Gvendur, baja y echa una mirada, hijo. Es imposible que se haya ido a los establos. —Pronto terminaron de comer y el propio Bjartur salió a buscar al chiquillo. El alcalde despertó y se levantó, bostezando y desgreñado.

—¿Eh? —preguntó.

—Nuestro Helgi —contestó Asta Sóllilja—. No sabemos qué se ha hecho de él.

—¿Helgi? —preguntó el alcalde, que no conocía a nadie de ese nombre en el pegujal.

—Sí —replicó ella—. Mi hermano Helgi.

—Oh —exclamó el alcalde, atontado de sueño y buscando su tabaco—, mi hermano Helgi. Escucha, querida —agregó—, deberías decirle a Bjartur que venda el pegujal. Puedes venir a nuestra casa cuando quieras; no necesitas pedirle permiso a nadie. Tienes la boca de mi madre.

—¿Qué? —preguntó la joven.

—Debes tener unos quince años…

Sí, había cumplido los quince hacía apenas un mes.

—Sí, es una lástima, pero, ¿qué puede hacer uno? Tendríamos que haberte llevado inmediatamente. Pero, ¿qué quería decir yo? ¿No te vi comiendo un trozo de pescado, chica?

—No, carne.

—Sí, naturalmente, la carne es el alimento de esta Navidad en Casa Estival.

—Le he hecho algunas tortas de sartén —dijo ella.

—¡Oh, al demonio con las tortas! Mi estómago ya no tolera esas cosas. Masticaré un poco de carne. Es muy del gobernador esto de engañarme y hacerme venir, mientras él se queda roncando en la cama, maldito sea. No veo cómo podré alejarme mucho de aquí esta noche.

Pero los oídos de Asta Sóllilja estaban muy lejos de la conversación, porque no entendía qué podía haberle ocurrido a Helgi. Asaltada repentinamente por un recelo que bordeaba casi el terror, descuidó incluso las necesidades del alcalde, corrió escaleras abajo y salió al montículo de nieve de afuera. De modo que el alcalde se quedó solo arriba, con la anciana y el hermano menor, para dedicarse a su tabaco y aclararse la garganta y rascarse y bostezar. Pasó el rato, y le pareció que tenía que decir alguna cosa.

—Bueno, bueno, Bera —empezó a decir—, ¿qué tienes que opinar acerca de toda esta tontería?

—¿Cómo? —preguntó ella.

—¿No crees que todo ha enloquecido en el cielo y la tierra, Bera, vieja?

Aunque hablaba a la anciana con una voz que estaba muy lejos de ser completamente inamistosa, no parecía esperar su respuesta con gran interés, porque continuó su pregunta con una sucesión de tremendos bostezos.

—Oh, no me parece que tenga mucho que pensar o que decir, aparte de que siempre supe que esto sucedería alguna vez. O peor aún. Permítame que le diga que no son los ángeles de Dios los que pululan en torno a esta choza, nada de eso. Y nunca han estado aquí. Y nunca lo estarán.

—No, nunca estuvieron y nunca estarán —apoyó el alcalde—, ¿y tienes alguna objeción que poner a que se te encuentre un buen rincón para ti, junto a la chimenea, en una hermosa granja del interior, si el gobernador se dignase llevar a cabo la suficiente actividad como para expulsar de aquí a Bjartur por orden de la ley?

—Oh, no creo que tenga mucho que objetar a las autoridades, decidan ellas lo que decidieren, y, en cualquier caso, no me importa mucho lo que pueda ser de mí. Como el alcalde sabe, el difunto Pórarinn y yo vivimos cuarenta años en Uróarsel, y nada sucedió durante todo ese tiempo. Nuestros vecinos de los páramos eran buenos vecinos. Pero aquí parece que a cada rato ocurre algo. Y no quiero decir que haya sucedido nada que no fuese querido por la Providencia; por ejemplo, que se me permitiese seguir viviendo, si esto se puede llamar vida, en tanto que mi pobre hija es arrebatada del hogar y de la casa con las primeras luces del sol de la recolección del heno. Para no hablar de la pérdida de las ovejas, la primavera pasada, y, ahora, este último estallido de diablura.

—Diablura, sí —convino el alcalde—, un condenado estallido remaldito.

Durante un rato la anciana siguió mascullando para sí.

—¿Qué? —preguntó el alcalde.

—¿Qué? —preguntó la anciana.

—Sí, quiero decir, ¿qué piensas de todo eso? —preguntó a su vez el alcalde—. ¿De esto que llaman intervención del demonio?

—Bueno, puesto que el alcalde condesciende a preguntármelo —contestó ella—, permítame que le diga esto, Jón, buen hombre: que en mi tiempo era costumbre, y costumbre que a menudo le hacía un buen favor a la gente, la de salpicar a esos seres inquietos con orina vieja, y muchos demonios se sintieron contentos de escapar a una rociadura cuando todos los demás medios habían fracasado; pero el amo de esta casa no quiere oír hablar de nada que tenga que ver con la religión cristiana, es una persona sumamente extraña, este Bjartur, y todo lo sagrado es menospreciado, escarnecido y pisoteado como en la actualidad se menosprecia, escarnece y pisotea todo.

—En efecto —convino el alcalde—. No se puede sacar partido de él ni en una forma ni en la otra, zoquete testarudo. Y nunca se pudo. A los niños habría que sacarlos de aquí y llevarlos a alguna hermosa granja, por orden de la ley si fuese necesario. Y en cuanto a nosotros, abuelita, estoy seguro de que Markúsjónsson de Gil se apiadará de nosotros, vista la situación en que nos encontramos, hace ya veinte años que cuida a personas ancianas cuando yo se lo pido. Es un alma inofensiva, nunca he sabido que haya levantado alguna vez la mano a una persona de edad.

—Yo sería la última en quejarme de algo —musitó la anciana— y, de todos modos, sé que mi Hacedor hará conmigo lo que más le plazca. Soy algo así como nada, como cualquiera puede ver, y, aunque aparentemente no puedo morirme, difícilmente podría afirmar que estoy viva. A veces necesito de todo el tiempo de que dispongo para saber quién soy. Pero me agradaría mucho saber que el pequeño Nonni está junto a mí, porque es un chico que promete, en hechos y en palabras, y no merece quedar en manos de desconocidos. Ha dormido a mi lado, en este rincón, desde que nació.

—Sí, hablaré de ello con el gobernador, si es que alguna vez se toman medidas para vender esta casa.

—Naturalmente, el alcalde le dirá al gobernador lo que le parezca conveniente, como, sin duda alguna, ha hecho siempre. Pero, si una pudiese escoger, por supuesto escogería Uróarsel en lugar de cualquier otro punto. Pero nunca he tenido por costumbre esperar nada en especial, ni siquiera cuando era más joven. Y jamás he tenido miedo a nada, ni a los hombres ni a los demonios. Y si la voluntad de mi Hacedor es destruir esta granja para siempre, pues no será más que lo que todos esperan que suceda. Todos saben qué clase de casa es ésta. Y en cuanto a qué será de mí, alcalde, no me preocupa en absoluto, ciega y sorda como estoy. Y por cierto que lo estoy. Y no puedo decir que me quede un solo dedo, están todos muertos, mire. Y el pecho… Pero eran hermosas las puestas de sol de Uróarsel…

El alcalde la contempló fijamente durante unos instantes, como desconcertado. ¿Qué podía hacerse con un ser como ése, que en realidad no era ya un ser y que, según su propio relato, no estaba muerto ni vivo? ¿Cómo podría seguir manteniendo esa conversación? De modo que se acarició la mandíbula, bostezó y mordió un buen trozo de tabaco.

—¿No quieres mascar un poco, vieja? —preguntó caritativamente.

Durante un rato largo ella no escuchó ni entendió a qué se refería su interlocutor, pero finalmente se le ocurrió que debía tratarse del tabaco.

—Para refrescarte —agregó él. Pero ella declinó cortésmente el ofrecimiento.

—¡No, hombre, no! —dijo—. Nunca he necesitado tabaco. Y el motivo es que sé que el Señor lo dispone todo como mejor le place.

47. La mejilla derecha

Las huellas de las pisadas de un chico en la nieve no duran mucho tiempo con la nevada continua del día más corto, de la noche más larga. Se pierden en cuanto se hacen. Y una vez más el brezal queda envuelto en el blanco móvil. Y no hay fantasma alguno, aparte del que vive en el corazón del chico sin madre, hasta que los rastros de sus pasos desaparecen.

¿Qué noticias hay de la felicidad del alma, el día después de la noche más larga?

Ésa no era, ni con mucho, la primera vez que había caído sobre corazón y brezal el corrosivo peso del temor que hace que la dicha sea un fenómeno tan notable a los ojos de la nación. Pero, por otra parte, había carne de sobra, más carne de la que nadie podía recordar, carne en barricas y en cajones, carne muerta, sin duda, en opinión de la parroquia, pero, ¡maldita sea!, no era carne muerta, aunque no pudiese encontrarse a nadie que quisiera comprarla y la gente se viese obligada a comérsela ella misma. Era igual que la carne de cualquier otra Navidad, de buenas ovejas gordas sacrificadas, y una cosa así era una novedad en aquel pegujal donde se habían comido correosas ovejas viejas para señalar una festividad. Todos tenían ahora las mejillas rojas, la cabeza pesada y el cuerpo laxo por efectos del dolor de estómago. Carne en el desayuno, carne entre comidas, sopa con más frecuencia que gachas, salsa más a menudo que agua. Y cuando la perra está indefensa de tanto comer, ¿qué más puede pedir el alma del hombre?

Y entonces empieza la Navidad con todo su ritual.

Esa noche, cuando la anciana deja a un lado sus agujas mucho antes de que llegara la hora de acostarse y dice a Asta Sóllilja: «Vaya muchacha, podrías lavarte un poco», entonces, y sólo entonces comenzó la Navidad. Ella cree, por supuesto, que Asta Sóllilja no se lava más que una noche especial y que no se lava ni cuando se lo ordenan. Ella misma ha dejado de lavarse hacía mucho tiempo y, además, la gente ya no cree en la orina rancia, ni para una cosa ni para otra. Pero, ¿es eso toda la Navidad? No. La abuela también saca esa noche su pañuelo. Desata su harapiento y viejo chal y se anuda el pañuelo a la cabeza. Es una reliquia de los tiempos del Monopolio danés -la parte del centro todavía estaba sana-, una tela de seda negra pasada de manos de una abuela a las de otra, alisada a lo largo de los siglos por la caricia de viejas manos sarmentosas, como un fragmento de un fragmento de las riquezas del mundo, o, por lo menos, como una prueba de su existencia real. Pero esto no era todo. La Navidad es la fiesta de los tesoros. Cuando la anciana se ha puesto su pañuelo, procede a sacar su mondaorejas. El mondaorejas es un símbolo de la civilización del mundo en los páramos. Como el pañuelo, es un legado de muchos siglos de antigüedad, hecho de plata cara, ennegrecido por el tiempo en las muescas, pulido por el desgaste en los salientes curvos, retorcidos. De pronto comienza a escarbarse las orejas. Y cuando ha comenzado a escarbarse las orejas, con todos los gruñidos y muecas reservados para esa tarea, la Navidad puede comenzar en serio, porque sólo entonces está todo plenamente consagrado.

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